HOMILÍA
VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Jer 17, 5-8; 1 Cor 15, 12. 16-20; Lc 6, 17. 20-26.
“Dichosos ustedes los pobres. Pero, ¡Ay de ustedes los ricos!” (Lc 6, 20. 24).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ u ts’o’okol Semana de la Familia: ko’one’ex láak’intik et láak’e’ex yéetel ya’ab uts beyxan ki’imak óolal. Kiili’ich Pablo ku k’a’asik to’on ma’ u tu’ubul le áalab óolal u ti’al ka’aputkuxtal. U Kiikit’anil Yuumtsile’ yéetel yáax xookil ku ya’alik Yuumtsile’ yo’olaj le kiili’ich uts yéetel k’asibalob’, chen to’on je’el u pajtal beetik u taal.
Muy queridos hermanas y hermanos, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este sexto domingo del Tiempo Ordinario. Aunque hoy termine la Semana de la Familia, continuemos todo el año y siempre apostando por ésta, ya que sus miembros son nuestra responsabilidad para invertir en ellos generosamente nuestro tiempo, nuestras cualidades y cuanto somos por ellos, pues juntos somos una célula de la sociedad y, como familia de fe, juntos somos una iglesia doméstica.
En la segunda lectura de hoy, nos damos cuenta que entre los cristianos de la comunidad de Corinto, algunos estaban profesando un error doctrinal muy grave, que comprometía su fe cristiana, pues negaban la resurrección de los muertos pensando que sólo quienes vivían, serían llevados por Cristo en su segunda venida, misma que esperaban ya muy cercana. San Pablo les dice con mucha claridad y firmeza: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan solo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de este mundo” (1 Cor 15, 19). Nuestra fe íntegra se basa en la resurrección de Cristo de entre los muertos, así como en la esperanza de nuestra propia resurrección.
Padres de familia, me dirijo a ustedes particularmente hoy que estamos terminando la Semana de la familia, pero también a los catequistas y demás educadores de los niños y jóvenes: no demos por un hecho que ellos tienen bien clara nuestra fe en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, ni que ya conocen y tienen la esperanza en nuestra propia resurrección.
Porque, a parte de lo que ustedes les enseñan y transmiten, tenemos otros pseudo educadores con mucho poder debido a los instrumentos que utilizan, como las caricaturas y las redes sociales. Como un ejemplo de esto, hace un par de meses una señora me comentó la pregunta que le hizo su niño de cuatro años, quien le dijo: “Mamá, cuando yo me muera ¿en qué voy a reencarnar?” Estemos, pues, muy atentos para transmitir nuestra fe tal como es.
La fe auténtica supone la libre aceptación de parte de cada uno de nosotros. Si alguien cree que no hay nada después de esta vida creerá que todo se vale para ser feliz aquí y ahora, pero ¡qué tristes expectativas tiene!, ¡qué atropellos pudiera cometer contra los derechos de los demás! Alguien así no sería en verdad cristiano. Tampoco es cristiano aquel que cree en la reencarnación, la cual es también otra forma de materialismo. Algunos quizá no tienen estas ideologías, pero viven como si las tuvieran.
Si creemos en el Señor resucitado, demostremos nuestra alegría y nuestro amor; si esperamos nuestra resurrección, que nada nos perturbe y sigamos con gozo tratando de hacer el bien. La enseñanza de san Pablo debe definir nuestra fe: “Cristo resucitó, y resucitó como primicia de todos los muertos” (1 Cor 15, 20).
En el santo evangelio de hoy, según san Lucas, hemos de relacionarlo con la primera lectura tomada del Libro de Jeremías. Normalmente todos queremos ser bendecidos y no maldecidos. La bendición no es un gesto mágico para que nos vaya bien, sino la consecuencia de nuestro buen obrar.
Dice Jeremías: “Maldito sea el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza, y aparta al Señor de su corazón” (Jer 17, 5). Ese hombre puede ser la misma persona que pone toda su confianza en sí misma, creyendo que, por sus cualidades, inteligencia y poder, todo ha de salirle bien. También puede representar a todas las personas en las que ponemos nuestra confianza, haciendo a un lado al Señor.
En cambio, dice Jeremías enseguida: “Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza” (Jer, 17, 7). Si leemos con atención todo el pasaje, observaremos que no se trata de que Dios envíe castigos, sino que más bien los auto castigos vienen como consecuencia de no poner toda nuestra esperanza en Dios, o por el contrario, las recompensas vienen cuando depositamos plenamente nuestra confianza en el Señor. Aquí se aplica perfectamente el dicho mexicano que dice: “El que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”, puesto que no hay mejor Árbol que el Señor.
También el salmo número uno, que hoy proclamamos, expresa bellamente esta convicción diciendo en el estribillo: “Dichoso el hombre que confía en el Señor”, y continúa describiendo en forma poética al hombre bendecido por Dios, en contraste del hombre maldecido por Él.
En el evangelio de hoy, Jesús declara dichosos a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran. Esta declaración de Jesús es tan revolucionaria que todavía no la acabamos de entender y aceptar, pues en el pensamiento mundano es feliz el que tiene dinero y bienes, el que come y bebe en abundancia, el que ríe y goza continuamente.
Jesús nos invita a todos sus discípulos a buscar el Reino de Dios, sin obsesionarnos por los bienes materiales; nos invita a aguantar el hambre de lo que quisiéramos comer o tener, confiando en que seremos saciados oportunamente; nos invita a aceptar las lágrimas como parte de nuestra vida, a llorar lo que tengamos que llorar si así lo requiere el amor, pero confiando en que él mismo será nuestro consuelo.
Las terribles amenazas que lanza Jesús: “¡Ay de ustedes los ricos!, ¡Ay de ustedes los que se hartan ahora!, ¡Ay de ustedes los que ríen ahora!” (Lc 6, 24-26); va dirigida a aquellos y aquellas que apuestan toda su vida a estas realidades terrenales, sin considerar lo que vale y sirve para alcanzar la eternidad.
El “aspiracionismo” no es moralmente malo, mientras no perdamos la cabeza, el corazón o mucho menos la fe, así como el amor por aspirar a una vida económicamente mejor. Así es que salgamos de la pobreza, si está a nuestro alcance, pero sin desesperarnos; busquemos prosperidad económica sin poner en ello todo el corazón; y sobre todo, tratemos con justicia y caridad a los pobres, aceptando que todos somos hermanos y que nos necesitamos unos a otros.
Tratemos de saciar el hambre y todas las necesidades humanas, pero sin desesperar, y sin dejar de compartir. Vivamos nuestra fe alegremente, pero aceptando de buena gana las penas, trabajos y sufrimientos que exija nuestro servicio a Dios y a los demás.
Ojalá que el día de mañana o desde hoy, todos ustedes pasen un feliz día de san Valentín fortaleciendo el amor y la unidad entre los esposos; consolidando los noviazgos cristianamente; celebrando y dando gracias a Dios con y por los amigos; creciendo en la actitud amistosa frente a todos.
La mejor forma de crecer y consolidarse personalmente en el amor y en la amistad será el juzgarnos día a día delante de Dios sobre cómo anda nuestro espíritu de gratuidad, de lo que compartimos y de nuestras propias personas. Porque si al dar o al darme estoy pensando en que me deben corresponder del mismo modo, es mejor detenernos a pensar bien las cosas. A los buenos sentimientos, hay que agregarles una buena dosis de razonamiento, y luego con una firme voluntad cimentada en la fe tomar la decisión de amar.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán