HOMILÍA
II DOMINGO DE CUARESMA
Ciclo B
Gn 22, 1-2. 9-3. 15-18; Rm 8, 31-34, 1; Mc 9, 2-10.
“Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Mc 9, 7).
Ki’ olal lake’ex ka t’ane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal. Bejla’e’ u ka’a p’éel domingo’ ti’ Cuaresma’, le Ma’alob Peksilo’ob ku yéesik to’on u chi’ikulaj Yuumtsil Jesús.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este segundo domingo de Cuaresma.
Todos coincidimos en que no hay dolor más grande en esta vida que el de una madre por la pérdida de un hijo; aunque hay que considerar que el padre comparte también el enorme dolor de su esposa cuando un hijo muere. Si se trata de una mujer y un hombre de fe, de todos modos el dolor es enorme, aunque les fortalece la esperanza de reencontrar a su hijo en la vida eterna junto a Dios. La fe puede llevar a esos padres a ofrecer a nuestro Señor el sacrificio de su dolor y la ofrenda de su hijo. Yo he atestiguado la increíble fortaleza de algunos padres creyentes al entregar a sus hijos.
En los pueblos de la antigüedad existía la costumbre de que los padres ofrecían a su primer hijo en sacrificio a la divinidad. Esto sucedía en tiempo de Abraham, nuestro padre en la fe, y en los pueblos que él habitaba. Hoy en día nos puede parecer que aquella práctica de ofrecer a sus primogénitos en sacrificio era un tremendo salvajismo; pero si tratamos de ver esa costumbre con la lógica de aquellas gentes, tal vez podamos captar el lugar que ocupaba su dios para ellos, y cómo reconocían que su dios merecía el mejor de los sacrificios. La verdad es que no hay nada más sagrado en este mundo que la vida humana, pero si se trata de la vida del hijo primogénito, es lo más sagrado de lo sagrado, lo mejor para ofrecerle a su dios. ¡Qué gente tan religiosa!
En ese contexto situamos el sacrificio que Yahvéh (Dios) le pidió a Abraham, al solicitarle que le entregara en sacrificio a su hijo Isaac. Este relato lo escuchamos en la primera lectura de hoy tomada del Libro del Génesis. ¿Cómo podía Dios pedirle algo semejante, y más aún tratándose de un hijo tan especial, tenido milagrosamente en la ancianidad y de una mujer estéril? Un hijo primogénito de quien estaba prometido por Dios que luego vendría una descendencia tan grande como las estrellas del cielo o las arenas del mar. Yo pienso que si Dios no se lo pidió literalmente, al menos permitió que Abraham sintiera es deber. Abraham pues, no se negó a entregar la vida de su hijo Isaac.
Mientras caminaban al lugar del sacrificio, Isaac portaba la leña hacia donde iba a ser inmolado sin que él lo supiera aún. Cargando su leña, Isaac se convirtió en una figura remota de Cristo subiendo al monte calvario con la cruz acuestas. Cuando Isaac le preguntó a su padre dónde estaba la víctima para el sacrificio, Abraham le contestó: “Dios proveerá la víctima para el sacrificio” (Gn 22, 8).
Y en verdad, el ángel del Señor detuvo a Abraham en el último momento para que no sacrificara a su hijo, así como también proveyó un carnero para que lo sacrificara en lugar de su hijo Isaac. Miles de animales fueron sacrificados en honor de Yahvéh en diversos lugares y luego en el templo de Jerusalén. Pero sólo una Víctima podría traer el perdón de los pecados: la ofrenda del Unigénito de Dios, el Primogénito de María, de quien el Bautista dijo: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29).
Abraham no sacrificó a su primogénito, pero Dios nuestro Padre sí sacrificó a su Hijo Jesucristo, como dice la segunda lectura del día de hoy, tomada de la Carta a los Romanos: “No nos escatimó a su propio Hijo” (Rm 8, 32). Esto nos debe dar absoluta confianza de todo lo que el Señor nos puede dar, si ya nos entregó incluso a su propio Hijo.
El evangelio de hoy según san Marcos, nos trae el relato de la Transfiguración del Señor Jesús ante tres de sus apóstoles: Pedro, Santiago y Juan; quienes fueron testigos de momentos muy significativos del ministerio de Jesús. Él acababa de revelar a todos sus discípulos que tendría que padecer a manos de las autoridades judías, ser crucificado y resucitar al tercer día. Por eso la Transfiguración hay que situarla en el marco del anuncio de su pasión y como una preparación para ella: quienes verán al Nazareno desfigurado, antes lo encontrarán transfigurado, mostrando toda su gloria.
Antes ya había manifestado parte de su gloria en cada milagro, curando a los enfermos, multiplicando los panes, caminando sobre las aguas, mandando sobre el viento y las olas, resucitando a los muertos; pero nunca la mostró tan intensa como en aquel monte, donde Moisés quien representaba a la Ley y Elías quien representaba a los Profetas, atestiguaban que Jesús era el Mesías y que tenía que probar el sufrimiento y la muerte para entrar en su gloria.
A veces Jesús nos es tan familiar y lo sentimos tan cercano, que podemos olvidar la grandeza y omnipotencia del Dios eterno y todopoderoso. Si él aceptó el sacrificio, ¿por qué nosotros nos resistimos tanto a las pequeñas pruebas que da la vida? ¿Por qué nos aferramos a que todo sea éxito y no contemplamos al gran “fracasado” de la cruz, que acaba como “derrotado” aunque en realidad triunfa en el amor, con el mayor triunfo de toda la historia, triunfo que él nos invita a compartir?
Las apariencias de nuestro físico, de nuestra ropa y de todas nuestras posesiones, pueden desfigurar nuestra realidad escondiendo lo que realmente nos hace valiosos ante Dios. Transfigurémonos ante Él y ante nosotros mismos, para valorar lo que realmente es importante en nosotros. De igual modo hagamos con nuestro prójimo; no dejemos que sus apariencias lo desfiguren; transfiguremos pues a nuestros hermanos, especialmente a los pobres, a los enfermos y a todos los que son menos a los ojos del mundo.
Dios les dijo a los tres apóstoles en el monte Tabor: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo” (Mc 9, 7); también nosotros tomemos este mandato de escuchar atentamente al Hijo amado del Padre, especialmente durante esta Cuaresma.
Que tengan todos una feliz semana ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán