HOMILÍA
XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Dt 4, 1-2. 6-8; Sant 1, 17-18. 21-22. 27; Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23.
“Nada que entre de fuera,
puede manchar al hombre” (Mc 7, 15).
Ki’óolal lake’ex ka t’aane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. U T’aan Yuumtsil te’ domingoa’ ku dsa’a u ojelbi’ mina’an mix ba’al k’aas yóokolkab yéetel le baax k’aaso’ob ku taal tu puksi’ikal máak’.
Muy queridos hermanos y hermanas les saludo con el afecto de siempre, deseándoles todo bien en el Señor, en este domingo veintidós del Tiempo Ordinario.
En días pasados estuve en Medellín, Colombia, del lunes 20 al domingo 26 de agosto, primero para la reunión ordinaria de la coordinación del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), para revisar el camino próximo, pasado y futuro, de cada uno de los departamentos. Como ya les he compartido en otros momentos, a mí me ha tocado presidir el Departamento de Justicia y Solidaridad (DEJUSOL); y segundo, para conmemorar con un congreso los cincuenta años de la Conferencia de Medellín, realizada en 1968 e inaugurada por el beato Papa Pablo VI, conferencia que fue la segunda de la historia. La primera conferencia fue en Río de Janeiro en 1955, en la cual se fundó el CELAM; la tercera fue en Puebla, inaugurada por San Juan Pablo II en 1979; la cuarta conmemoró los primeros quinientos años de evangelización en América y se realizó en Santo Domingo en 1992, inaugurada también por San Juan Pablo II; y la quinta fue en Aparecida, Brasil, en 2007, inaugurada por el Papa Benedicto XVI.
El documento de Medellín no fue bien recibido por todos, ni dentro ni fuera de la Iglesia, pues eran tiempos de insurrecciones y revoluciones animadas por el comunismo contra las fuertes dictaduras de ultra derecha que prevalecían en varias naciones latinoamericanas. Recordemos en este contexto la matanza de los estudiantes en Tlatelolco en 1968. De tal modo, cuando un obispo, sacerdote, religiosa o laico, siguiendo las enseñanzas de Medellín hablaba de opción preferencial por los pobres, de liberación de opresiones o de promoción humana, era tachado inmediatamente de comunista. Muchos evangelizadores comprometidos fueron encarcelados, desaparecidos, e incluso asesinados, como lo fue el beato Mons. Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, mientras celebraba la santa Misa, el cual será canonizado el próximo 14 de octubre de 2018, junto con el beato Papa Pablo VI.
Aunque es cierto que algunos evangelizadores desbarraron en su compromiso cayendo en la revuelta de la lucha de clases, hubo muchos santos evangelizadores, como san Romero de América, que sin pregonar odios contra nadie, se ponían del lado de los pobres animándolos desde la promoción humana para superar su condición. Para muchos resultó muy cómodo rechazar las enseñanzas de Medellín olvidándose de los pobres y acusando a los que ellos llamaban comunistas; para otros, su compromiso evangelizador les costó la vida, pero les obtuvo ganarse el cielo.
Medellín quiso aterrizar a la realidad latinoamericana las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente de la “Gaudium et Spes”, donde la Iglesia Universal se comprometió a compartir con toda la humanidad, sus gozos, sus angustias, sus tristezas y alegrías. También se tuvieron presentes las enseñanzas de Pablo VI en la “Populorum Progressio” de 1967, sobre el verdadero desarrollo humano, el cual para ser verdadero ha de ser de todo el hombre, no sólo del aspecto económico; y de todos los hombres, no sólo de unos cuantos.
Hoy en día las enseñanzas de las conferencias de Puebla, Santo Domingo y Aparecida, así como de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Pablo VI, confirman las luces de Medellín. Benedicto XVI en el discurso inaugural de Aparecida, dijo que la opción preferencial por los pobres es cristológica, en otras palabras, que la auténtica fe cristiana nos ha de llevar a reconocer a Cristo en la persona de los pobres de una forma prioritaria.
La pastoral de conjunto que ahora llevamos en Yucatán, como en la mayoría de las diócesis, no sería posible sin el impulso de Medellín; como tampoco se podría estar permanentemente atentos a los signos de los tiempos, ni el preocuparnos por la promoción humana, ni el reconocer nuestra tierra como tierra de misión, pues aunque todo viene del mandato original de Cristo, Medellín lo vino a refrescar y a impulsar.
La Palabra de Dios debe conocerse, proclamarse, meditarse y ser llevada a la vida. Hay teóricos conocedores de la Sagrada Escritura que en muchas formas no la ponen en práctica. Otros, sin conocerla, no se han dedicado a buscarla y andan a tientas tratando de saber cómo deben comportarse. También debemos reconocer que hay mucha gente buena, sincera, recta, honesta, que sin conocer la Palabra de Dios, la practican al escuchar la voz de Dios en su conciencia; es gente que parece más cristiana que muchos cristianos.
Lo anterior no nos debe quitar la tarea de acercarnos a la Palabra de Dios. El apóstol Santiago nos dice en su carta, de la cual hoy escuchamos un fragmento en la primera lectura: “Pongan en práctica la palabra (que ha sido sembrada en ustedes), y no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos”. Luego nos dice en qué cosas debe demostrarse nuestra fe: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Sant 1, 21-22. 27).
Hoy tendríamos que descubrir quiénes son los atribulados de este tiempo para buscarlos y atenderlos, sea en forma individual así como también organizada en grupos de Iglesia o de la sociedad civil, compartiendo en esto quizá, con gente de otras iglesias, incluso hasta sin fe, pero que comparten con nosotros la inquietud y el amor en favor de los atribulados.
Santiago habla también de guardarse de este mundo corrompido y esto nos hace entender que corrupción siempre ha habido y habrá en este mundo, pero los cristianos que queremos serlo de verdad, tenemos que rechazar todo lo que signifique corrupción y cualquier depravación mundana, para optar por la pureza de intención y la fidelidad al Señor donde quiera que estemos, en cualquier trabajo, en cualquier relación humana.
La primera lectura, tomada del Libro del Deuteronomio, nos presenta el pasaje donde Moisés entrega al pueblo de Israel los preceptos y mandatos, los cuales son necesarios cumplir para entrar en la tierra prometida. Igualmente nosotros tenemos una tierra prometida en el cielo y somos llamados a vivir aquí como extranjeros, como quien va de paso, cumpliendo la voluntad del Padre para poder llegar a la casa celestial.
A lo largo de la historia de Israel se fueron añadiendo preceptos y mandatos dándoles un rango igual a cualquiera de estas normas, metiéndose así en detalles del lavado de las manos y la limpieza de los vasos, las jarras y las ollas, haciendo de esto un rito obligado bajo pecado. Por eso los fariseos y escribas critican a los apóstoles de Jesús cuando ven que comen sin lavarse las manos.
Jesús reprueba la hipocresía de estos críticos que “hacen a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a tradiciones humanas” (Mc 7, 8), y enseña a todos que la suciedad de las manos o de las vasijas no puede ensuciar el alma, “pues no es los que entra de fuera lo que mancha al hombre, sino lo que sale de su corazón; porque del corazón del hombre salen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo, la frivolidad” (Mc 7, 21-23). Más allá del daño que hagamos con estas perversidades, todas esas realidades manchan nuestro propio espíritu.
Por más bien que luzca una persona en su exterior, por su maquillaje, por su ropa, por sus bienes, por su prestigio, por su lugar en la sociedad, inclusive hasta por algunas prácticas religiosas, Dios sin embargo, mira la realidad de la podredumbre, fetidez y fealdad que hay en su interior por esas perversidades. En cambio, podemos encontrar gente sin dinero, sucia por el sudor de su trabajo, con ropa vieja, sin ninguna importancia en la sociedad o en la Iglesia, que sin embargo sea preciosa a los ojos de Dios, quien conoce y valora el interior de cada uno. Veamos pues, con la misma mirada de Dios.
Con el salmo 14 que hoy proclamamos, preguntémosle a Él: “¿Quién será grato a tus ojos, Señor?”. La misma Palabra de Dios en este salmo nos responde quién es grato a sus ojos: “El que procede honradamente y obra con justicia; el que es sincero en sus palabras y con su lengua a nadie desprestigia. Quien no hace mal a su prójimo ni difama al vecino; quien no ve con aprecio a los malvados, pero honra a quienes temen al Altísimo. Quien presta sin usura y quien no acepta soborno en perjuicio de inocentes, ese será agradable a los ojos de Dios eternamente.” Repasemos esta lista y hagamos nuestro examen de conciencia.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán