Homilía Arzobispo de Yucatán – VI Domingo de Pascua 2017, Ciclo A

“Yo le rogaré al Padre, y el les enviará otro Consolador” (Jn 14, 16).

Ki’olal lake’ex ka t’ane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksik’al. Te’ domingoa Jesusé ku ya’alik to’on le máax ku yaabilme’ene ku bentik in alma’aj t’aan.

 

Queridos hermanos y hermanas, los saludo con el gusto de siempre en este sexto domingo del tiempo de Pascua.

Ya vamos en el sexto domingo y el próximo jueves se cumplen cuarenta días de la resurrección del Señor. En muchos lugares será ese mismo jueves cuando se celebre la Ascensión del Señor Jesús a los cielos; en nuestro caso en México, vamos a celebrar esta fiesta hasta el próximo domingo, aunque ya desde ahora las lecturas que escuchamos, especialmente el Evangelio, tienen un tinte de despedida. De hecho se trata de la última cena y son palabras que Jesús les dice a los apóstoles para despedirse, aunque ellos no entiendan por qué se despide. Por otro lado, al mismo tiempo les promete que va a volver, que va a regresar, y además promete que enviará al Espíritu Santo, al Consolador. Fue así como diez días después de la ascensión de Jesús a los cielos, el Espíritu Santo vino en el día de Pentecostés.

Hay algo más, y muy importante, que encontramos en el evangelio de hoy. Se trata de Jesús que vuelve a decir: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos”; por ahí comienza el evangelio de este domingo, y también al final lo reafirma: “El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama” (Jn 14, 15. 21). No hay vuelta de hoja, amar significa cumplir. No podemos hacer a un lado los mandamientos y al mismo tiempo decir que amamos a Jesús. El amor siempre implica esfuerzo, cumplimiento; el amor tiene que ser demostrado y la manera en que nosotros demostramos nuestro amor al Señor es en el cumplimiento de los mandamientos, llevando una vida cristiana auténtica, sin doblez, que Dios puede comprobar en nuestras obras pero que también cuántos nos ven puedan comprobarlo.

“Yo le rogaré al Padre y el les enviará otro Consolador”, dice Jesús (Jn 14, 16). Es el Espíritu Santo la promesa de Jesús, el regalo del Padre y del Hijo a la Iglesia y a la humanidad entera. El domingo pasado la liturgia nos presentaba cómo se instituyó el diaconado, cómo por primera vez se impuso las manos a siete hombres para encargarles el servicio de las mesas, es decir, la atención a los pobres (cfr. Hch 6, 1-7). Sin embargo, esos hombres no sirvieron exclusivamente a las mesas, sino que también predicaron la Palabra de Dios y bautizaron a muchos. Uno de los diáconos se llamaba Felipe y el fue a llevar la buena nueva del Evangelio a Samaria. Gracias a su predicación, muchos en aquel lugar aceptaron la fe y fueron bautizados por él. Cuando los Apóstoles se enteraron de cómo había despertado la fe y cómo había tantos bautizados en Samaria, Pedro y Juan fueron allá para confirmarlos en esta misma fe. Este es el primer testimonio del sacramento de la Confirmación, de la separación del bautismo y la imposición de las manos, signo de la Confirmación.

Es por la imposición de las manos que los nuevos cristianos reciben al Espíritu Santo. Pedro y Juan estando en Samaria oraron por todos los bautizados y les impusieron las manos y desde entonces ese gesto se repite. Los obispos, sucesores de los Apóstoles, vamos de comunidad en comunidad confirmando en la fe a los jóvenes que ya han sido bautizados, ungiéndolos con el santo Crisma e imponiéndoles las manos. Éste es el fundamento histórico y bíblico del sacramento de la Confirmación, pues fue la primera ocasión en que hubieron confirmaciones y éstas no han tenido interrupción hasta hoy, pues desde entonces siempre ha habido obispos, sucesores de los Apóstoles, que vamos confirmando a los que han sido bautizados por diáconos o por presbíteros. Esto lo escuchamos en la primera lectura de este domingo tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles.

Luego de esta lectura, hemos recitado el salmo 65: “Las obras del Señor son admirables. Aleluya”. No es la obra de Felipe, ni la de Pedro, ni la de Juan, sino que son las obras del Señor. No se trata de las obras de María, de los Apóstoles, de san José o de todos los mártires y santos, sino que es la obra del Señor. No es el obrar del Papa Francisco, de un servidor o de todos los sacerdotes, sino que es la acción del Señor. Sin embargo, el Señor actúa por nuestro medio, actúa a través del Santo Padre, de los obispos, de los sacerdotes, de los consagrados… de todos los ministros del Señor, de aquellos que llevan la buena nueva. Se trata de Dios y su obra en todos los que predicamos al pueblo de Dios o lo santificamos por medio de los sacramentos. Por eso cuando nosotros recitamos el salmo 65 y decimos: “Las obras del Señor son admirables. Aleluya”, no sólo hablamos del tiempo de los primeros cristianos, sino que nos referimos también a las obras de hoy porque el Señor sigue realizando prodigios en medio de nosotros día con día.

Por otra parte, la segunda lectura tomada de la Carta del apóstol san Pedro, es una invitación. Dice el apóstol: Estén “dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes. Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su conciencia” (1Pe 3, 15-16). Hoy día vivimos en un mundo plural donde hay mucha gente que no cree, que practica otras religiones o inclusive gente cercana a nosotros que seguramente son cristianos pero que pertenecen a otras iglesias. ¡Qué difícil es convivir sanamente entre todos los que pensamos o creemos de manera distinta!, para esto se requiere prudencia. Hay un dicho que afirma que para mantener buenas amistades y buena relación en un grupo debemos evitar hablar de religión o de política.

Nuestra misión como cristianos no es tanto andar hablando de nuestra fe aquí y allá, sino más bien hacer que nuestras obras, nuestra manera de vivir, nuestra manera de hablar y de pensar, sean Evangelio para todos los que nos conocen. No tenemos porqué estar hablando propiamente de nuestra fe cristiano-católica a todos los que nos vamos encontrando por el camino, pero si alguien nos pidiera que le demos razón de nuestra fe, entonces no tenemos porqué quedarnos callados. Para esto es necesario educarnos en la fe y cumplir lo que el apóstol nos dice: dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza, de nuestra esperanza.

Aquí están las características que debe tener este diálogo nuestro de cristianos católicos hacia los hermanos de otras iglesias, religiones o de otras ideas, para que podamos convivir en paz: En primer lugar, si nos piden que hablemos de nuestra fe, que demos las razones de nuestra esperanza, tenemos que hacerlo con mucha sencillez y humildad; no creyéndonos ni sintiéndonos superiores a los demás, porque todo lo que nosotros vivimos y creemos en la fe, es obra de Dios, no es obra ni mérito nuestro, por tanto no tenemos porqué gloriarnos pues todo se lo debemos al Señor. En segundo lugar, dice el apóstol: “Respeto”, es decir, valorar la forma en que otros piensan, el modo en que conciben la vida, el modo en que creen o la forma cristiana en practican la fe en otras iglesias, con mucho respeto; y de ninguna manera menospreciar a los demás ni burlarnos de lo que piensan, sienten o creen. La tercera y última característica, dice san Pedro, es: “Estar en paz con su conciencia”, porque tal vez nosotros estemos diciendo una cosa pero en nuestro interior esté pensando el pecado. Por eso es indispensable estar en paz y coherencia con nuestra conciencia.

Hermanos, retomando el hermoso pasaje del evangelio de hoy, tengamos la confianza de que Jesús volverá, él lo ha prometido; tengamos la confianza también de que él nos envía hoy al Espíritu Santo que tanto nos hace falta para que nos consuele, nos aliente, nos ilumine, nos conduzca. Él lo prometió y él lo sigue cumpliendo. Dándonos cuenta además de que nuestro amor al Señor y al prójimo será auténtico, cuando lo demostremos en el cumplimiento de los mandatos divinos.

Les deseo lo mejor para esta semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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