“Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco” (Lc 3, 22b)
Muy queridos hermanos y hermanas, este domingo, en el que celebramos el Bautismo del Señor, marca el final del santo tiempo de la Navidad. El Niño de Belén se manifestó como Hijo de Dios a los ojos de los pastores, que por el anuncio gozoso de los ángeles fueron al pesebre. Del mismo modo se manifestó como Dios en la tierra a los Magos de Oriente los cuales investigaron en el espacio y en la Sagrada Escritura, y así pudieron seguir con fe y esperanza a la estrella que con su luz los guió hasta donde estaba el Niño con su Madre. Pero después de estas manifestaciones de la infancia, el Niño Dios no volvió a manifestar su divinidad, sino que toda la gente lo veía como a cualquier otro niño, y luego como a cualquier otro joven durante los treinta años de su vida oculta.
Es en el momento en el que Jesús inicia su vida pública, cuando llega con Juan su pariente para ser bautizado, cuando la voz del Padre se hace escuchar, manifestando quién es el que ha bajado a las aguas del Jordán: “Tú eres mi Hijo, el predilecto; en ti me complazco” (Lc 3, 22b). Además, el Espíritu Santo se manifestó sobre Él en forma sensible, como de una paloma, para señalarlo como el Cristo, es decir, el ungido del Señor. En este hecho tenemos una nueva epifanía (manifestación) de la divinidad de Jesús, de la que fueron testigos Juan Bautista y toda la gente que estaba ahí presente, entre ellos Juan y Andrés, que luego fueron discípulos y apóstoles de Jesús. Se trata, además, de una manifestación de la Santísima Trinidad, misterio que después Jesús iluminó con su predicación.
Antes de que esto sucediera, Juan el Bautista había sacado de dudas a la gente, afirmando que él no era el Mesías, que él sólo bautizaba con agua en señal del arrepentimiento de quienes se acercaban a él. Pero él también anunciaba al que estaba por llegar y que bautizaría con el Espíritu Santo y su fuego. Tú y yo fuimos bautizados con el Espíritu Santo y su fuego, por el poder de nuestro Señor Jesucristo. El agua que el sacerdote derramó sobre nuestra cabeza, fue sólo un signo sacramental, pero la realidad de nuestro Bautismo es la del Espíritu y su fuego. El asunto es que, aún siendo bautizados, podemos vivir al margen de ese “fuego” del Espíritu. Una gran oportunidad para retomar ese fuego es el momento de nuestra confirmación. Otras grandes oportunidades de lanzarnos al fuego del Espíritu, para que nos ilumine, nos caliente, nos guíe y queme todo lo malo que hay en nuestras vidas la tenemos en cada confesión, o cuando somos invitados a participar en algún retiro espiritual para reavivar nuestra vida en Cristo.
El Año Jubilar que estamos viviendo, el Año de la Misericordia es una oportunidad extraordinaria para todos, de acercarnos al fuego de la misericordia divina, para que experimentemos en grande el amor de Dios nuestro Padre por nosotros, y nos dispongamos a llevar a los demás esa misericordia divina para compartirla con todos, especialmente con los más necesitados.
Ya sabemos que, si Jesús bajó a recibir el bautismo de Juan, no es porque lo necesitara, porque Él era igual a nosotros en todo menos en el pecado; sino más bien es que Él quiso manifestarse solidario con sus hermanos, con toda humildad y con todo amor. Él nunca se avergonzó ni se avergüenza de llamarnos hermanos. Al mismo tiempo, recibiendo el bautismo de Juan quiso anunciar el Bautismo que Él vino a traer al mundo, ese sí, para perdonar los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, a condición de que lo aceptemos como nuestro Redentor. Dice San Gregorio de Nacianzo: “Juan está bautizando, y Jesús acude a él; posiblemente para santificar al mismo que lo bautiza; con toda seguridad para sepultar en el agua a todo el viejo Adán; antes de nosotros y por nosotros, el que era espíritu y carne santifica el Jordán, para así iniciarnos por el Espíritu y el agua en los sagrados misterios”.[1]
Una buena tarea que les recomiendo hacer consiste en buscar su boleta de bautismo, memorizar su fecha y comenzar a celebrarla, aunque sea en el secreto de su corazón, pero alegrándonos en cada aniversario y, sobre todo, reavivando día con día el fuego del Espíritu Santo en nuestras vidas. No obstante la tarea principal es vivir de tal modo, que día con día podamos escuchar en nuestro interior la voz del Padre, refiriéndose a cada uno de nosotros y diciendo: “Tú eres mi hijo, el predilecto; en ti me complazco”. Aunque se las dirigió a su Hijo Jesucristo, Él quiere dirigirlas a todos y cada uno de nosotros. Y así mi examen diario de conciencia debe incluir esta pregunta: ¿mis pensamientos, palabras y obras complacen a Dios?
No gastemos más palabras y argucias para demostrar superioridad ante los demás, mejor bajemos con toda humildad a las aguas del Bautismo y si ya eres bautizado, como la inmensa mayoría, entonces baja de nuevo, y baja una y otra vez imitando a Jesús, para retomar con humildad la justificación que no viene de nuestros argumentos, gestos o acciones, sino de haber sido salvados por Jesús de Nazaret.
Termino con las hermosas palabras de la Liturgia de las Horas, en el himno de las vísperas del día del Bautismo del Señor:
“Porque el Bautismo hoy empieza
y él lo quiere inaugurar,
hoy se ha venido a lavar
el Autor de la limpieza.
Aunque es santo y redentor,
nos da ejemplo singular:
se quiere hoy purificar
como cualquier pecador.
Aunque él mismo es la Hermosura
y no hay hermosura par,
hoy quiere al agua bajar
y hermosear nuestra basura.
Nadie lo hubiera pensado;
vino el pecado a quitar,
y se hace ahora pasar
por pecador y pecado.
Gracias Bondad y belleza,
pues te quisiste humillar
y no te pesó lavar
tu santidad y pureza. Amén.”
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán