HOMILÍA
XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Sab 6, 12-16; 1 Tes 4, 13-18; Mt 25, 1-13.
“Ya viene el esposo, salgan a su encuentro.” (Mt 25, 6)
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Je’e bix le yáax xóokil yéetel Ma’alob Péektsilo’ ku ya’alik to’on yo’olaj yats’ilil tu’ux na’atal kux óolalil ti’e kuxtala’. Le ka’a p’éel Kili’ich xóokila ku ya’alik to’on u jaajil yo’olaj le kiimeno’obo’ je’e bix tu ya’alaj Jesús.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo segundo del Tiempo Ordinario.
La primera lectura de hoy está tomada del Libro de la Sabiduría, y en este pasaje se hace un elogio a la sabiduría, la cual está al alcance de todos, pues no es una sabiduría que se adquiera en una universidad o en la lectura de muchos libros, sino que la gente más sencilla y sin escuela la puede obtener. Es la sabiduría de la vida, la sabiduría de la prudencia en el actuar, queriendo hacer las cosas bien ante Dios y bien ante los hombres.
Dice el texto: “Con facilidad la contemplan quienes la aman y ella se deja encontrar por quienes la buscan” (Sab 6, 12). Porque al querer hacer las cosas de la manera correcta, Dios nos otorga la sabiduría necesaria. Lo contrario significa sólo actuar por impulsos, buscando la comodidad y el provecho propio. Muchos actúan sin medir las consecuencias de lo que están haciendo, sin ponerse a pensar en lo que es correcto y lo que es incorrecto. Y luego dice el texto sobre la sabiduría: “Darle la primacía en los pensamientos es prudencia consumada; quien por ella se desvela pronto se verá libre de preocupaciones” (Sab 6, 15).
Quien actúa al margen de la sabiduría, tal vez obtenga lo que se propone, aunque lo que haga sea algo criminal, pero el que quiera tener una conciencia tranquila, deberá actuar con sabiduría. Sin la sabiduría que viene de lo alto, tal vez podamos tener éxito ante el mundo. Pero para un hombre verdaderamente sabio, no importará tanto el éxito, sino la fidelidad. Los hombres sabios estarán siempre en paz consigo mismos, pues, como dice el texto: La sabiduría “colabora con ellos en todos sus proyectos” (Sab 6, 16).
Hoy proclamamos con el Salmo 62: “Señor, tú eres mi Dios, a ti te busco; de ti sedienta está mi alma. Señor, todo mi ser te añora como el suelo reseco añora el agua”. Pues, en verdad, buscar la sabiduría de Dios, es buscar a Dios mismo, es querer conocer su voluntad para cada momento de nuestra existencia.
Esa sabiduría de la que venimos hablando se refleja en la previsión de cinco de las jóvenes de la parábola del Evangelio, que estaban esperando la llegada del esposo para entrar con él al banquete de bodas. Estas jóvenes tenían preparado cada una un frasco de aceite para encender su lámpara, por si el esposo llegara de noche. Había con ellas otras cinco jóvenes, que no tenían la sabiduría de la previsión y no llevaron un frasco de aceite.
No tomemos al pie de la letra la parábola de las próximas diez esposas, pensemos que en la antigüedad había pueblos que practicaban la poligamia, y de ahí toma Jesús esta parábola. Pensemos, más bien, en esta figura esponsal del Dios que quiere hacer alianza de amor con cada uno de nosotros. La imprudencia, la falta de sabiduría nos podría llevar al pensamiento antiguo y actual que dice: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”; o como otros dicen: “La juventud es para gozarla, ya veremos después”. La verdadera sabiduría la puede tener un joven y hasta un niño, que desde temprana edad vive bajo la guía de este don del Santo Espíritu.
Alguien podría pensar que a las vírgenes prudentes les faltó generosidad, por no querer compartir su aceite con las otras cinco. Pero la enseñanza es que la preparación y la respuesta de sabiduría es totalmente personal. Nos podemos y debemos amonestar unos a otros en vida, pero al enfrentarnos al juicio de Dios, cada uno dará razón de sí mismo.
La conclusión y el mensaje principal que Jesús quiso dejar con esta parábola es este: “Estén pues, preparados, porque no saben ni el día ni la hora” (Mt 25, 13). Creo que la pandemia actual que estamos enfrentando nos debe ayudar a tomar conciencia de que, sin importar la edad y salud que tengamos, debemos estar siempre preparados para nuestro encuentro con Cristo.
El pasado lunes celebramos el día de los fieles difuntos, y lo hicimos de un modo nuevo, que nunca hubiéramos imaginado, porque así nos lo ha impuesto la prevención ante la pandemia: ahora no tuvimos el “Festival de las Ánimas”; ahora muchos no pudieron acudir al panteón a mostrar su amor por sus difuntos; ahora no celebramos la santa misa en casi ningún panteón de Yucatán. No hemos podido honrar nuestras tradiciones, pero el amor por nuestros difuntos está intacto y nadie los quitará de nuestra memoria. Y lo más importante, nadie nos puede quitar la fe en el Resucitado, ni la esperanza de la resurrección de los muertos.
Hoy existen grandes atentados contra nuestra fe, como lo es por ejemplo la creencia en la llamada Santa Muerte; como la creencia en la reencarnación; y peor aún, la creencia de que somos pura materia y que al morir todo acaba para nosotros. Hay otros pensamientos más disfrazados, pero que al fin y al cabo no comulgan con nuestra fe, como los que dicen que los muertos siguen viviendo mientras alguien los recuerda; junto con las historias tontas que a muchos emocionan de las películas de los muertos vivientes (cosa tan absurda y contradictoria).
Por otra parte, hoy escuchamos otro pasaje de la Primera Carta de san Pablo a los Tesalonicenses. Éstos cristianos estaban esperando la segunda venida de Cristo de un momento a otro, pero lamentaban que algunos iban muriendo, y que otros ya habían muerto antes, creyendo que los muertos no tendrían parte en la segunda venida de Cristo. Aquí el Apóstol los instruye sobre el destino de los que han muerto, pues los tesalonicenses estaban tristes por sus difuntos. Les dice: “No vivan tristes, como los que no tienen esperanza… a los que murieron en Jesús, Dios los llevará con él” (1 Tes 4, 13-14).
Cuando Cristo regrese, primero resucitarán los muertos, y luego vendrá el momento para los que queden aún con vida. Les dice también: “Entonces, los que murieron en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los que quedemos vivos, seremos arrebatados, juntamente con ellos entre nubes, por el aire, para ir al encuentro del Señor, y así estaremos siempre con él” (1 Tes 4, 17). Pablo los invitaba a consolarse con estas palabras.
No hemos de acostumbrarnos demasiado a esta vida del mundo, porque nadie la tiene segura y garantizada, ni los más jóvenes, ni los más sanos, ni los más ricos. Estemos más bien siempre preparados para dejar este mundo o para despedir a quienes tanto amamos. La fe en verdad nos consuela, pues si somos creyentes, no diremos adiós a quien muere, sino hasta luego.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán