Homilía Arzobispo de Yucatán – XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

HOMILÍA 
XXXI  DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Dt 6, 2-6; Heb 7, 23-28; Mc 12, 28-34.

“Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón” (Mc 12, 30).

 

 

In lake’ex ka t’ane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel kimak óolal. Le Iglesia leti u kajal Jajal Dios, yaan ichilo’one’ ts’o’ok u k’amlo’ob te ka’anlo’, letiobe letie santoso’ob taan u payalchi tek o’olalo’. Yaane’ kimeno’obo tia’ano’ob te purgatorio, letio’obe k’aabet tio’ob k-payalchi tu yo’olalo’ob. Beyxan tu yo’olal le way ano’on yook’ol kaabe’ k’a’an payalchi tek o’olal. Ti yano’on ichil le K’imbesajil uchbeenó yéetel tak bejla’ beetke’. Le evangelio bejlae’, taan u k’aasik ti to’on unaj k- yabilkekba’.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo primero del Tiempo Ordinario.

La segunda lectura de hoy tomada de la Carta a los Hebreos, sigue abundando sobre la superioridad incomparable del sacerdocio de Cristo, con respecto de los sacerdotes del Antiguo Testamento. Tengamos en cuenta que esta carta está seguramente dirigida a un grupo de cristianos que antes fueron sacerdotes o levitas en el templo de Jerusalén, o quizá que por cualquier otro motivo seguían añorando la liturgia del templo y aquel sacerdocio. Por eso les debe quedar bien clara la fuerza intercesora del sacerdocio de Cristo que es eterno y que con un solo sacrificio, el de la cruz, no redimió de nuestros pecados.

Dice: “Ciertamente que un sumo sacerdote como éste era el que nos convenía, santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y elevado por encima de los cielos” (Heb 7, 26). Los sacerdotes en la Iglesia celebramos los sacramentos de la salvación de Cristo, con su poder y autoridad, no por nuestros méritos y virtudes sino porque celebramos “In persona Christi” (en la persona de Cristo); así Jesús es quien se hace presente en cada sacramento y acción de la Iglesia.

En el salmo 17 que hoy proclamamos, decimos: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”, con lo que expresamos una confesión sincera de amor creyente en la existencia de Dios. Los grandes filósofos de la antigüedad llegaron al descubrimiento lógico de la existencia de Dios con la fuerza de la pura razón, pero no lo conocieron como una persona con la que se pudieran comunicar de tú a tú, en un intercambio extraordinario del amor divino con el amor humano.

En el culto de todas las religiones antiguas, los hombres trataban con sus dioses con mucho miedo, intentando complacerlos y “negociar” con ellos, ofreciéndoles sus constantes sacrificios para aplacar su ira y alcanzar sus favores. Por cierto que, no estaban del todo errados, cuando pensaban que las vidas humanas eran los mejores sacrificios para ellos, pues esto es un reconocimiento indirecto del valor de la dignidad humana.

¿Cómo entender que el amor a Dios se haya constituido en un mandamiento para el pueblo de Israel y también para nosotros los cristianos? Sobre este mandamiento escuchamos hablar hoy, en la primera lectura, tomada del Libro del Deuteronomio.

¿Cómo se puede imponer el amor como un mandato, si éste debe ser el sentimiento más libre y espontáneo? Precisamente se impone porque el amor no es tan sólo un sentimiento, sino una capacidad humana que supone nuestra inteligencia, nuestra convicción y nuestra decisión, generando así un sentimiento sólido, basado en la práctica continua de la oración y de la obediencia a Dios.

Necesitamos expresar nuestra convicción de amor a Dios. Entonces el sentimiento vendrá, sin darnos cuenta cuándo ni cómo, sólo si dejamos de instrumentalizar a Dios, y en cambio lo tratamos de manera afectuosa con palabras que expresan y provocan el amor. No nos cansemos, pues, de decir: “Yo te amo, Señor”.

En el santo evangelio del día de hoy, un escriba, es decir, un conocedor de la ley de Moisés, le pregunta a Jesús cuál de todos es el primer mandamiento de la ley. Que un escriba pregunte esto, quiere decir que en verdad no les quedaba muy claro la escala existente entre los mandamientos; y significa además que reconoce que Jesús, quien no tuvo los estudios de un escriba, le puede aclarar algo tan importante.

Jesús le contesta recordándole el pasaje que escuchamos hoy en la primera lectura: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (Dt 6, 4-5; Mc 12, 30).

Si Jesús tenía estos conocimientos no era sólo por ser Dios, sino que como verdadero hombre se dejó educar por su papá, el señor san José. Podemos deducir la fuerte espiritualidad de José y su dedicación para educar a su hijo. San José no sólo le enseñó a su Hijo Jesús citas bíblicas, sino que lo educó en el amor a Dios y al prójimo.

El amor tiene que ser aprendido en el seno del hogar. Desde ahí los padres, amando a sus hijos, tienen que enseñarles lo que significa el amor como obediencia, respeto, tolerancia, perdón, generosidad, cumplimiento, convivencia, solidaridad, etc. Hay padres que no educan a sus hijos para amar, sino para el egoísmo, por consentirlos en forma desmedida, por tolerarles todo cuanto hacen y concederles todo cuanto piden. Ojalá que los papás varones no dejen a las mamás toda la tarea de la educación en la fe que, al mismo tiempo, es educación en el amor.

El escriba le pregunta a Jesús por el primer mandamiento, pero Jesús le da el primero y también el segundo que es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y es que estos mandamientos son inseparables ya que nadie puede amar a Dios si no ama a su prójimo. El amor a Dios puede volverse refugio egoísta, escapatoria para no comprometerse con el prójimo; claro que ese amor sería falso, pues “quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20).

Ambos amores se requieren recíprocamente, pues a Dios lo amamos en el prójimo y al prójimo lo amamos viendo en él a un hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza. Esto no nos exime de manifestar nuestro amor tierno a Dios en la oración y en la meditación de su Palabra, así como en la recepción de los sacramentos.

El amar al prójimo como a nosotros mismos, significa que, al conocer nuestros deseos y necesidades, podemos comprender mejor lo que el prójimo necesita de nosotros; como dice Jesús en otro pasaje: “Trata a los demás como quieras que te traten” (Mt 7,12). Está claro que muchos no saben amar porque no se aman ni se valoran a sí mismos, porque tampoco fueron suficientemente amados ni valorados en su infancia y adolescencia.

Nunca es tarde para ser educados en el amor a Dios y al prójimo. Por eso, toda experiencia de encuentro con Dios, en cualquier forma de kerygma o retiro espiritual, debe incluir siempre el encuentro con nosotros mismos y la reconciliación con nuestro prójimo.

Cuando aquel escriba reafirmó con sus palabras la enseñanza de Jesús, entonces el Señor vio que éste había hablado muy sensatamente y le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12, 34). Lo cual quiere decir que el amor lo es todo, que quien entiende este mandamiento y se esfuerza por amar de acuerdo a él, irá cumpliendo todos los demás mandamientos por amor, acercándose así más y más al Reino de Dios.

El pasado viernes primero de noviembre, dimos gracias al Señor por la multitud de los santos que hay en el cielo, que nadie puede contar, y que interceden por nosotros junto con Cristo. No ignoremos a estos hermanos del cielo, porque lo contrario sería una espiritualidad totalmente individualista. Por otro lado, no dejemos de interceder por nuestros difuntos, las benditas almas del purgatorio, tal como lo hicimos ayer sábado en la memoria de los fieles difuntos.

Que tengan todos una muy feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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