Homilía Arzobispo de Yucatán – III Domingo de Pascua Ciclo C

III Domingo de Pascua
“Simón, hijo de Juan ¿Me amas más que éstos?” (Jn 21, 15)
Ciclo C
Hch 5, 27-32. 40-41; Ap 5, 11-14; Jn 21, 1-19.

Muy queridos hermanos y hermanas, llegamos al tercer domingo de Pascua y escuchamos el relato de la tercera aparición de Jesús resucitado en el evangelio de san Juan. Es junto al lago de Tiberíades cuando él se apareció de nuevo; Pedro y sus compañeros habían salido a pescar y pasaron la noche intentando atrapar algo, pero fue una pesca infructuosa.

Al amanecer vieron a Jesús a la orilla del lago pero no lo reconocieron y él les gritó: “¿Muchachos, han pescado algo?” Ellos contestaron: “No”. “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Entonces sucedió otra pesca milagrosa, y el discípulo amado es el que reconoció a Jesús y dijo: “Es el Señor” (Jn 21, 4-8). Pedro se anudó la túnica a la cintura porque se la había quitado para pescar y se lanzó al agua para ir al encuentro de Jesús; pues aunque estaban a escasos cien metros de la orilla, a Pedro le parecía largo el camino para acercarse cuanto antes su Señor. Llegó lleno de entusiasmo al igual que sus compañeros, no sólo por la pesca milagrosa sino sobre todo, por encontrarse con el Maestro quien ya tenía el fuego preparado, un pez sobre las brasas y un pan, todo listo para invitarlos a comer.

¡Qué escena tan cálida y tan amigable es la que el Resucitado ofrece a aquellos apóstoles, primeros testigos de su resurrección! Sin embargo, después de haber comido, Jesús interrogó a Simón Pedro diciéndole: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” y Pedro respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó y volvió a contestar Pedro que sí lo amaba y Jesús le vuelve a encomendar: “Pastorea mis ovejas”; luego por tercera vez le preguntó y Pedro entristecido le dijo con toda humildad: “Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero”. Y Jesús finalmente le dijo: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-18).

Los estudiosos de la Sagrada Escritura siempre han visto en esta triple pregunta que hace Jesús a Pedro sobre si lo ama, una reparación de la triple negación que hizo el apóstol hacia su Maestro, y de este modo, encargarle la misión de estar al frente del rebaño que él dejó. Se trata de una confesión de amor que aún no se había hecho. Entonces Jesús confirma a Pedro como el que estará al frente para apacentar al rebaño; y deberá cuidar de los corderos, de las ovejas e incluso de los pastores; será responsable pues, de todo el rebaño.

El Señor resucitado es un hombre lleno de misericordia, es Dios hecho hombre, que le da a Simón Pedro una nueva gran oportunidad. ¡Qué importante enseñanza para nosotros es la que Jesús nos da! Él nos mueve a pensar: ¿Somos realmente capaces de dar una nueva oportunidad? ¿De volver a confiar en aquellos que de alguna manera nos han hecho daño, traicionado o negado? Jesús confía la obra más grande e importante, el tesoro más preciado para él: la conducción de la Iglesia, en manos de un buen hombre, de aquel pescador que lo había negado por debilidad, pero que en el fondo tenía un verdadero amor; y le quiere confiar esta gran tarea, precisamente a una persona débil como cualquiera de nosotros puede serlo.

En el libro del Apocalipsis en la segunda lectura, escuchamos cómo el apóstol san Juan contempla junto al trono del Todopoderoso a un cordero que es aclamado por miles y miles de ángeles: “Digno es el Cordero, que ha sido inmolado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza…” (Ap 5, 12). Este cordero inmolado es el Cordero de Dios, sacrificado para la salvación de todos pero que está vivo y que se encuentra siempre junto a su Padre, junto al trono del Señor.

También hay veinticuatro ancianos que adoran al Cordero ¿Quiénes son esos ancianos? Ciertamente representan a los doce patriarcas del pueblo de Israel, el pueblo del Antiguo Testamento; y representan además a los doce apóstoles, el pueblo del Nuevo Testamento, la Iglesia. Ahí estamos incluidos todos nosotros miembros del pueblo de Dios, aunque propiamente no descendamos de la sangre de Abraham, nuestro padre según la fe.

A aquellos doce patriarcas los veneramos porque están en la historia de salvación que el Señor quiso tejer hasta llegar a la encarnación de su Hijo; y claro, también veneramos a los otros doce apóstoles, patriarcas de la Iglesia a la que con orgullo y alegría pertenecemos. Somos todos miembros de esta familia que Cristo tanto ama, una Iglesia que sigue siendo en la actualidad santa y pecadora, pero que es el Pueblo de Dios, el Cuerpo Místico de Cristo, el cuerpo que Jesús ama y que espera que todos nosotros, miembros de la Iglesia, amemos como el la amó y se entregó a ella.

En la primera lectura tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, encontramos como éstos desde un principio fueron perseguidos, prohibiéndoles la predicación del Evangelio, del anuncio de la muerte y resurrección del Hijo de Dios hecho hombre. Sin embargo cuando fueron cuestionados por el tribunal, la respuesta que dieron debe ser para nosotros una enseñanza permanente, pues Pedro y los otros apóstoles replicaron: “Primero hay que obedecer a Dios y luego a los hombres” (Hch 5, 29). ¿Y tú a quién obedeces?

Es muy fácil dejarnos llevar por lo que otros nos digan, sin juzgar si está bien o si está mal, simplemente porque lo leímos en un libro o lo escuchamos en un programa de televisión, porque lo vimos en una película o porque el grupo con el que nos juntamos va a hacer tal o cual cosa. ¿Pero tú, a quién obedeces? ¿Por quién te dejas conducir en tus actos, en tus palabras, en tus pensamientos?

Ojalá que sepamos someternos en primer lugar y sobre todo a Dios; que Él reine en nuestra conciencia, que no nos dejemos dominar por nadie absolutamente, a menos que esas personas nos recuerden lo que Dios quiere de cada uno de nosotros. Hay que tener mucho cuidado para discernir si lo que nos está pidiendo el mundo, si a lo que nos están invitando quienes están más cercanos a nosotros, es realmente lo que el Señor quiere.

Este es un principio de gran importancia para quienes gobiernan las naciones: ante todo servir al pueblo pero siempre buscando hacer la voluntad de Dios nuestro Señor. Esto vale también para todos los hombres y mujeres, empresarios, maestros, doctores, abogados, campesinos… desde los oficios más complejos hasta los más sencillos; poner por encima de los deseos personales, antes que nuestras apetencias humanas, poner la voluntad de Dios y obedecerlo a Él antes que a los hombres.

El viernes pasado se publicó la exhortación apostólica post-sinodal sobre el amor en la familia “Amoris laetitia” (La Alegría del amor) del Papa Francisco. Sigamos gozando este tiempo de la Pascua y pidamos por nuestras familias con la oración que viene al final de este documento. ¡Sea alabado Jesucristo!

Oración a la Sagrada Familia

Jesús, María y José
en ustedes contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a ustedes, confiados, nos dirigimos.

Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.

Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.

Santa Familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.

Jesús, María y José,
escuchen, acojan nuestra súplica.
Amén.

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán