Homilía Arzobispo de Yucatán – IX Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C

IX Domingo del Tiempo Ordinario

Ciclo C

1Re 8, 41-43; Gal 1, 1-2. 6-10; Lc 7, 1-10. 

 “Yo no soy digno de que entres en mi casa” (Lc 7, 6)

 

Queridos hermanos y hermanas, les saludo con afecto deseándoles todo bien en el Señor. Estamos en el noveno domingo del tiempo ordinario. En el pueblo de Israel, además de los que pertenecían por sangre a esta nación, habían algunos hombres y mujeres de otras culturas que eran simpatizantes de la fe judía, que además acudían al templo de Jerusalén llenos de fe en el único Dios vivo y verdadero. Ya el rey Salomón cuando construyó el templo, pedía en su oración al Señor que escuchara también a los extranjeros que vinieran hasta el templo de Jerusalén para presentar sus plegarias (cfr. 1 Re 8, 41-43). Así es que desde ese momento todos los extranjeros que simpatizaban y que se identificaban por la fe con el pueblo de Israel, se acercaban para adorar al único Dios vivo y verdadero. Éste es el caso del hombre que encontramos en el Evangelio de hoy.

Se trataba de un centurión romano, alguien que pertenecía al pueblo más poderoso de la tierra en aquella época; alguien que además tenía poder y autoridad sobre el pueblo judío siendo éste romano. Es este hombre el que hace llegar a Jesús una solicitud; no se atreve a presentarse delante de él ni se  siente digno, sino que pide más bien a las autoridades judías que le digan a Jesús. Y no pide algo para él, pide en cambio, para su criado que se encuentra enfermo.

Las autoridades del pueblo judío que le tenían respeto a este centurión romano, intercedieron de buena gana por él ante Jesús y le dijeron: “Merece que le concedas ese favor pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga” (Lc 7, 4-5). Se ve que de verdad este hombre estaba convencido de la fe en el único Dios verdadero, y que de realmente actuaba en consecuencia en esa fe y de ese amor que le guardaba al pueblo dominado por Roma, pero que él trataba con respeto y con amor. Efectivamente, dio su dinero para construir una sinagoga, por eso intercedían de buena gana por él, pidiéndole a Jesús que curara a su criado a quien amaba y estaba grave, a punto de morir.

Ahí vemos también otra gran enseñanza de este funcionario, quien siendo un romano poderoso, le guardaba afecto a su criado, lo quería y se preocupaba por su salud. Jesús entonces, se dispuso a ir al hogar de este romano, considerando incluso que los judíos no acostumbraban a entrar a las casas de los paganos pues les estaba prohibido. Sin embargo el centurión romano, sabiendo de esta prohibición y sintiéndose indigno de que Jesús pisara su morada, le mandó a decir que no era necesario que fuera hasta ahí y que él no era digno; sino que bastaría que dijese una sola palabra para que el criado quedara sano.

En esta respuesta se muestra la grandeza y fortaleza de la fe de este hombre, así como también la humildad que tuvo; al punto de que su frase se inmortalizó y continúa pronunciándose hasta hoy en nuestra liturgia antes de comulgar. En cada Eucaristía decimos: Señor “Yo no soy digno de que entres en mi casa…” (Lc 7, 6b), recordando el ejemplo de este centurión, mismo que nosotros manifestamos antes de recibir la Sagrada Comunión.

Decía también este romano: “Yo tengo autoridad, tengo hombres bajo mis órdenes, le digo a uno ‘ve’ y va, a otro ‘ven’ y viene; a mi criado, ‘haz esto’ y lo hace”; sin embargo reconoció que su autoridad era limitada y que no era nada comparada con la autoridad que Jesús tenía, para mandar a la enfermedad que terminara y que su criado pudiera curarse. Verdaderamente era ejemplar la fe, la sencillez, el amor de éste hombre. Finalmente se hizo el milagro y el criado quedó sano sin que el Señor llegara a entrar en aquella casa. Todos quedaron llenos de admiración cuando Jesús dijo: “Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande” (Lc 7, 9).

¡Cuántas enseñanzas sacamos de este hombre desconocido! Seguimos aprendiendo cómo la grandeza, la riqueza y el poder no deben ser un obstáculo para que la gente crea ni para que sea humilde, no debe impedir la cercanía a los pequeños de este mundo, no debe ser un obstáculo para el amor. Ni siquiera sabemos su nombre, y sin embargo este personaje nos dio un gran ejemplo.

San Pablo en la segunda lectura en su carta a los Gálatas, nos dice que es necesario servir a Cristo, y no tanto buscar agradar a los hombres (cfr. Gal 1, 6-10). ¡Cuánta energía y cuánto tiempo gastamos en tratar de agradar a los demás! Nuestra única intención debería ser cumplir con lo que el Señor espera de nosotros. Es imposible quedar bien con todos; sin embargo, lo que Dios espera es que seamos fieles a Él.

Pablo tenía dificultades con aquella comunidad de Galacia, quienes se habían apartado de su enseñanza original, porque otros hombres vinieron a distraerlos y a enseñarles cosas distintas de la fe que habían recibido; por eso san Pablo les llama la atención y les dice que no le interesa agradarlos o congraciarse con ellos, sino que tiene que decirles cuál es la verdad del mensaje que les ha transmitido.

Ante todo, servir a Cristo, antes que buscar agradar a los hombres. En esto tenemos otra gran enseñanza, ¿cómo es mi vida? ¿cómo es tu vida? ¿qué tanto me gasto y me desgasto por tratar de agradar a otros?; y ¿qué tanto pierdo la verdadera preocupación de cumplir con lo que el Señor espera de mi? Seamos libres, libres ante Dios y preocupémonos solamente de Él, y así la preocupación por las personas será auténtica y efectiva, llena de amor.

Tomemos estos grandes ejemplos, el del centurión romano y el de san Pablo para abajarnos hacia los pobres y pequeños, hacia aquellos que tal vez consideremos inferiores, pero son nuestros hermanos, a quienes podemos y debemos amar para crecer en humanidad. No es el poder humano lo que cuenta ante Dios, sino lo que realmente vale es nuestra fe y nuestro amor.

Que podamos perseverar en estas actitudes auténticamente cristianas y descubrir que aún fuera de nuestros grupos de amistad y grupos de Iglesia, podemos encontrar gente buena con actitudes auténticamente humanas; y que a lo mejor, sin que ni siquiera sean cristianos tengan en su modo de actuar los valores de Cristo. Donde quiera podemos hallar cristianos que lo son de verdad aunque no lo sean por lo sacramental. Aprendamos, con los ojos abiertos, atentos a nuestro alrededor, porque así podemos descubrir las mejores acciones donde menos las esperamos.

Tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán