HOMILÍA
XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Ecl 1, 2; 2, 21-23; Col 3, 1-5. 9-11; Lc 12, 13-21.
“Eviten toda clase de avaricia” (Lc 12, 15).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ ti u Ma’alob Péektsil Yuumtsile’, ku kansik ti to’on tu yo’olaj u k’eebanil le ts’u’utilo’. Le je’ela’ ku beetik u yaantal u láak’ k’eebano’ob je’e bix le ookolobo’. Le evangelio taan u t’aniko’on u tia’al ek- k’eex ek tuukulo’ob, utia’al ka ek náajalt u ayik’alil ka’an. Bey xan le jalacho’obo’ k’a’abet u beetiko’ob u meyajo’ob p’i’is óolal.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo octavo del Tiempo Ordinario.
La primera lectura de hoy, tomada del libro del Eclesiastés llamado también Qohélet, puede dejarnos un sabor un tanto pesimista con su frase: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2). El pensamiento del mundo nos invita a ser entusiastas, a buscar el éxito y la perfección en todo lo que hacemos, sin embargo, esta palabra pareciera querer desanimarnos.
Hoy en día son todo un arte las charlas motivacionales que se dan en muchas empresas, que quieren mover a que los trabajadores den lo mejor de sí mismos tanto en el desempeño de su trabajo como en su atención al cliente. Hay oradores que realmente mueven y conmueven a quienes los escuchan hablar con tanto optimismo en la búsqueda del éxito. Tales oradores suelen cobrar altas tarifas por unas horas de motivación. También nos hemos dado cuenta de que, algunos de estos motivadores no muestran tanta congruencia en su vida personal, incluso de algunos casos en que llegan a perder el sentido de la vida y atentan contra ella.
Como hombres y mujeres de fe, esta afirmación del Qohélet va más en la línea de no absolutizar las cosas de este mundo, pues son pasajeras y no sabemos cuándo ni a quién las vamos a dejar. En palabras del texto se dice: “Hay quien se agota trabajando… y tiene que dejárselo todo a otro que no lo trabajó” (Ecl 2, 21). También el Salmo 89 que hoy proclamamos, nos invita a darnos cuenta de la caducidad de esta vida al decirnos: “Nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca”.
Aunque nuestra vida continúe un poco más de tiempo, lo que tengo hoy puedo no tenerlo mañana; esto podríamos entenderlo como una invitación para gozar la vida hoy, sin dejar todo lo que es relaciones interpersonales, familia, amistad, diversión, descanso y vacación para después. Por supuesto que esto no es una invitación a dejar de trabajar o de proponernos metas, sino más bien a relativizar todo, sin poner en ello todo nuestro corazón, sabiendo que las cosas pueden ser efímeras: hoy tenemos mucho y mañana no tendremos nada, pero no por eso vamos a perder la paz.
En el santo evangelio de hoy, Jesús se incomoda porque un hombre, en medio de una multitud, le pide a Jesús que intervenga para que su hermano comparta con él la herencia que sus padres le dejaron. Seguramente quien se quedó con la herencia era el hermano mayor, que en Israel tenía todas las prerrogativas o privilegios. Este tema es clásico motivo por el cual se dividen las familias hasta el día de hoy.
Ojalá nos quedara claro a todos que no hay mayor riqueza que la unidad de la familia, por lo que ninguna cantidad de dinero puede suplir el abrazo de un hermano, ni la convivencia con un sobrino. Que se pierda lo que se deba perder, pero que todos ganemos en la unidad familiar. En todo caso, no es adecuado querer meter a Dios en asuntos de justicia humana, que para eso están los jueces.
No faltemos el respeto al Señor queriendo que esté con mi equipo preferido de futbol o en otros asuntos banales. Dios no es árbitro de juegos ni juez en temas de herencias, pero Él espera de nosotros que procedamos con justicia, que no seamos los injustos, que no nos amarguemos por las injusticias que nos cometan y que pongamos los valores superiores por encima del dinero y otros bienes materiales.
Jesús continúa en el evangelio de hoy invitándonos a evitar toda clase de avaricia, a hacernos ricos de lo que vale ante Dios, teniendo presente que en cualquier momento el Señor nos puede llamar a su presencia. La avaricia destruye familias y amistades, pero a nivel de política, puede incluso conducir a guerras como las que ahora se han desencadenado, tanto como a graves injusticias con las naciones más necesitadas.
Hace unos días, como presidente de la Cáritas Latinoamericana y del Caribe, acompañado de quienes coordinan esta gran institución de la Iglesia, estuvimos en Washington sosteniendo algunas conversaciones con congresistas y funcionarios del Gobierno de los Estados Unidos, con los cuales pudimos compartir información y realidades de las Cáritas de la región, tanto como conocer mejor este momento tan particular de reestructuración de la cooperación externa que está diseñando la nueva administración. Esto es sólo un ejemplo de una política, que daña la gran cooperación que se ha tenido por muchos años con la Cáritas y con otros organismos de ayuda.
Aunque de ordinario la segunda lectura no se relaciona con el tema del Evangelio y de la primera lectura, en este domingo sí tenemos una gran coincidencia, cuando san Pablo dice a los colosenses, al mismo tiempo que Dios nos dice hoy a nosotros: “Puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra” (Col 3, 1-2).
San Pablo invita también a “dar muerte” a todo lo malo que haya en nosotros: la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos y la avaricia, pero resaltando además que la avaricia es una forma de idolatría (cfr. Col 3, 5). Recordemos que, en una de las tentaciones del desierto, el diablo lleva a Jesús a un monte muy alto y le muestra todas las riquezas del mundo, diciéndole: “Todo esto te daré si te postras y me adoras” (Mt 4, 9; Lc 4, 6). También se puede idolatrar a una persona, además de que existen otras formas de idolatría, siendo la mayor y más común de todas, la avaricia, que nos lleva a perder la fe, a perder a las personas y todos nuestros valores, por anteponer nuestro amor al dinero.
El pasado jueves 31 de julio, en la fiesta de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, celebramos también los primeros cien años del regreso de los padres Jesuitas a nuestra Arquidiócesis. Ojalá que con su espiritualidad nos sigan motivando a través de su evangelización, a un discernimiento encarnado y comprometido con nuestros hermanos, con la paz, con el cuidado de la Casa Común, junto con todo lo que conduzca al bien común. Esto es más cristiano que una religiosidad individualista que lleva a evadir estas responsabilidades, de las cuales el Señor nos pedirá cuentas.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán