HOMILÍA
XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
DOMINGO MUNDIAL DE LAS MISIONES (DOMUND)
Ciclo A
Is 45, 1. 4-6; 1 Tes 1, 1-5; Mt 22, 15-21.
“Den, pues al César lo que es del César,
y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’iinbesik DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones). Ko’one’ex payalchi ti’ tu láakal le máaxo’ob ku bino’ob táanxe’ lu’umil u ti’al tse’eto u T’aan Yuumtsil, yéetel xane’ ko’one’ex k’a’asik le misión k’aabet betik u laaklo’on.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo XXIX del Tiempo Ordinario, cuando celebramos el DOMUND, el Domingo Mundial de las Misiones.
Hoy tenemos en nuestra oración, muy especialmente, a todos los sacerdotes, religiosas y laicos que han salido de su patria para ir a otros pueblos, quizá muy lejanos, donde hay pocos cristianos, para anunciar allá la buena nueva del Señor.
También es la oportunidad de fortalecer la conciencia de que todos los bautizados, y más aún después del sacramento de la confirmación, tenemos el compromiso de anunciar la Buena Nueva dondequiera que estemos. Los laicos no tienen que desempeñar un ministerio dentro de la Iglesia, pues el lugar propio de los laicos está en las actividades del mundo. Si un laico cree ser llamado por Dios para ofrecer un servicio en su Iglesia como catequista, como parte del equipo de liturgia o en alguna labor de la pastoral social, puede platicar con su párroco para hacer un discernimiento sobre su llamado y posible misión dentro de la Iglesia.
Los laicos son, como dice el Concilio Vaticano II, hombres y mujeres de Iglesia en el corazón del mundo, hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia. Su misión es impregnar el mundo con el espíritu del Evangelio, llevando los valores del Reino de Dios a la política, a la economía, a la educación, a la cultura, a la sociedad, y a todos los espacios donde ellos se muevan. No se trata de que hablen expresamente de Cristo y de lo que la Iglesia enseña, sino de tener a Cristo y a su Iglesia en el corazón para actuar en consecuencia. A menos que alguien les pregunte sobre su fe, entonces con valor les tocará dar testimonio de su fe con sencillez, evitando siempre las polémicas. Ordinariamente, si queremos conservar la paz en un grupo, no conviene hablar de política ni de religión.
Para comprender mejor el mensaje de la primera lectura, tomada precisamente del profeta Isaías, es conveniente hablar un poco de la historia de Israel. En tiempos del hijo del Rey Salomón, el pueblo se dividió en dos reinos, y el Reino del Sur llevó el nombre de Judá, manteniendo su sede capital en Jerusalén. En el año 597 antes de Cristo, el Reino del Sur cayó en manos de los babilonios, quienes destruyeron Jerusalén y su templo, saqueando sus riquezas y llevándose cautivos a Babilonia a una gran parte de la población como esclavos, dejando solamente a los más pobres de la población. Al llegar el año 539 antes de Cristo, Ciro rey de Persia derrotó a los babilonios, y luego permitió a los judíos regresar a su patria para que reconstruyeran Jerusalén y su templo.
Este pasaje nos enseña que Dios es el Señor de la historia, y que todo cuanto acontece Dios lo manda o lo permite por razones que sólo Él sabe y que convienen a su plan de salvación. Si el rey de Babilonia, sin saberlo, le sirvió al Señor para castigar a su pueblo, ahora Ciro rey de Persia le sirve igualmente al Señor para redimir a su pueblo. Por eso el Señor le dice a Ciro: “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay Dios. Te hago poderoso, aunque tú no me conoces, para que todos sepan, de oriente a occidente, que no hay otro Dios fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro” (Is 45, 6).
Es fácil que a un gobernante de un pueblo se le suba el poder a la cabeza, pero, si es creyente, debe darse cuenta que su poder es pasajero, que es para servir, y que nadie está por encima de la autoridad de Dios, Rey eterno y todopoderoso.
Esta lectura nos prepara para captar mejor el mensaje del santo evangelio de hoy. Los fariseos quisieron ponerle una trampa a Jesús, y para eso le enviaron unos secuaces suyos del partido de Herodes, es decir, que era partidarios del rey romano, para que le hicieran a Jesús esta pregunta: “¿Es lícito o no pagar el tributo al César?” (Mt 22, 17). Si Jesús hubiera respondido que sí se debe pagar tributo al César, entonces el pueblo se le hubiera echado encima a Jesús; y si en cambio, hubiera respondido que no se debe pagar el tributo al César, entonces lo hubieran llevado ante Herodes, acusándolo de sedición y traición.
Parecía que Jesús no tenía escapatoria. Pero el Señor no respondió ni una cosa ni la otra, sino que les pidió que le mostraran una moneda de pago, y al mostrársela Jesús preguntó de quien era la efigie y la inscripción. Ellos respondieron con mucha seguridad que era del César. Fue entonces que el Señor pronunció esa sentencia tan conocida por todos diciendo: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21).
Hay muchos que han malinterpretado esta frase y algunos la utilizan a su conveniencia. Hay quienes creen que significa que los sacerdotes no deben hablar mal de los políticos y de los gobernantes, sobre todo cuando lo que dicen les afecta personalmente a ellos o a los de su partido. Démonos cuenta que cuando Jesús pronunció esta sentencia ni siquiera existía la Iglesia ni el sacerdocio como hoy existe.
Lo que sucede es que los emperadores antiguos se creían dioses y exigían que se les rindiera tributo como dioses. Por supuesto que el pueblo judío no aceptaba la divinidad del emperador, ya que profesaban la fe en un solo y único Dios verdadero. La respuesta de Jesús va en el orden de admitir que sí es lícito pagar impuestos, porque ningún gobernante pude gobernar sin fondos para hacerlo; pero de ninguna manera se le ha de dar el culto que sólo le pertenece al verdadero y único Dios.
Es un error pensar que la fe no tiene nada que ver con la política, como muchos lo creen. Nuestra fe no debe ser etérea, sino que debe aterrizarse para que nos guie en el modo de pensar y actuar en nuestra vida. Por eso el apóstol Santiago dice en su carta, que la fe sin obras está muerta (cfr. Sant 2, 14-26), y el apóstol san Pablo nos dice en la Carta a los Gálatas que lo que nos salva es la fe que actúa por la caridad (cfr. Gal 5, 6).
Nadie se asuste entonces si les digo que la fe tiene una dimensión política, pues todos los bautizados, movidos por la fe, debemos interesarnos y comprometernos por el bien común. Eso es la política en su más pura concepción: el compromiso por el bien de todos, aunque no seamos políticos de profesión y aunque no nos adhiramos a ningún partido político. Es por eso que el Papa Francisco, continuando con la enseñanza del Papa Pío XII, ha dicho en varias ocasiones que la política es la forma más alta de la caridad.
Es cierto que la ley civil en México no permite que los sacerdotes nos expresemos en materia política, pero también la Iglesia prohíbe a sus clérigos hablar de política partidista en público y mucho menos desde el púlpito. Sin embargo, es deber de los ministros de la Iglesia instruir a los católicos con las enseñanzas que emanan de nuestro Catecismo de la Iglesia, para que teniendo claros los conceptos, los bautizados se muevan en el campo político con más seguridad. Cada bautizado, desde su fe, puede escoger, con su conciencia bien formada, el partido político en el que quiera militar o por el que quiera votar, porque no existe ni existirá un partido de la Iglesia.
De ninguna manera idolatremos a ningún gobernante ni a ningún ser humano: Demos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán