HOMILÍA
II DOMINGO DE PASCUA
DE LA DIVINA MISERICORDIA
Ciclo C
Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-11. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-31.
“La paz esté con ustedes” (Jn 20, 19).
In lake’ex ka t’ane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel kimak óolal. Ichil u kimak olalil u kaa putkuxtal Cristo, tek ojete’ex u ch’enóolalil uchik u kimil yuum Papa Francisco. Bejlae’ taan u tso’okol le Octava ti Pascua, le domingo je’ela’ k’ajotanik bey u Domingoil le Misericordia. Le Papa Francisco tu Kansaj ka anak misericordia ti to’one’ex yeetel ti tu laakal ma’axo’ob tsela’ano’ob wey yo’okol kaabe’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre, deseándoles todo bien en el Señor resucitado.
La alegría de celebrar la resurrección de Jesús nos ayudó a mitigar nuestra tristeza ante el fallecimiento del Papa Francisco el lunes 21 de abril. Sabemos que él ha terminado su peregrinación en este mundo, puesto que ha alcanzado la meta de su esperanza. Gracias a mis Obispos Auxiliares y a todos los sacerdotes que, el mismo lunes al medio día, se reunieron con un gran número de fieles en la Santa Iglesia Catedral, así como en cada parroquia de nuestra Arquidiócesis, para celebrar una Eucaristía dando gracias por la vida y ministerio del Santo Padre, y pidiendo por su eterno descanso.
El pasado sábado 26 de abril, fue sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor, de la que era tan devoto y visitaba con cierta frecuencia. Él manifestó con mucho anticipo, que quería ser sepultado en ese lugar, y no en el Vaticano. Nosotros, de la mano de María, hemos de continuar nuestra peregrinación sin perder nunca la esperanza de llegar a donde él llegó. La esperanza cristiana no se ha de poner en las realidades temporales, sino en la vida eterna junto al Resucitado.
En este domingo concluimos la Octava de la Pascua y celebramos al Señor de la Misericordia. La auténtica devoción a Jesús Misericordioso nos hace mirar a nuestros hermanos que están necesitados de nuestro amor. Ellos son todos aquellos que señalaba el Papa como los “descartados” de este mundo: los migrantes, los pobres, los ancianos abandonados, los enfermos, los que viven en medio de las guerras, todos los que la gente “buena” juzga y se cree con derecho a condenar. El mundo está necesitado de la misericordia, que brota del corazón de Jesús, para que la llevemos a todos sin excepción.
Oremos por los Cardenales que se reunirán en cónclave para elegir al nuevo pontífice, confiando en la acción del Espíritu Santo que nunca abandona a la Iglesia. No hagamos caso de los medios y las redes sociales que nos confunden nombrando a los que ellos consideran “posibles candidatos al pontificado”. Dios ya conoce al elegido, el cual ha sido escogido por él mismo desde ya. Hagamos caso a Jesús que nos dice: “No pierdan la paz” (Jn 14, 1), la obra es de Dios, el cual también nos dice: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas” (Ez 34, 15).
El Papa Francisco fue un gran profeta para todo el mundo y para la misma Iglesia. No se detuvo para corregir con valor y con amor a los mismos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. En sus encíclicas, así como en sus discursos nos ha dejado un gran legado, que hemos de profundizar, para trabajar por la fraternidad, por la paz y por el cuidado de la Casa Común. Es necesario continuar con su primer mensaje como Sumo Pontífice, cuando nos dijo: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, y no lo dijo sólo para los ministros de la Iglesia, sino para todos y cada uno de los bautizados, que somos miembros de la Iglesia.
Pasemos a las lecturas de hoy. El Libro de los Hechos de los Apóstoles nos da cuenta de que la primera comunidad cristiana iba creciendo más y más, realizando la obra misericordiosa del Señor Jesús. La gente sacaba a sus enfermos en camillas, para que, al pasar Pedro, al menos su sombra les cayera y les trajera la salud. Desde el principio y hasta ahora, la Iglesia continúa atendiendo a los enfermos y realizando toda clase de obras de misericordia.
En el evangelio, Jesús resucitado visita a sus discípulos. Ahora ya no había duda de la resurrección de Jesús, y el saludo de paz que les brindó los llenó de alegría y de salud espiritual. Luego Jesús les repite el saludo de paz, soplando sobre ellos, en señal de que les daba su Espíritu; de hecho, en hebreo, la palabra “espíritu” era equivalente a la palabra “viento” (ruah). Entonces les comunica el Espíritu para convertirlos en ministros de la paz dándoles autoridad para perdonar los pecados de los hombres.
El tribunal del confesionario es un lugar de la misericordia divina, donde los ministros tenemos una enorme responsabilidad para tratar misericordiosamente a cuantos se acerquen, y de esto tendremos que dar cuenta a nuestro Señor. Ese saludo de paz de Cristo resucitado, los sacerdotes lo repetimos en cada Eucaristía antes de invitar a todos a darse la paz, para luego acercarse a la Comunión.
Dice también el pasaje de hoy: “Ocho días después” (Jn 20, 26), es decir, al cumplirse la Octava de la Pascua, siempre proclamamos este evangelio, cuando Jesús resucitado vuelve misericordioso para sanar la incredulidad de Tomás, y el saludo es el mismo: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 26).
También a Tomás le ofrece su paz, para que sane y se una al gozo de los demás creyendo en su resurrección. Hasta le ofrece la oportunidad de meter su dedo en los agujeros de sus manos, y su mano en el costado que fue herido por la lanza del soldado, para que verificara que era él. Tomás respondió con palabras de verdadera fe al decirle: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28).
La de Tomás es verdadera fe, porque una cosa es ver a un resucitado, como vio a Lázaro y a otras personas que Jesús revivió, pero ahora no sólo ve a un resucitado, sino que contempla a su Señor y a su Dios. Es por eso que muchas personas, cuando el sacerdote levanta la hostia consagrada y luego el cáliz con la sangre de Cristo, proclaman su fe diciendo: “Señor mío y Dios mío”.
Escuchando igualmente la segunda lectura de hoy, tomada del inicio del Libro del Apocalipsis, las revelaciones narradas las recibió el apóstol san Juan el primer día de la semana, al que hoy llamamos “domingo”, es decir, “Día del Señor”. Allí Jesús resucitado invita a Juan a no tener miedo, y del mismo modo hoy nos invita a nosotros para no temerle a nada ni a nadie, diciendo: “No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo, por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves de la muerte y del más allá” (Ap 1, 17-18).
Sigamos adelante con la celebración del tiempo de Pascua, que apenas inicia. Al llegar a los cincuenta días celebraremos la solemnidad de Pentecostés, recordando la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, así como el nacimiento de la Iglesia.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán