HOMILÍA DE CLAUSURA EN EL SEMINARIO
“UNA IGLESIA EN SALIDA, POBRE PARA LOS POBRES”
Bogotá, Colombia.
Sab 3, 1-9; Salmo 125; Rom 8, 31b-39; Hb 13,14; Jn 17, 11b-19.
Muy queridos hermanos y hermanas, hoy celebramos la Eucaristía elevando nuestro corazón agradecido, dando gracias al Señor por los frutos obtenidos en este seminario: “Una Iglesia en salida, pobre para los pobres”, que vamos concluyendo trayendo al altar los compromisos para responder a los desafíos de la Pastoral Social, que el Buen Pastor nos ha mostrado durante estos días.
También queremos alabar al Señor y darle gracias por la figura del Beato Oscar Arnulfo Romero a quien honramos, no para beneficio suyo, pues él estando como está junto al Señor, ya no necesita nada, ni podemos aumentar su gozo eterno sino para beneficio nuestro, pues él nos inspira en nuestra fe y esperanza y nos alienta a seguir en la lucha a favor de los pobres de este mundo, porque todavía tenemos vida para ofrendar.
Celebrando la Eucaristía, mientras servía el Cuerpo y la Sangre de Cristo a sus hermanos, Mons. Romero ofreció su propio cuerpo y sangre para rubricar su vida de servicio a Dios y a sus hermanos. Quienes lo asesinaron creyeron, como dice la primera lectura, “que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros una completa destrucción” (Sab 3, 2-3). Pero lo que hicieron al matarlo fue subir su lámpara encendida al candelero, iluminando a todos los que estamos en casa. Su alma está “en las manos de Dios y no le al alcanzará ningún tormento” (Sab 3, 1).
Después de sus breves sufrimientos, no sólo los de su martirio, sino todos los causados por su esfuerzo de fidelidad al Señor, recibe abundante recompensa, “pues Dios lo puso a prueba y lo halló digno de sí. Lo probó como oro en el crisol y lo aceptó como holocausto agradable” (Sab 3, 5-6). Él sembró con lágrimas y ahora cosecha entre cantares. Qué bueno que los que queremos servir al Señor tengamos momentos de regocijo y canto, y más si lo hacemos en común, como en estos días. Pero ahora, mientras estamos en el mundo, es tiempo de sembrar, de aceptar las lágrimas, para que el Señor nos conceda cosechar entre cantares.
La confianza que el apóstol San Pablo tuvo en Dios, y que describe en la segunda lectura de hoy, la tuvo también Mons. Romero, pues no pudieron apartarlo del amor de Cristo ni las tribulaciones, ni las angustias, ni la persecución, ni el peligro, ni la espada. Él estaba plenamente seguro de que Dios estaba a su favor. (Cfr. Rm 8, 35) ¿Y a ti y a mí quién o qué cosa puede apartarnos del amor de Cristo? Nada, si ponemos toda nuestra confianza en Dios antes que en nosotros mismos.
Hoy Mons. Romero es Beato, no sólo de título, sino en el sentido real de lo que esa palabra significa; es decir “feliz”, pues no hay mayor felicidad que gozar del amor de Dios. Hoy él puede hacer suyas algunas de las palabras de intercesión de Jesús, durante la última cena, cuando oraba al Padre por sus discípulos: “Yo cuidaba en tu nombre a los que me diste; yo velaba por ellos…” (Jn 17, 12). Con la beatificación, Mons. Romero debe continuar en el cielo con la misión que tenía en la tierra: cuidar y velar mediante su intercesión, de los que continuamos aquí todavía en este valle de lágrimas; pero ahora ya no sólo de los de El Salvador, sino de todos los que en el mundo trabajan por la paz y la justicia, sobre todo en esta América Latina y el Caribe que él tanto amó.
Él, al igual que Jesús, le pide al Padre por nosotros diciéndole: “santifícalos en la verdad”. Hoy en día, muchos son los que siguen preguntando cómo Pilato: “¿Y qué es la verdad?” (Jn 18, 38), y como Pilato tampoco se detienen para enterarse qué cosa es la verdad. Nosotros, mujeres y hombres de fe, podemos contestarle a Pilato y a cualquiera que se detenga a enterarse, con la definición simple y profunda del Papa Benedicto XVI, diciendo simplemente: “Caritas in veritate”, y añadiríamos, “et in caritate veritas”. Pues realmente es una ecuación absoluta: la caridad está en la verdad y la verdad en la caridad. Como dice el apóstol San Juan en su primera carta: “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1Jn 4, 16). Luego tendríamos que continuar diciendo que la caridad inicia en la justicia y se prolonga en la misericordia. Si nadie se detiene a escuchar estas palabras, sigamos adelante, tal vez luego se enteren viendo nuestro testimonio.
Nosotros, podemos adelantar la beatitud, aún en medio de los trabajos, el cansancio, la enfermedad y el dolor, con el gozo interior de sabernos amados por Dios, acogiéndonos a su misericordia. Y con el gozo exterior de llevar la misericordia de Dios a nuestros hermanos y hermanas, descubriendo a Cristo en el rostro sufriente de nuestros hermanos, como lo hacía San Camilo de Lelis con los enfermos, y Mons. Romero con los pobres de su pueblo. Por eso hoy diremos cómo María, nuestra Madre: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 47). Sea alabado Jesucristo.
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán
Pdte. del Dpto. de Justicia y Caridad del CELAM