Homilía Arzobispo de Yucatán – XXXII Domingo Ordinario Ciclo C

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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo C

2 Mac 7, 1-2. 9-14; 2 Tes 2, 16-3, 5; Lc 20, 27-38.

“Para Dios todos están vivos” (Lc 20,38).

“Ki’ olal lake’ex ka ta’ane’ex ich maya, kin tzik te’ex kimak woolal yetel in puksikal. U Ta’an Yuumtsil, te domingoa, ku yalikto’on, Ti jajal Dios ulakal u paala’ kuxano’ob.”

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre deseándoles todo bien en el Señor. La Palabra de Dios en este domingo nos mantiene en el ambiente de la reciente celebración de los difuntos pues trata de la muerte, de la resurrección y la vida.

Al igual que los animales, el ser humano tiene el instinto de la conservación de la especie. La atracción entre los distintos sexos responde a este instinto de conservación, y la familia como institución primaria y original, responde igualmente a este instinto, ya que los niños traídos al mundo necesitan del cuidado de papá y mamá, y les favorece durante toda su vida el encontrar unidos siempre a sus progenitores. Por eso en la antigüedad y en particular en el pueblo de Israel, se consideraba una gran bendición el tener muchos hijos, y por el contrario, se consideraba una enorme desgracia el no poder tener hijos o el morir sin dejar descendencia antes del matrimonio o después de un matrimonio donde no hubo hijos.

Es en este sentido que podemos comprender el porqué de la ley del “levirato”, que ordenaba a los hermanos de un hombre casado que murió sin dejar descendencia, el tomar a la viuda para darle descendencia al hermano, como un acto generoso de solidaridad y remedio caritativo. Por supuesto que esta ley era cien por ciento machista como todo el pensamiento y la ley israelita, puesto que se aplicaba sólo en favor de los varones.

El otro elemento fundamental para entender la ley del levirato es el hecho de que no existía la esperanza de la resurrección, y que esperaban ver la bendición divina en este mundo manifestada en salud, vida larga, tierra y por supuesto, la descendencia como la forma de que el difunto continuara en este mundo a través de sus hijos.

Por eso en el santo evangelio de hoy según san Lucas, los saduceos, que a diferencia de los fariseos no creían en la resurrección de los muertos, se acercan a Jesús para presentarle una parábola en la que una mujer se casó con un hombre que murió sin dejar hijos. Sus seis hermanos se fueron casando con la viuda sin poder darle descendencia, pues murieron uno a uno, mientras intentaban cumplir con la ley del levirato. La gran pregunta con la que los saduceos pensaban poner a Jesús contra la pared en el tema de la resurrección, era el saber de cuál de los siete iba a ser mujer esta viuda el día de la resurrección (cfr. Lc 20, 27-38).

Viene la gran enseñanza de Jesús para todos los que ya tenían la esperanza de la resurrección, según la cual el día de la resurrección ni los hombres tomarán mujer ni las mujeres marido, pues serán como los ángeles en el cielo; y que ya no habrá más muerte. Además llamamos al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lc 20, 37-38).

Esta fe le da pleno sentido a la vida de aquellos casados que no pueden procrear familia o cuyos hijos mueren sin dejar descendencia. Pero también da sentido a la vocación celibataria de los hombres y mujeres que adelantamos en nuestra vida el Reino de Dios, viviendo ya desde este mundo sin tomar una pareja para formar una familia, porque proclamamos que continuaremos en la vida, no por tener una descendencia, sino porque fuimos creados para la eternidad. Matrimonio y celibato cobran sentido y gozo pleno a partir de la fe y esperanza en nuestra feliz resurrección.

Esta fe además le da sentido a la pobreza, a la enfermedad y a todo sufrimiento, porque la muerte marca el inicio de una nueva vida, vida eterna donde no hay lugar para pobreza, dolor o enfermedad. Es más, todo eso, junto con los trabajos y los sufrimientos voluntariamente aceptados, los enfrentamos con fortaleza gracias a esa esperanza, sabiendo que nos espera “lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente humana”: una recompensa que sólo Dios nos puede dar (cfr. 1 Cor 2,9).

Es esta fe y esperanza en la resurrección la que nos hace capaces de dar la vida por Cristo y su Iglesia. Hace poco era canonizado el mártir adolescente José Sánchez del Río, y muchos mexicanos nos llenamos de gozo por nuestro nuevo intercesor. Los no creyentes no se alegraron. Hubo una conocida conductora de televisión que trató de hacer un análisis psicológico de José como si se tratara de un enfermo de fanatismo. Es natural que quien no cree trate de dar explicaciones naturalistas a la fe que ellos no conocen y no pueden valorar.

Es cierto que hay mártires de otras creencias no cristianas y que también hubo mártires en el pueblo de Israel, pero siempre está en el fondo de cada uno de ellos la fe en la resurrección de los muertos. En la primera lectura de hoy tomada del segundo libro de los Macabeos, se nos presenta el martirio de siete hermanos sacrificados uno tras otro frente a su madre, que los animaba a ser valientes en la esperanza de la resurrección. Uno de los muchachos antes morir decía: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará” (2 Mac 7, 14). Con mucho fruto podríamos leer el pasaje completo de este martirio ocurrido antes de Cristo (cfr. 2 Mac 7, 1-42), se los recomiendo.

Jesús dio fundamento de la fe en la resurrección a quienes ya esperaban la resurrección de los muertos, resucitando a la hija de Jairo, al hijo de la viuda pobre y a su amigo Lázaro. Él dijo a Marta, la hermana de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida…” (Jn 11, 25); pero su mayor prueba fue su propia resurrección. Creer en Jesús significa creer en su muerte y resurrección, y esperar su segunda venida. Creer en Jesús sólo como una buena persona que hacía el bien y enseñaba pensamientos bonitos, no es verdadera fe en el Cristo que nos redimió.

Hoy en día diariamente hay nuevos mártires de la fe en algún lugar del mundo, particularmente en Medio Oriente. En México hubo miles de mártires que dieron su vida por Cristo en la persecución del Presidente Calles hace menos de cien años. Y aunque no sean canonizados por la Iglesia, tienen un gozo de parte de Dios que nadie les puede quitar. Quizá toda la libertad que hoy tenemos no nos hace mucho bien; tal vez un poco de persecución podría purificar nuestra fe y aún hoy podría haber muchos mártires. Pero el mundo actual con todo su bienestar, nos tiene muy consentidos y lejanos de una fe comprometida y dispuesta a todo.

No tenemos que esperar la oportunidad del martirio, pues en la vida diaria podemos aceptar el martirio-testimonio de una vida obediente a Dios. San Pablo en la segunda lectura de hoy tomada de la segunda carta a los Tesalonicenses, nos desea: “Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y nuestro Padre Dios, que nos ha amado y nos dado gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, conforten los corazones de ustedes y los dispongan a toda clase de obras buenas y de buenas palabras” (2 Tes 2, 16-17). La vida cristiana debe ser una continua espera de la venida de Cristo, por eso termina él diciendo: “Que el Señor dirija su corazón para que amen a Dios y esperen pacientemente la venida de Cristo” (2 Tes 3, 5).

¡Tú también transmite esta esperanza, vive en esta esperanza, gózate en esta esperanza, dale sentido a toda tu vida por medio de esta esperanza!

¡Que tengan una feliz semana! ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán