HOMILÍA
XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Ciclo A
Apoc 7, 2-4. 9-14; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12.
“Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos” (Mt 5, 12).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’íinbensik u k’íimak olal tuláakal kili’cho’ob. U xóokil jach taj ya’abo’ te Iglesia’, yéetel tuláakal le kili’icho’ob betabo’ob te’ ichil u ja’abilo’ob 20 siglos dso’ok ku máana’. Chen bale yáan ya’abach kili’icho’ob ma’ béetab tumen Iglesia, leti’o’be tuláakal le kíimeno’ob dso’ok u jóok’olob te’ purgatorio, yéetel kin tùuklik yáan jun túul a láak’ob ichilo’obi’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo primero del Tiempo Ordinario, y por ser día primero de noviembre, tenemos hoy la solemnidad de Todos los Santos.
El libro del Apocalipsis del apóstol san Juan, es el último libro de la Biblia, y en él se describen todas las cosas que le fueron reveladas de parte del Señor, mientras se encontraba desterrado en la isla de Patmos. Con sus revelaciones, el apóstol quiso animar a las comunidades cristianas que eran perseguidas, para que supieran que su sufrimiento tendría un fin, y que los malvados que los perseguían a muerte padecerían el castigo de Dios, mientras que ellos pasarían a gozar eternamente en el cielo.
En este pasaje se describe que, en el castigo final, se detiene a los ángeles que traían ese castigo, para que antes se alcanzara a poner en la frente de los que se iban a salvar una marca. Juan dice que pudo contar a los marcados y “eran ciento cuarenta y cuatro mil, procedentes de todas las tribus de Israel” (Apoc 7, 4). Ya sabemos que muchas cosas no las podemos interpretar al pie de la letra, y que en Israel los números tenían un símbolo. Este número en concreto se obtiene multiplicando doce por doce, que nos da ciento cuarenta y cuatro, porque las tribus de Israel eran doce; y mil significa en la Escritura una gran cantidad, y no un número exacto. Así que se trata de todos los redimidos del Antiguo Testamento, que son una enorme cantidad. Es la salvación del pueblo de Israel.
Posteriormente dice que vio “una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas” (Apoc 7, 9). Ahora se trata de todos los redimidos del Nuevo Testamento. Estar de pie delante del Cordero y portar vestiduras blancas significa su santidad. Cuando dice que llevaban palmas en las manos se refiere en particular a los mártires de la Iglesia. Y por si hubiera alguna duda, de quiénes eran todos los hombres y mujeres de aquella multitud, a Juan le explican que “Son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero” (Apoc 7, 14).
La Iglesia siempre ha sido perseguida, hasta la actualidad, y muchos siguen muriendo mártires hasta el día de hoy. Pero como dice san Ambrosio, todos somos perseguidos, pues si no tenemos perseguidores externos que atenten contra nuestro cuerpo, todos tenemos perseguidores internos que atentan contra nuestra alma, y esto lo vivimos en cada tentación. Hay dos formas fundamentales en las que un cristiano sufre martirio: Cuando se atenta contra su cuerpo, o cuando el enemigo trata de seducirnos y atraernos al pecado.
Con el Salmo 23 (que en algunas biblias aparece como 24), hemos cantado: “Esta es la clase de hombres que te buscan, Señor”, pues hoy celebramos a toda esa clase de hombres y mujeres que vivieron en este mundo buscando al Señor. El salmo también nos da una pista de cómo son estos hombres, por si alguien no lo supiera, respondiendo a dos preguntas que son: “¿Quién subirá hasta el monte del Señor? ¿Quién podrá entrar en su recinto santo?” Viniendo enseguida la respuesta: “El de corazón limpio y manos puras y que no jura en falso”.
La segunda lectura que está tomada de la Primera Carta del apóstol san Juan, nos hace vernos a nosotros mismos como privilegiados por ser hijos de Dios, y por la revelación que aún está pendiente. Esto significa pues que, la revelación está pendiente, porque aquí en el mundo no se nos puede dar, ya que esto supone haber dejado este mundo y estar frente a Dios, lo cual ahora es algo indescriptible. Dice el apóstol: “Aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Nuestros hermanos, los santos, a los que hoy estamos celebrando, ya están contemplando a Dios tal cual es.
El santo evangelio de hoy, según san Mateo, nos presenta el pasaje de las Bienaventuranzas. Es la Buena Noticia que Cristo nos vino a traer. Moisés en su momento subió a la montaña santa él sólo, en medio de signos que aterraban al pueblo, para bajar luego con las tablas de la ley, tablas que eran de piedra, lo cual significa el peso de los mandamientos.
Jesús en cambio, sube al monte acompañado de una muchedumbre y nadie tiene miedo, sino que todos gozan escuchando la buena nueva de Jesús. Las Bienaventuranzas son la ley de Jesús, que nos presentan la promesa de la dicha que se anuncia para todos los que hoy viven en fidelidad al Señor.
No se trata de un discurso de amenazas sino de reconocimiento y de esperanza para todos aquellos que están haciendo las cosas bien, y tienen motivo para alegarse por el premio que les aguarda: Los pobres de espíritu, los que lloran, los sufridos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia y todos los que por causa de Cristo sufren injurias, persecución o difamación.
Para todos, el mensaje es el mismo: “Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos” (Mt 5, 12). Esa alegría viene de estar en paz con la propia conciencia, y cuando se es creyente, viene de experimentar el amor de Dios, viene de la fe y de la esperanza.
La vida de cada santo es la de una alegría que no ofrece el mundo con sus riquezas y placeres, sino que viene del encuentro con Dios. El ejemplo más preclaro de esta alegría de los santos en la tierra es la Mujer más santa de la historia, que es la santísima Virgen María, quien dijo y nos enseñó a decir: “Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador” (Lc 1, 47b).
La Iglesia se divide en tres grupos: La “Iglesia Militante”, la “Iglesia Purgante” y la “Iglesia Triunfante”. La Iglesia Militante somos todos los bautizados que vivimos en este mundo caminando en la fe y la esperanza, entre luces y sombras yendo al encuentro del Señor. Somos los santos de la tierra, pues, aunque todos seamos pecadores, Cristo es nuestra cabeza, vive en nosotros el Espíritu Santo, y todos estamos llamados a la santidad. Es así que cada uno va logrando un cierto grado de santidad, juzgado sólo por Dios. Además, nos nutrimos con la Palabra de Dios, con los sacramentos y la oración, que son instrumentos de santificación.
La Iglesia Purgante son todos los hermanos que se están purificando en el Purgatorio, los que no vivieron para ser condenados, pero que tampoco tienen méritos para pasar directamente al cielo. Por ellos tenemos que pedir diariamente, y en todas las misas oramos por las benditas almas del Purgatorio. El día dos de noviembre está dedicado a ellos. Recordemos que la indulgencia plenaria la podemos aplicar para sacar un alma del Purgatorio.
La Iglesia Triunfante la conforman todos los santos del cielo, esos son los que hoy celebramos, todos los que la Iglesia ha canonizado durante estos veinte siglos, mas todos los que han salido del Purgatorio en ese mismo tiempo: Verdaderamente una muchedumbre que nadie puede contar.
Ojalá que el día de ayer nadie haya celebrado el Halloween, porque esa celebración nos aleja de nuestra cultura, pero sobre todo nos aleja de nuestra fe.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán