Mensaje Episcopal con Motivo de la Pascua 2025

MENSAJE EPISCOPAL PARA LA
PASCUA 2025

“Alégrense, por fin, los coros de los ángeles,
alégrense las jerarquías del cielo y,
por la victoria de rey tan poderoso, que las
trompetas anuncien la salvación.” (Pregón Pascual)

 

A todos los Sacerdotes, Diáconos, miembros de la Vida Consagrada y Laicos en general: ¡Paz!

 

Muy queridos Hermanos y hermanas, estas palabras son el inicio del Pregón Pascual, proclamado en la noche de Pascua. El Señor resucitó para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor (Cfr. Papa Francisco, Mensaje en la bendición extraordinaria “Urbi et orbi”, con indulgencia plenaria, desde la basílica de san Pedro, en Roma, 27 de marzo de 2020).

 

1. El Santo Padre, el Papa Francisco, ha realizado su pascua.

La alegría de celebrar la resurrección de Jesús nos ayudó a mitigar nuestra tristeza ante el fallecimiento del Papa Francisco. Sabemos que él ha terminado su peregrinación en este mundo, puesto que ha alcanzado la meta de su esperanza. Fue sepultado en la Basílica de Santa María la Mayor, de la que fue tan devoto y visitaba con cierta frecuencia. Él manifestó con mucho anticipo, que quería ser sepultado en ese lugar, y no en el Vaticano. Nosotros, de la mano de María, hemos de continuar nuestra peregrinación sin perder nunca la esperanza de llegar a donde él ha llegado. La esperanza cristiana no se ha de poner en las realidades temporales, sino en la vida eterna junto al resucitado.

En este domingo terminamos la octava de la Pascua y celebramos al Señor de la Misericordia. La auténtica devoción a Jesús Misericordioso nos hace mirar a nuestros hermanos que están necesitados de nuestra misericordia. Ellos son todos aquellos que señalaba el Papa como los “descartados” de este mundo: los migrantes, los pobres, los ancianos abandonados, los enfermos, los que viven en medio de las guerras, y todos los que la gente “buena” juzga y se cree con derecho a condenar. El mundo está necesitado de la misericordia, que brota del corazón de Jesús, para que la llevemos a todos sin excepción.

Oremos por los Cardenales que se reunirán en cónclave para elegir al nuevo pontífice, pero confiemos en la acción del Espíritu Santo que nunca abandona a la Iglesia. No hagamos caso de los medios y las redes sociales que nos confunden nombrando a los que ellos consideran “posibles candidatos al pontificado”. Dios ya conoce al elegido, y que ha sido escogido por él mismo desde ya. Hagamos caso a Jesús que nos dice: “No pierdan la paz” (Jn 14, 1), la obra es de Dios, que también nos dice: “Yo mismo apacentaré a mis ovejas” (Ez 34, 15).

El Papa Francisco fue un gran profeta para todo el mundo y para la misma Iglesia, y no se detuvo para corregir con valor y con amor a los mismos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas. En sus encíclicas, tanto como en sus discursos, nos ha dejado un gran legado, que hemos de profundizar, para trabajar por la fraternidad, por la paz y por el cuidado de la Casa Común. Es necesario continuar con su primer mensaje como Sumo Pontífice, cuando nos dijo: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, y no lo dijo sólo para los ministros de la Iglesia, sino para todos y cada uno de los bautizados, que somos miembros de la Iglesia.

 

2. Nuestra Pascua

Cristo es el árbol de la vida. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantamos en la noche de la Vigilia Pascual el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras. Por eso, san Pablo pudo escribir a los Filipenses: “Esten siempre alegres en el Señor; se los repito: estén alegres” (Flp 4, 4). El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida. Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cfr. Mt 28, 18). Por eso, seguros de ser escuchados, pedimos: Escucha, Señor, nuestra oración para que aquello que ha comenzado con los misterios pascuales nos ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad. Amén.

Hermanos: La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios “inmolado” en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena, poniéndose en el lugar de los elementos rituales de la cena de la Pascua (bajo las especies del pan y el vino). Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en “su” Pascua.

Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del “aleluya”. Cantémoslo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida simple, humilde, y fecundo de buenas obras. ¡Resucitó de veras mi esperanza! Vengan a Galilea, el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías de este mundo. Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.

 

3. La sinodalidad en nuestra vida diaria.

Hermanos: El Papa Francisco nos estuvo llamando a la Iglesia a redescubrir su naturaleza profundamente sinodal. Este redescubrimiento de las raíces sinodales de la Iglesia implica un proceso de aprender juntos, humildemente, cómo Dios nos llama a ser Iglesia en este nuevo milenio. Es muy importante que este proceso de escucharnos ocurra en un entorno espiritual que apoye la apertura tanto para compartir como para escuchar. De esta manera, nuestro camino de escucha mutua puede ser una auténtica experiencia de discernimiento de la voz del Espíritu Santo. El discernimiento auténtico es posible cuando hay tiempo para una reflexión profunda y un espíritu de confianza mutua, fe común y un propósito compartido.

El Concilio Vaticano II revitalizó el sentido de que todos los bautizados, tanto la jerarquía como los laicos, estamos llamados a ser participantes activos en la misión salvífica de la Iglesia (cfr. LG 32-33). Los feligreses han recibido el Espíritu Santo en el Bautismo y la Confirmación y están dotados de diversos dones y carismas para la renovación y edificación de la Iglesia, como miembros del Cuerpo de Cristo.

Así, la autoridad docente del Papa y de los obispos dialoga con la voz viva del Pueblo de Dios. Por lo tanto, el camino de la sinodalidad busca tomar decisiones pastorales que reflejen lo más fielmente posible la voluntad Divina, basándolas en la voz viva del Pueblo de Dios, expresando la realidad de la fe sobre la base de la experiencia vivida.

De esto hemos tenido algunas experiencias diocesanas. Ahora esperamos que casi todas las parroquias y rectorías de nuestra arquidiócesis se conviertan a la sinodalidad. Nos sentimos escuchados y altamente participativos en el caminar pastoral. Alcemos nuestra voz cantando el “aleluya” de la Pascua con el corazón agradecido por nuestras experiencias de sinodalidad: compartimos y escuchamos.

El Espíritu de Dios, que ilumina y vivifica este “caminar juntos” de la Iglesia, es el mismo que actúa en la misión de Jesús y es prometido a los apóstoles y a las generaciones de los discípulos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.

El Espíritu Santo, según la promesa del Señor, no se limita a confirmar la continuidad del Evangelio de Jesús, sino que ilumina las profundidades siempre nuevas de su Revelación e inspira las decisiones necesarias para sostener el camino de la Iglesia. Por eso es oportuno que nuestro camino de construcción de una Iglesia sinodal en Yucatán se inspire en una imagen de la Escritura que aparece como una constante del modo en que Jesús se revela a lo largo de todo el Evangelio, anunciando la llegada del Reino de Dios.

Entre los que siguieron a Jesús destaca la figura de los apóstoles que Él mismo llama desde el comienzo. La elección de los apóstoles no fue el privilegio de una posición exclusiva sino la gracia de un ministerio inclusivo de bendición y de comunión. Gracias al don del Espíritu del Señor resucitado, ellos custodiaron el lugar que ocupa Jesús, sin sustituirlo, para que sea más fácil encontrarlo.

Así pues, la sinodalidad denota el estilo particular que califica la vida y misión de la Iglesia, expresando su naturaleza de Pueblo de Dios que camina y se reúne en asamblea, convocado por el Señor Jesús en el poder del Espíritu Santo para anunciar el Evangelio.

La sinodalidad debe expresarse en el modo ordinario de vida y de trabajo de la Iglesia. En este sentido, la sinodalidad permite a todo el Pueblo de Dios caminar juntos, escuchando al Espíritu Santo y la Palabra de Dios, para participar de la misión de la Iglesia en la comunión que Cristo establece entre nosotros. En definitiva, este “caminar juntos” es la forma más eficaz de manifestar y poner en práctica la naturaleza de la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino y misionero.

 

4. Año Santo de la Esperanza.

Hermanos: Hay que dar lugar a la esperanza porque estamos llamados a ser “faros de esperanza”. Al inicio de este Año Jubilar, se nos invitó a mirar a Cristo como el ancla segura e inquebrantable en la que no se confunde nuestra esperanza, sino que nos impulsa a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la que estamos llamados, que es el Cielo (cfr. Papa Francisco, Spes non confundit, Bula de convocación del jubileo ordinario del año 2025. n. 18). Este arraigo en Cristo, que se traduce en un dócil abandono a las mociones del Espíritu Santo, es un proceso cuyo resultado está lejos de ser seguro.

Debemos vernos como discípulos de Jesús, deseosos de aprender de su estilo de vida las actitudes que son esenciales si queremos caminar juntos hacia una vida nueva y eterna. Al comenzar su ministerio de salvación desde las aguas de nuestra frágil humanidad, Jesús quiso hacer de la compasión la piedra angular de una humanidad radicalmente nueva. No se trata de sentirse bien (o incluso mejor que los demás), sino de la alegría de descubrir que Dios puede satisfacer verdaderamente las necesidades de todos cuando sus hijos elegimos el camino de la solidaridad y la lógica de la compasión.

Estamos llamados a permanecer anclados en Cristo, seguros de encontrar en Él un punto de referencia sólido y seguro para nuestra vida. El signo concreto de nuestra adhesión a esta esperanza es la vivencia del Año Santo, un gesto que nos invita a entrar cada vez más profundamente en el misterio de la vida de Cristo (Ibid. n. 3).

Hermanos, el Año Santo que estamos viviendo, está caracterizado por la esperanza que nunca se extingue. Esta esperanza no solo está dirigida a la vida personal de cada creyente, sino que se extiende a la sociedad en su conjunto, a las relaciones interpersonales y a la promoción de la dignidad de cada persona. Que nos ayude a recuperar la confianza necesaria —tanto en la Iglesia como en la sociedad— en los vínculos interpersonales, en la promoción de la dignidad de toda persona y en el respeto de la creación.

El lema del Jubileo, “Peregrinos de esperanza”, evoca el largo viaje del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, narrado en el libro del Éxodo; el difícil camino desde la esclavitud a la libertad, querido y guiado por el Señor, que ama a su pueblo y siempre le permanece fiel.

No podemos recordar el éxodo bíblico sin pensar en tantos hermanos y hermanas que hoy huyen de situaciones de miseria y de violencia, buscando una vida mejor para ellos y sus seres queridos. Entonces, cada uno puede preguntarse: ¿cómo me dejo interpelar por esta condición? ¿Estoy realmente en camino o un poco paralizado, estático, con miedo y falto de esperanza; o satisfecho en mi zona de confort? ¿Busco caminos de liberación de las situaciones de pecado y falta de dignidad?

Sería un buen ejercicio confrontarse con la realidad concreta de algún inmigrante o peregrino, dejando que nos interpele, para descubrir lo que Dios nos pide, para ser mejores caminantes hacia la casa del Padre. Este es un buen “examen” para celebrar la Pascua del Señor.

Hermanos todos en Cristo Resucitado: con la profunda alegría de la Pascua del Señor, dejémonos atraer por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor» (Sal 27, 14).

Que la fuerza de la virtud de la esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los siglos futuros. Amén.

Dado en la Arquidiócesis de Yucatán el Domingo de la Misericordia, 27 de abril del Año Jubilar de 2025.

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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