HOMILÍA
XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Ex 22, 20-26; 1 Tes 1, 5-10; Mt 22, 34-40.
“Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu Prójimo” (Mt 22, 37. 39).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ ts’o’ok ka’ach beetik u kermes Seminario, chen tu meen yaan pandemia ma’ úuchi’. Kex beyo’ yaan u máansa’aj televisión yéetel te face Seminario u ti’al káantik le u najil le xo’oka’. Le yáax xook yéetel Ma’alob Péektsilo’ ku ya’alik to’one u almaj t’aanil yaakunaj. Yeetel le ka’a p’eel xooka ku ya’alik to’on bix úuchik u nùukiko’ob le tesalonicenses ti le Ma’alo’ob Pèektsilo’, kaj p’àato’ob tse’ektiko’ob.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo trigésimo del Tiempo Ordinario.
En primer lugar, me dirijo a todos lo médicos, ya que el pasado viernes 23 de octubre, fue Día del Médico, y en esta ocasión su celebración la vivieron en medio de un intenso servicio a sus hermanos. Ojalá que puedan gozar del amor de Dios y que Él los fortalezca en su entrega generosa. Mi felicitación para todos y cada uno de ustedes, mi admiración y respeto por tan hermosa y necesaria vocación.
Desde ayer sábado por la noche, y también hoy domingo desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, se está llevando a cabo el “Seminariotón”, evento que suple a la tradicional Kermés del Seminario de Yucatán. Espero que muchos de ustedes puedan seguir esta transmisión por televisión o por la página web del Seminario, y que muchos puedan colaborar con esta casa de formación.
Hoy la Palabra de Dios nos lleva al meollo de los deberes de un creyente. Generalmente cuando se piensa en un deber, se piensa en algo impuesto, algo que debo hacer, aunque no me agrade, aunque no lo disfrute. Detrás de este pensamiento está la filosofía kantiana del “deber por el deber”. Hay algunos que, por su carácter, disfrutan de un reglamento estricto y, si son hombres, eso les da oportunidad de demostrar su machismo; si son mujeres, algunas también pueden disfrutar el demostrar que soportan tanto como los hombres o más. Así es como muchos piensan de la religión, como aquello que me prohíbe cosas y que me coarta mi libertad de hacer lo que yo quiera.
Pero la palabra “religión” viene del verbo latino “religare”, que significa “religar” o “unir”; es la relación de amor entre dos personas que se aman y disfrutan de compartir la vida. Es algo semejante al goce de una amistad o de un enamoramiento permanente. La verdadera religión es cuestión de amor, y quien ama y es amado no sufre al amar, sino que al contrario, todo lo que hace por el amado le trae alegría y gozo indescifrable, indescriptible.
En el evangelio de hoy un fariseo, doctor de la ley, en nombre de los fariseos, le pone una prueba a Jesús. Aparte de los fariseos, existía la secta de los saduceos, y éstos habían fracasado en su intento de envolver a Jesús en una prueba. Por eso ahora los fariseos van a la carga, y la pregunta que le hace el doctor de la ley es esta: “¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?” Jesús responde sin titubear que el mandamiento más grande de la ley es “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22, 36-37). Muchos podrían responder a la ligera que sí aman a Dios, pero tantas veces el amor a nosotros mismos o a alguna persona nos esclaviza, y no nos deja libertad para amar de verdad a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.
Esta forma de amar a Dios nos pudiera parecer demasiado y que no nos dejaría ningún espacio para amar a nuestros seres queridos, padres, hijos, pareja, hermanos, amigos. Sin embargo, un amor a Dios tan grande, como nos manda la ley de Dios, nos garantiza todos los demás amores porque los envuelve y los hace perfectos. Cuántas graves ofensas y heridas les causamos a las personas por las que sentimos amor, y esto es porque nuestro amor a ellos es imperfecto, ya que sólo amándolos en Dios y poniendo a Dios en primer lugar, podremos asegurar un amor de verdadera calidad a nuestros cercanos.
Jesús complementa su respuesta añadiendo el segundo mandamiento en importancia, y este es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). El primer mandamiento y el segundo son inseparables y no se pueden guardar el uno sin el otro. Tenemos la tendencia a creer que el “prójimo” es aquella persona que ya tengo en el corazón, o en todo caso, las personas que están físicamente más próximas a mí. Ese no es el concepto espiritual del “prójimo”. Amar al prójimo como a nosotros mismos significa reconocer que todos los seres humanos son hijos de Dios, y que por lo tanto, son mis hermanos y merecen todo mi respeto y amor porque llevan en sí la imagen del Dios que los creó.
Pero vayamos más allá en la auténtica espiritualidad cristiana, para no pensar en todos los demás de manera genérica como mis prójimos. Más bien preguntémonos que tanto soy prójimo de mis hermanos. Hay muchos que, aunque vivan bajo el mismo techo, cada uno anda en su mundo sin interesarse en absoluto en ser prójimo de su esposa, de su esposo, aun durmiendo juntos. Para ser verdaderamente prójimos de la propia pareja es importante la cercanía del corazón, de quien se interesa por conocer y respetar sin juzgar los sentimientos de su cónyuge. Si los cónyuges fueran más cercanos al corazón de su pareja, no tanto en forma melosa, con flores y chocolates, sino en compartir su diario sentir, se darían cuenta de que cada día pueden conocer más y más a la persona que tienen a tu lado. No necesitas cenas caras, regalos caros o viajes para tener contento o contenta a tu cónyuge, lo que más necesitas es la cercanía del corazón.
Algo semejante debe pasar con tus hijos, en relación con tus hermanos o incluso entre amigos. Qué importante es entre los novios crecer en esta comunicación de sentimientos, más que en cercanía física o en ahorros para el futuro: no hay como adiestrarse en la dinámica del diálogo haciéndote prójimo de esa persona que amas; y esa dinámica llevarla a toda la vida matrimonial, pues las personas nunca terminan de conocerse.
La primera lectura nos presenta a otros prójimos, o más bien personas que nos necesitan aproximados a su dolor. Es la ley del Éxodo la que formaba al naciente pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, a Israel. Ahí se habla del buen comportamiento que los hijos de Israel debían tener con la viuda, el huérfano y el migrante. Esas son las categorías principales de gente desfavorecida y que necesitaba de que otros se volvieran prójimos suyos. Usé a propósito el término de “migrante”, porque seguramente la palabra “forastero” no nos dice mucho. También el pasaje nos habla en contra de la usura y de cualquier forma de abuso de los pobres.
Jesús dará luego un paso adelante cuando se identifique con todas las personas más desfavorecidas: los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los enfermos, los presos y los migrantes; de modo que ser prójimo de cualquiera de estas personas significa ser prójimo de Cristo, y alejarnos de todos ellos significa alejarnos de Cristo.
En el amor de Dios encontramos fuerza para poner en práctica todos estos amores, porque se trata de un amor recíproco; y si nos dejamos amar por Dios, ese amor nos fortalecerá para aproximarnos a los hermanos, con generosidad y alegría en el Señor.
La segunda lectura está tomada de la Primera Carta de san Pablo a los Tesalonicenses, y nos muestra la felicitación del Apóstol hacia aquellos cristianos por la buena forma en que acogieron la Buena Nueva, al grado de convertirse en sus transmisores. ¡Convirtámonos en transmisores del Evangelio!
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán