“Ahí se transfiguró en su presencia ” (Mt 17, 2).
Ki’ olal lake’ex ka ta’ane’ex ich maya, kin tzik te’ex kimak woolal yetel in puksikal. U ka’a p’éel domingo Cuaresma, Cristo ku yesik u nojbenil ti u aj kanbalo’ob uti’al u yilaj Cruz.
Muy queridos hermanos y hermanas, los saludo afectuosamente, deseándoles todo bien en el Señor.
Antes que nada permítanme felicitar a todas y cada una de las mujeres de nuestra Arquidiócesis, que coincide con nuestro estado de Yucatán, por el pasado Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo. Dios nuestro Señor les conceda la plena realización en sus vidas, recordando que la mayor felicidad está en darnos a los demás por amor al Señor. También es un día para recordar todos los derechos humanos que le corresponden en igualdad con el varón. La armonía entre el hombre y la mujer trae el gozo a las familias, el mejor desarrollo a la sociedad y la gran bendición para nuestra Iglesia.
Por otra parte, el próximo 13 de marzo comienza el quinto año del pontificado del Papa Francisco; recordando que estos primeros cuatro años han estado llenos de profetismo en la conducción de la Iglesia, y al mismo tiempo de liderazgo mundial en temas de ecología integral, migración y justicia económica. Cada día desde el primero de su pontificado, el Papa nos pide oración por él; esta solicitud de oración no sólo es gesto de humildad, sino también actitud de fe, pues él se sabe necesitado de esta oración y que orar por él aglutina en comunión al gran Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Algunos dentro y fuera de la Iglesia, no aceptan las enseñanzas del Papa; otros, la inmensa mayoría, lo admiramos. Pero ¿cuántos lo imitamos?, ¿cuántos seguimos sus enseñanzas? En este quinto año de su pontificado oremos por el Papa y esforcémonos por seguir sus enseñanzas y ejemplo.
En este segundo domingo del santo tiempo de Cuaresma, el evangelio de san Mateo nos presenta la Transfiguración de Jesús. Este es el episodio en el que Jesús lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan a una montaña alta, en donde las vestiduras de Jesús adquieren una blancura extraordinaria y aparecen dialogando con él Moisés y Elías.
Ya sabemos que con la Transfiguración, Jesús quiere mostrar su divinidad a los discípulos y demostrarles que la Ley representada en Moisés, y los Profetas representados en Elías, atestiguan su mesianismo que tiene que pasar por la pasión y muerte para llegar a la resurrección. La voz del Padre celestial viene a confirmar la divinidad de Jesús y la verdad de su doctrina, cuando dice: “Este es mi hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo” (Mt 17, 5).
La Cuaresma es un tiempo en el que particularmente somos llamados a escuchar a Jesús. De poco o nada nos servirán las prácticas y penitencias cuaresmales si no escuchamos lo que Jesús nos dice en el santo Evangelio, el que leemos en casa solos, en familia o en pequeña comunidad; el que escuchamos en la Iglesia proclamado y predicado; el que escuchamos y comentamos en un grupo de reflexión; o el que el Espíritu Santo nos recuerda en diferentes momentos de nuestra vida.
Escuchar es interiorizar, es dejarnos cuestionar, es comprometernos a llevar a la práctica eso que Jesús nos dice en su Evangelio vivo. En la celebración de la Eucaristía escuchamos el santo Evangelio puestos de pie y el obispo lo hace con el báculo en mano, y con esto decimos que estamos listos para caminar detrás de Jesús, el Buen Pastor, que nos guía con amor.
San Pablo en la segunda lectura tomada de su Segunda Carta a Timoteo, nos habla de lo que ha sufrido por causa de la predicación del Evangelio, pero al mismo tiempo nos habla del poder y la fuerza del Evangelio, con el cual nuestro Salvador “destruyó la muerte y ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad” (2 Tim 1, 10). Si sufrimos de alguna manera por predicar o por seguir el Evangelio de Jesús, por otra parte podemos experimentar en nuestras vidas ese poder del Evangelio y el gozo de seguirlo.
Jesús se transfigura ante estos tres apóstoles, considerados como los primeros entre los doce, para fortalecerlos en la fe antes de que lo vean desfigurado en su pasión. En nosotros está el quedarnos a flor de tierra con los criterios y valores “rastreros” que permean en el pensamiento mundano, o si en cambio queremos subir la montaña, para encontrarnos con la Gloria del Señor, esa Gloria que hoy muchos desconocen o niegan; subir la montaña con la oración de cada día, con la escucha de la Palabra de Jesús, con las prácticas cuaresmales incluyendo la limosna, y con las prácticas sacramentales de la confesión y la comunión; subir la montaña, para ver la Gloria de Dios pero también para transfigurarnos nosotros mismos, y reconocer nuestra propia dignidad como hijos de Dios.
Si el mundo nos tumba y nos aplasta, el amor de Dios nos levanta y nos da el verdadero fundamento de nuestra grandeza y dignidad. Al subir la montaña, al contemplar la Gloria del Señor y reconocer nuestra realidad de hijos de Dios, también podremos ver transfigurados a nuestros prójimos viendo más allá de su carácter, de su puesto en la sociedad, de su apariencia, de su dinero, de sus conocimientos; reconociendo así en ellos su dignidad de hijos de Dios, que es lo único que nos ha de importar.
La primera lectura tomada del libro del Génesis, nos habla de la vocación de Abraham llamado a salir de su tierra y de su parentela, hacia la tierra que el Señor le quiere entregar, y donde se formará un pueblo salido de sus entrañas, pueblo por el que serán bendecidas todas las naciones (cfr. Gn 12, 1-4). Este pasaje puede ayudar a reconocer el matrimonio como una verdadera vocación de Dios, que llama a integrar una nueva familia en la que se bendiga su nombre. Cada cristiano, casado, religioso, sacerdote o laico soltero, está llamado por Dios a salir de sí mismo y hacer de su vida un verdadero camino de fe. Sólo saliendo de nosotros mismos podemos encontrar a Dios y al prójimo como presencia de Dios. Abraham, nuestro padre en la fe, por ser el primer creyente en el Dios verdadero, con su “sí” al llamado del Señor fue figura profética del “sí” de los apóstoles a Jesús y del “sí” de cada cristiano, de tu “sí” y de mi “sí”. La Cuaresma es tiempo de escuchar la voz de Dios, para salir a donde Él nos lleve.
El Papa Francisco nos ha estado llamando durante estos cuatro años a ser una “Iglesia en salida”. Salgamos como hombres y mujeres de fe, a ejemplo de Abraham, y vayamos a la montaña a encontrar la Gloria de Dios que se refleja en sus hijos llenos de gracia y dignidad.
María santísima subió presurosa la montaña para ir a servir a su parienta Isabel (cfr. Lc 1, 39), y luego subió presurosa la montaña del Tepeyac para mostrarse como Madre nuestra; salió de su seguridad en Nazaret para ir al seguimiento de su Hijo, y para descubrir las necesidades humanas, como la de los novios de Caná. Que ella nos ayude a salir y a subir, y así llegar transfigurados a celebrar nuestra próxima Pascua.
Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán