Homilía Arzobispo de Yucatán – X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

HOMILÍA
X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Os 6, 3-6; Rom 4, 18-25; Mt 9, 9-13.

“Yo no he venido a llamar a los justos,
sino a los pecadores” (Mt 9, 13 ).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Mateo, ku tsikbá u vocación yéetel ki’imak óolal tumen tu t’áana’ Jesús, lelá tu bisaá u t’áanik u amigos u ti’al junp’éel nojoch janal. Bexanto’on k’aabet káasik tu láakal k’iin yéetel yaabila’ beyxan yéetel níib óolal u ki’inil tu t’aano’on Yuumtsil, ti vocación ts’o’okol bel, u tial a beete sacerdote. Ma’ u tu’ubul to’on chen máax ku Ojeltik u k’eeban je’e u bin tu pach Jesucristo.

 

Muy queridos hermanos, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo del tiempo ordinario.

San Mateo, en su evangelio de hoy, es muy escueto al narrar su vocación. Cuando a las religiosas, religiosos o a los sacerdotes, nos preguntan sobre la historia de nuestra vocación, ordinariamente se nos remueven las entrañas al recordar y narrar con emoción como fue el momento en el que descubrimos ese llamado, pues se trata de una experiencia fundamental de encuentro con el Señor y de conocimiento de su amor.

Me gusta encontrar matrimonios que, igualmente, recuerdan y narran con emoción cómo fue que se conocieron, dónde fue, quién los presentó, qué se dijeron, y cuál fue la emoción que experimentaron. Por el contrario, no me gusta encontrar sacerdotes que hablen poco de su vocación y lo describan casi como algo sin importancia o con una broma; del mismo modo, cuando un matrimonio bromea sobre los inicios de su relación, escondiendo los sentimientos de su origen, como negándolos o dando entender que todo terminó.

En todo caso siempre será posible reavivar la llama de la vocación de cada uno: matrimonial, de consagración o sacerdotal. Todas las vocaciones deben definirse por los hombres y mujeres de fe, como un llamado de Dios y una respuesta gozosa.

Lo escueto del relato de Mateo es más bien para dar su lugar a Cristo, pues lo que importa es mostrar su misericordia, así como el mensaje a los fariseos que se creían justos. De hecho, para todo nacimiento en la vocación es indispensable un sentimiento de indignidad, una convicción de no merecer aquel llamado y un reconocimiento de nuestros pecados.

Así le pasó a Mateo y le pasó a Pedro, quien les dijo a Jesús: “Señor, apártate de mí, porque soy un pecador” (Lc 5, 8). También le sucedió a Pablo, quien siempre tuvo presente y confesaba que había perseguido a la Iglesia, a todos los apóstoles, a todos los santos. Así nos debiera pasar a todos, es decir, confesarnos en todo momento como verdaderos pecadores, pues esta confesión continuada es el principio de una buena vida cristiana.

Ni Mateo, ni ningún publicano podría haber abandonado todo, simplemente porque Jesús pasó y lo invitó a seguirlo. Seguramente Mateo ya había escuchado hablar sobre Jesús o quizá incluso le habría escuchado predicar. Ya algo se movía en su corazón al saber que había perdón y lugar para él en las entrañas misericordiosas de Jesús. No se trataba de un simple paso por enfrente de él, sino de un encuentro espiritual, pues Jesús estaba pasando por su vida conquistando su corazón, como lo conquista un enamorado.

Los fariseos creían que entrar a la casa de un publicano o de cualquier pecador implicaba contaminarse, sin darse cuenta de que la contaminación la traían en su corazón al creerse puros. La alegría de Mateo por haber sido llamado se manifiesta en el banquete festivo con el que recibe a Jesús en su casa, junto con sus discípulos; pero invitando también a otros publicanos y otros que eran considerados pecadores, ya que ellos eran sus amigos a quienes amaba y con los que siempre había convivido, y ahora quería que vinieran a alimentarse del pan de vida conociendo a Jesús, dándoles la oportunidad de su conversión, de que comprendieran su vocación.

Ya la primera lectura, tomada del profeta Oseas, nos manifestaba desde el Antiguo Testamento, que el Señor quiere amor y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos, porque muchos se complacían en sus sacrificios rituales y holocaustos, olvidándose de lo que en verdad era importante.

Lo mismo el Salmo 49 que hoy proclamamos nos lleva a confesar que Dios salva al que cumple su voluntad, mientras que los sacrificios y las ofrendas no pueden suplir esta obediencia que el Señor espera de todos sus hijos. Sólo quien se sabe enfermo acude al médico, por lo que Jesús ha venido a sanar a los enfermos, al decir: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13).

Sentirnos sin pecado o creernos perfectos no es una buena base para construir una buena relación con nadie, mucho menos con Dios.

San Pablo dedica una buena parte de su Carta a los Romanos para poner como ejemplo a nuestro padre Abraham, porque fue el primer creyente, y su fe fue puesta a grandes pruebas, que él superó una a una. ¿Quién podría esperar un hijo siendo ya muy viejo, teniendo una mujer estéril? Abraham lo esperaba porque el Señor se lo había prometido.

Dice san Pablo que esta fe le fue acreditada como ‘justificación’, y esta palabra se puede traducir como ‘santidad’, pues ésta es producto de una fe inquebrantable. No se trataba de un capricho al que Abraham estuviera aferrado, sino de la fe en una revelación divina. Alguien podría creer con optimismo exagerado que va a obtener un beneficio de salud, económico o de cualquier clase, pero esto no es fe, pues la verdadera fe nos lleva a aceptar la voluntad de Dios.

Los próximos domingos continuaremos escuchando, en esta Carta a los Romanos, cómo san Pablo nos instruye en que, la fe en Jesús muerto y resucitado, nos trae la salvación de manera gratuita. Nadie se salva porque lo merezca, sino porque, creyendo, ofrece toda su existencia en el seguimiento de esa fe. No es el cumplimiento de la ley de Moisés lo que trae la salvación, como muchos lo pensaban, sino creer en Jesús, con una fe que actúa por la caridad (cf. Gal 5,6).

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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