Homilía Arzobispo de Yucatán – XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA
XXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Ex 32, 7-11. 13-14; 1 Tim 1, 12-17; Lc 15, 1-32.

“Así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arreptiente” (Lc 15, 10).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ u T’aanil Yuumtsile’, ku ya’alik to’on yo’olaj le ki’imak óolal yaan te’ ka’ano’, yo’olaj u laakal le maaxo’ob k’eebano’ ku k’exkuba’ob. Ke’exi’ le u k’iinbejsa’a u k’iinil “independencia México” Ku bisko’on u ti’al ka’a yanak chúuka’an óolal mexicanos: yeetel maalo’ob meyaj, maalo’ob a biskaba’, yeetel áantik puktsi’ik’al tu láakal óotsilo’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo vigésimo cuarto del Tiempo Ordinario.

El pasaje del texto evangélico según san Lucas que hoy escuchamos, nos muestra otra de las características de este evangelio, que es el subrayar la inmensa misericordia de Dios, como la Buena Nueva que Cristo nos vino a revelar. Todo el capítulo 15 de san Lucas está dedicado a la narración de tres parábolas con las que Jesús explicaba la misericordia: la “Parábola de la Oveja Perdida”, la “Parábola de la Moneda Perdida”, y la “Parábola del Hijo Pródigo”.

Hoy escucharemos todo el capítulo 15, aunque en versión corta es posible escuchar sólo las primeras dos parábolas, y tal vez algunos sacerdotes que tengan que celebrar varias misas en comunidades distantes, escojan la forma breve. Les recomiendo que lean o relean la parábola del Hijo Pródigo que tantas enseñanzas nos deja.

La ocasión para que Jesús narre estas “Parábolas de la Misericordia” es el momento en que se sabe criticado por los escribas y fariseos, quienes al ver que se acercaban los publicanos y pecadores a escucharlo, comentaban: “Este recibe a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 2). La convicción de los escribas y fariseos era que, convivir con esas personas, los ensuciaba y contaminaba espiritualmente y que su deber era mantenerse alejados de todos los pecadores. En cambio, Jesús no se reúne con los pecadores para pecar, sino para perdonarles y mostrarles que otra forma de vivir es posible, sobre todo enseñándoles que Dios es amor y misericordia.

El hijo menor de la parábola, quien se alejó de su padre para ir a despilfarrar toda su herencia, que luego regresa arrepentido y avergonzado a la casa paterna, se parece a los pecadores que con humildad reconocen sus errores y quieren regresar a la casa de nuestro Padre Dios. El hijo mayor de la parábola, que no quería festejar con su padre el regreso de su hermano, se asemeja a los escribas y fariseos de aquel tiempo, pero también a toda la gente de hoy en día, que es implacable para juzgar al que yerra, que no espera ni goza el cambio de vida de la gente que cometió un error o que vivió una época de pecado.

La constante de las tres parábolas es la alegría. El gozo del pastor que encontró a la oveja que se le había extraviado, que reúne a sus amigos y vecinos diciéndoles: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido” (Lc 15, 6). La alegría de la mujer que encontró una moneda de plata que se le había perdido, la cual reúne a sus amigas y vecinas para decirles: “Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido” (Lc 15, 9). La dicha del padre que recupera a su hijo pródigo, quien le dice a sus criados: “Comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 23-24); y que cuando la fiesta ya ha comenzado y se da cuenta que su hijo mayor está enojado y no quiere entrar a festejar, sale a decirle: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 32).

Se trata pues, de la alegría de Dios, del gozo de los ángeles y los santos en el cielo por un pecador que se arrepiente. Al respecto ¿tú que haces? ¿Te alegras cuando tienes un buen chisme, algo malo que hablar de un prójimo tuyo? ¿Juzgas al que, según tú, ha cometido una gran falta en su vida? ¿O quizá te alegras con Dios, con la alegría de Dios, por un hermano tuyo que se acerca a Él?

La primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, presenta a un Dios muy distinto al del Evangelio, pues es un Dios lleno de coraje por los pecados de su pueblo, el cual está dispuesto a castigarlos, aniquilándolos. Un Dios que tiene que ser aplacado por los buenos consejos de Moisés, que les recuerda las promesas hechas a los patriarcas. Finalmente, Dios perdona a su pueblo y se muestra misericordioso, gracias a la intercesión de Moisés.

Aquel Dios es el mismo Padre de Jesús que en el Evangelio es presentado como un Padre misericordioso. No es que Dios haya cambiado, sino que el hombre ha evolucionado para entender mejor su actuar, y es que, además, la plenitud de la revelación nos ha sido traída por el Señor Jesús, imagen visible de Dios invisible (cfr. Col 1, 15).

Es una prueba más de que no podemos darle el mismo valor a un pasaje del Antiguo Testamento, sobre uno del Nuevo Testamento. En la Sagrada Escritura pues, se puede percibir una evolución del creyente en su manera de captar el ser y el actuar de Dios.

La gran enseñanza del Libro del Éxodo es que Dios, con sabia pedagogía, hizo reaccionar a Moisés para que despertara y se mostrara como el buen pastor que estaba llamado a ser, como el gran intercesor por su pueblo, que anunciaba al único intercesor que nos atrajo con su vida, muerte y resurrección, todo el amor y misericordia de Dios su Padre.

El Apóstol san Pablo, en la segunda lectura, tomada de su Primera Carta escrita a Timoteo, le hace ver el efecto de la misericordia de Dios sobre su vida, que lo llevó de ser un incrédulo que por ignorancia perseguía a la Iglesia, al gran apóstol que nosotros conocemos. El juicio de los hombres simplemente condena, mas la misericordia de Dios perdona y eleva, como elevó a san Pablo, y como nos quiere elevar a cada uno de nosotros.

Dice san Pablo que Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y añade: “de los cuales yo soy el primero” (1 Tim 1, 15). Fijémonos que no dice: “fui el primero”, sino “soy”. Con cuánta sencillez y seguridad afirma que es un pecador, siendo que ya era el gran apóstol que nos describen los Hechos de los Apóstoles y las mismas cartas paulinas. En contraste, con cuánta soberbia encontramos gente afirmando que no tiene pecados. El reconocimiento humilde de ser pecador es lo único que me mueve a permanecer siempre agradecido por el amor y misericordia de Dios nuestro Señor, como dones gratuitos suyos e inmerecidos por mi parte. Ese reconocimiento es también el motor para seguir trabajando en nuestra santificación.

Estamos en el mes de la Patria, y dentro de unos días vamos a celebrar con júbilo la fiesta de la Independencia. Ojalá que todos podamos entusiasmarnos con la alegría de Dios que describen las lecturas de hoy, la alegría de nuestra propia conversión.

Ojalá que nos convirtamos en auténticos patriotas: un buen patriota es el que hoy construye la paz día a día con su forma de tratar a los demás; un buen patriota es el que se esfuerza por cooperar con el cuidado de la ‘Casa Común’ (nuestro planeta); un buen patriota es el que no admite la corrupción ni las trampas; un buen patriota es el que sabe tratar con respeto a todos por igual reconociendo su dignidad humana; un buen patriota es el que ayuda a sus hermanos en desgracia y que llama hermanos también a los migrantes; un buen patriota es el que procede con justicia en todas sus relaciones interpersonales; un buen patriota es el que trabaja honestamente para su sustento y el de los suyos; un buen patriota es el que ama y protege a su familia. Que nuestra fe en Cristo nos convierta en auténticos patriotas.

Que tengan todos una feliz semana y un gran festejo de las Fiestas Patrias. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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