III Domingo de Cuaresma
Ciclo C
Ex 3, 1-8. 13-15; 1 Cor 10, 1-6. 10-12; Lc 13, 1-9.
“Si ustedes no se arrepienten,
perecerán de manera semejante” (Lc 13, 5)
Muy queridos hermanos y hermanas, como ustedes saben, la vida no la tenemos segura y por más sanos que lo estemos, no podemos garantizar que nos queda mucho por vivir. Los accidentes mortales le suceden a cualquier persona y de ningún modo son un castigo de Dios como algunos piensan. ¿Cuántas veces han tenido accidentes autobuses cargados de peregrinos de cualquier religión, muriendo mucha gente buena y santa? Vivir pensando en la muerte, de algún modo, podría ser una enfermedad que no deja a la persona gozar de la vida. Pero ser consciente de la caducidad de nuestra vida y de que nunca tenemos la garantía absoluta de que vamos a terminar el día que hemos comenzado, puede llevarnos a aprovechar al máximo cada momento que vivimos. Vivir intensamente implicará vivir cada día como si fuera el primero, como si fuera el último, como si fuera el único de nuestra existencia.
Si a esta sabiduría le añadimos una gran fe en el Resucitado que nos prometió la eternidad junto a Él, con el Padre y el Espíritu Santo, ésta nos llevará además a suspirar por el encuentro definitivo con Dios nuestro Señor. En palabras poéticas llenas de fe y esperanza tomadas de santa Teresa, podríamos decir: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”.
En el pueblo de Israel había una gran convicción sobre la justicia divina que los llevaba a creer que cualquier sufrimiento, incluyendo la muerte, era un castigo de Dios ante el pecado humano. Nosotros los cristianos además de sostener igualmente nuestra fe en la justicia divina, creemos sobre todo en su misericordia por la que nos envió a su Hijo, para redimirnos y ofrecernos compartir junto con su muerte, su resurrección, y gozar así eternamente junto a Él.
De acuerdo a lo que dice la primera lectura de hoy tomada del libro del Éxodo, sólo Dios es “el que es”, y este es el nombre que el Señor le da a Moisés para que así se lo comunique a los Israelitas: “-Yo soy- me envía a ustedes” (Ex 3, 14). Sólo Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; porque es el único ser que existe desde siempre y para siempre. Mientras que nosotros somos seres contingentes, lo cual quiere decir que podríamos no haber existido, y que un día dejaremos este mundo. “Yo soy” en hebreo se dice “Yahveh”. Durante algún tiempo los biblistas traducían diciendo “Jeová”. Ese error se debía a la gran dificultad de traducir la palabra que no incluía en el escrito las letras vocales para darle la correcta pronunciación. Pero al fin y al cabo lo que importa es su significado real, el de la eternidad de Dios.
En el texto del Evangelio según san Lucas que escuchamos este tercer domingo de Cuaresma, unos hombres le cuentan a Jesús que Pilato mandó matar a unos galileos mientras estaban ofreciendo sus sacrificios, y esperan una respuesta o una reacción ante este hecho. Y Jesús responde con una pregunta: “¿Piensan ustedes que… porque les sucedió esto, eran más pecadores que los demás galileos?” Y él mismo responde: “Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante” (Lc 13, 2-3). Y Jesús les recuerda el accidente de dieciocho personas que murieron aplastados por la torre de Siloé para hacerles la misma pregunta: “¿Piensan acaso que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?”. Y la respuesta y conclusión de Jesús es exactamente la misma: “Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante” (Lc 13, 4-5).
Jesús nos invita a tomar la lección de los que mueren en forma inesperada, para que aprendamos a estar siempre preparados mediante el arrepentimiento. Si nuestro arrepentimiento es continuo, si vamos revisando nuestra vida a cada paso, estaremos siempre listos para dejar este mundo y pasar a la presencia de Dios. Siempre estaremos preparados. Una práctica espiritual cristiana recomendada desde hace siglos es el examen diario de conciencia. Otra práctica espiritual siempre recomendada es la confesión frecuente, aunque además como obligación hagamos la confesión anual, propia de este tiempo cuaresmal.
Tal vez ustedes se habrán dado cuenta que el Papa Francisco en muchos de sus mensajes desde el inicio de su ministerio, nos ha llamado a corregirnos de la crítica o murmuración. Y quizá alguien piense que el Papa le da demasiada importancia a un “pecadillo” insignificante y que todo mundo comete. Pero San Pablo en el texto de la segunda lectura de este domingo, tomado de su primera carta a los Corintios nos dice, refiriéndose a algunos israelitas en el desierto: “No murmuren ustedes como algunos de ellos murmuraron y perecieron, a manos del ángel exterminador” (1 Cor 10, 10). Claro que esta murmuración de los israelitas implicaba la falta de confianza, no sólo en Moisés, sino en el plan y el poder de Dios. En todo caso, la murmuración es siempre un atentado contra la comunión a la que nos llama el Papa, como resultado no de una paz barata, sino del diálogo y hasta de peleas, que deben siempre terminar haciendo la paz. Es mejor decir las cosas de frente. No minimicemos la murmuración tan dañina.
Pero Jesús no espera de nosotros simplemente que dejemos de hacer cosas malas o que nos arrepintamos de haberlas hecho. Él espera aún más; espera que demos frutos de vida cristiana. En este sentido hemos de entender la parábola de la higuera sin frutos a la que se le da una oportunidad de un año más, a ver si aflojándole la tierra alrededor y echándole abono da fruto; si no, entonces sí se cortará (Lc 13, 6-9).
Terminemos con las palabras de María, nuestra Madre: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5b). ¡Que tengan feliz domingo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán