II Domingo de Pascua
De la Divina Misericordia
Ciclo C
Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-11. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-31.
“Señor mío y Dios mío”. (Jn 20, 28)
Muy queridos hermanos y hermanas, hemos vivido la Octava de Pascua, y estamos ya en el último de estos ocho días que la Iglesia celebra con más solemnidad. El tiempo litúrgico de la Pascua del Señor es una fiesta que continuará hasta completar cincuenta días. Hoy leemos este pasaje evangélico tan hermoso, del encuentro del Resucitado con sus apóstoles, pero tenemos antes el texto del testimonio del apóstol san Juan quien desterrado en la isla de Patmos, tiene una contemplación del Resucitado, el cual le revela todo lo que está contenido en el libro del Apocalipsis. Fijémonos bien en lo que dice el apóstol y evangelista san Juan: “Caí en éxtasis en un domingo” (Ap 1, 10). Ahí notamos que desde entonces, en tiempo de los primeros cristianos, ya se había cambiado el nombre del primer día de la semana. En algunos países se sigue llamando el “Día del Sol” (el Sunday, el Sonntag); pero nosotros sabemos que el primer día de la semana es el “Día del Señor”, el Dies Domini, el Domingo, el día en que Jesús resucitó de entre los muertos.
Ese mismo día el Señor se apareció a varias personas, primero en la mañana temprano a las mujeres, después a Pedro, después a dos de los discípulos que ya se retiraban a su pueblo Emaús. Finalmente por la noche, se apareció a todos los apóstoles reunidos y al encontrarse con ellos les dijo lo que en este domingo leemos: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 19b).
Jesús tendría muchos motivos que reprocharle a sus apóstoles: su cobardía, las negaciones de Pedro, el que lo hayan abandonado… Y sin embargo viene a ellos y les ofrece paz. Es el Señor de la misericordia. Hoy celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, donde Jesucristo se muestra misericordioso, después de resucitar, y trata a los apóstoles con mucha condescendencia; dándoles la paz que tanto necesitaban porque estaban tristes a causa de la pasión y muerte de su Maestro, y también porque estaban compungidos luego de haberlo traicionado.
Pero el Señor no vino a reprochar absolutamente nada, sino que vino a ofrecer la paz y a convertirnos en ministros de la paz. Así sopló sobre los apóstoles realizando un acto simbólico. Recordemos como el Creador sopló su aliento, su ruah, su Espíritu; en la nariz de aquel hombre hecho de lodo, para formar a nuestro padre Adán, para convertirlo en imagen y semejanza suya (Gn 2, 7). Y ahora el Resucitado, para la obra de la re-creación, sopla sobre los discípulos y les dice: “La paz sea con ustedes… como el Padre me ha enviado, así los envío yo… Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Jn 20, 21-23).
El sacerdote es ministro de la paz de Jesús, particularmente en el sacramento de la Confesión; porque no hay mayor paz que saber con claridad y certeza que Dios mismo nos ha perdonado. El sacerdote debe ser ministro de la misericordia y debe actuar misericordiosamente ofreciéndo la paz a todos los que se acerquen tristes por cargar sus pecados y las consecuencias de los mismos.
Es el Señor resucitado el que trae esa paz. Faltaba Tomás cuando vino Jesús, y al contarle sus compañeros la experiencia de haber convivido con el Resucitado, él no les creyó a pesar del testimonio de los once. Él dijo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 25b). Esto nos da idea de la convicción que tenían los apóstoles de la muerte del Señor; una muerte cierta, no aparente. Al grado que Tomás no quiso creer mientras no pudiera comprobar.
Ocho días después fue otra vez domingo, otra vez día del Señor. Ahí vemos un símbolo, un significado; porque de hecho nosotros nos reunimos cada ocho días siempre en el día del Señor, en el domingo, para celebrar su muerte y resurrección. Ocho días después, el Resucitado volvió a aparecerse y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos, acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree.” Entonces tomás humillado contestó: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 27-28).
Jesús reprochó a Tomás su incredulidad: “Tú crees porque me has visto, dichosos los que creen sin haber visto”. Pero, ¿Qué es lo que creyó Tomás? ¿Creyó en la resurrección? Eso no era objeto de fe porque ya lo estaba viendo resucitado. La fe de Tomás no estaba en lo que veía, sino en lo que no veía; y pasó de ver sólo a un resucitado, como vio antes a Lázaro o como vio antes a las personas que Cristo revivió. La verdadera fe de Tomás estuvo en el reconocer que el Resucitado era su Señor y su Dios.
Hermanos, ¿Cómo está nuestra fe? ¿Le creemos a la Iglesia? ¿Le creemos a nuestros heramanos? Dichosos los que sin haber visto creen. Nosotros hemos creído desde niños por la predicación de nuestros padres, de nuestra abuela, de nuestras tías, de nuestros catequistas. Dichosos nosotros si realmente creemos y si celebramos con gozo cada Eucaristía; si asistimos no para cumplir un precepto, sino para participar con amor y gozo celebrando cada semana al Resucitado. Quien comprende el valor de la Eucaristía, hará lo posible y lo imposible por asisitir, no solamente a la del domingo, sino aún entre semena siempre que pueda.
Por otro lado, la lectura de los Hechos de los Apóstoles nos describe como iba creciendo la primera comunidad cristiana y cómo los Doce tenían esos dones del Señor, ese poder de hacer milagros para atraer y convencer, para respaldar la palabra que ellos predicaban (cfr. Hch 5, 12). Pidámosle al Señor que nuestra Iglesia se siga fortaleciendo en estos tiempos que tanto necesitan de la fe y del Resucitado. Mucho podemos hacer nosotros, los bautizados, para ayudar a que otros crean, para que los que se han enfriado vuelvan a tener el calor del amor a Dios y al prójimo. Pidámosle a Jesucristo que traiga el calor de la fe y de la caridad a todos los corazones. Que nuestra Iglesia crezca sobre todo, en beneficio de tantos hombres y mujeres que van por el mundo sin encontrarle sentido a la existencia, pues en el Resucitado todo tiene sentido. ¡Alabado sea Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán