“¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”
Muy queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de la Navidad la celebramos en estos primeros ocho días con la misma alegría e intensidad litúrgica. Pero además en estos días de la octava celebramos algunas fiestas importantes, como la que coincide en este domingo, que es la fiesta de la Sagrada Familia.
Jesucristo es el Hijo único del Padre, “engendrado, no creado, nacido del Padre antes de todos los siglos”. Dios es esencialmente FAMILIA: un sólo Dios en tres Personas iguales y distintas. Al crearnos a su imagen y semejanza, nos hizo sus hijos, y nos hizo hermanos unos de otros, capaces del amor y necesitados del amor. La familia es el espacio donde el ser humano nace y crece, donde aprende, ordinariamente, a recibir y a dar amor. La mejor escuela del amor debe ser la familia.
El Hijo de Dios pudo haberse hecho hombre de otro modo extraordinario, pero Él quiso venir al mundo igual que todos nosotros y “en la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo nacido de una mujer” (Gal 4,4). ¡Qué hermosa relación tuvo Jesús con la Santísima Virgen María: el mejor Hijo con la mejor Madre! Desde su encarnación en Nazaret; su nacimiento en Belén; su vida oculta de treinta años vividos en familia con ella; el ministerio de Jesús seguido por ella como la primera discípula; el acompañamiento junto a la cruz; el acompañamiento a los discípulos y su asunción al Cielo, donde está junto a su Hijo, como dice el Salmo 44: “De pie a tu derecha está la reina”.
Jesús pudo haberse quedado solo con María, pero quiso tener un padre adoptivo en la Tierra, y eligió a un varón santo, llamado José, descendiente de David y de oficio carpintero. Nunca se avergonzó de ser conocido como “el hijo del carpintero”, y Él gustaba de llamarse a sí mismo “el Hijo del hombre”. Pero en el juicio ante el Sanedrín aceptó ser el Hijo de Dios, y este fue el motivo de que lo condenaran a muerte. Así que Él quiso tener en este mundo mamá y papá. Qué hermosa relación entre Jesús y su Padre José, quien cuidó de Él y de María, como buen padre protector, dando nombre a su Hijo, como Hijo de David; y dando respaldo a María en su misión de madre.
Siempre ha habido y siempre las habrá, familias en las que falta por cualquier motivo el padre, la madre o ambos. Pero nunca debemos resignarnos a olvidar el modelo original, y nunca debemos de olvidar el ejemplo de Jesús, que siendo parte de la FAMILIA Divina, quiso venir a ser parte de la gran familia humana, y que lo hizo desde una familia concreta, donde hubo papá y mamá.
Jesús, que tanto valoró la convivencia familiar, nos dejó un ejemplo maravilloso del valor que debe tener nuestra familia en nuestras vidas. En estos tiempos de marcado individualismo, y de un pensamiento egoísta que nos llama a renunciar a nuestras familias, esta fiesta nos presenta el Evangelio de la Familia, para revalorar a los nuestros y aceptar cualquier sacrificio que implique la vida en familia.
La Palabra de Dios en la primera lectura de hoy nos presenta la concepción y nacimiento extraordinario y milagroso de Samuel, hijo de Ana y de Elcaná, quienes ofrecen a su hijo para ser consagrado al Señor. Cada hijo que nace, aunque sea en las condiciones más ordinarias, siempre es un milagro y un maravilloso regalo de la misericordia divina. Ojalá que cada matrimonio ofrezca a sus hijos, poniéndolos a disposición de la voluntad de Dios nuestro Señor, y que se interesen ante todo por la santidad de sus hijos.
En la segunda lectura, el apóstol san Juan en su primera carta, nos dice con otras palabras, que quienes creemos en Cristo, nos llamamos y somos hijos de Dios. La Iglesia es una verdadera familia, la familia de los hijos de Dios, los hermanos de Jesús, que somos hermanos unos de otros e hijos de María, por encargo de Jesús, que desde la cruz le dijo a María: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26).
El Evangelio según san Lucas nos presenta el episodio cuando el Niño Jesús se pierde, y durante tres días, María y José lo buscan llenos de angustia hasta que lo encuentran en el templo en medio de los doctores. Pero lo más importante es lo que dice al final de este pasaje: que Jesús “volvió con ellos y siguió sujeto a su autoridad” (Lc 2,51). Ojalá que los padres de familia sepan hacer valer su autoridad ante sus hijos, por el bien de ellos mismos. Y que los niños y jóvenes vean el ejemplo de humilde obediencia que les da Jesús y que garantiza la unidad familiar.
¡Feliz octava de Navidad, y que a la luz de la Sagrada Familia, cada uno considere sagrada a su propia familia!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán