HOMILÍA
XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Jer 20, 10-13; Rom 5, 12-15; Mt 10, 26-33.
“No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10, 28).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich Maaya, kin tsikike’ex yéetel ya’abach ki’imak óolal. Kin túuxtik jun p’éel nojoch ki’imak óolal ti’ tu láakal tatatsilo’ob te’ tú kiinil u kiinbensalo’ob. U meyajo’obe’ jach taj k’aabet: leti’obe ku ts’aiko’ob u lakal báalo’ob ti’ u ch’i’ibalil, yéetel u yatan xane’ tu ka’atulilo’ob ku yiiko’ob u bisko’ob u paalalo’ob ti malalo’ob bej, yéetel xank ku kansko’ob ti u páal ma’alo’ob xíimbal, ku ye’esik u Ki’iki T’aan Yuumtsil u ti’al ka u xíimbalto’ob toj bej. Ki’ichkelem Yúum bíin dsáik u toj óolalo’ob te’ nojoch k’uben meyaja’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este décimo segundo domingo del Tiempo Ordinario, hoy que celebramos el “Día del Padre”. En esta misa quiero pedir por todos los papás, especialmente por los yucatecos. También pedimos por el eterno descanso de nuestros padres difuntos.
Así como fue el “Día de las Madres”, lo mismo hoy, el “Día del Padre”, tenemos que celebrarlo con la sana distancia junto con todas las medidas de precaución convenientes. Tal vez tengamos todavía reuniones virtuales para el encuentro con nuestros padres y abuelos, pero el cariño y gratitud para con ellos es el mismo.
Jesús nos enseñó a llamar a Dios “Padre” y a tratarlo con la confianza de hijos. Es cierto que algunas personas tienen una experiencia negativa con sus padres, por su ausencia, porque nunca los conocieron, porque su presencia en el hogar significó violencia, alcohol o cualquier otra forma negativa. Pero no podemos hacer de la excepción una regla. No es que Dios sea como un padre, sino que los padres son llamados a asemejarse a Dios en su paternidad.
Por más que haya mujeres llevando solas a sus hijos, ese no debe ser el ideal de la sociedad, y mucho menos el ideal cristiano. La vocación del padre en la familia, es la misma que tuvo el señor san José en el hogar de Nazaret: Ser custodios, proveedores y educadores.
Custodios: Cuántos peligros tuvo que afrontar la Sagrada Familia ante la persecución de Herodes huyendo a Egipto; y José fue su protector y guardián. Cuánta seguridad sienten los niños pequeños cuando papá está en casa; con él cercano no hay nada que temer. Papá es el custodio de cada hogar.
Proveedores: Cuánto sudor del señor san José para traer el pan de cada día al hogar de Nazaret. Cuánto cansancio tienen ustedes, papás, día con día pidiéndole a Dios que nunca les falte el trabajo para llevar lo necesario a sus hijos. Cómo disfrutan ustedes, papás, simplemente con ver a sus hijos comer hasta saciarse, y cuando pueden, comprarles lo que necesitan para la escuela, para vestirse o trayéndoles algún juguete. Dios Padre es testigo de la satisfacción de cada papá y se regocija con el gozo de cada padre.
Educadores: El señor san José fue educador del Niño Jesús, fue su catequista, quien le enseñó la historia de Israel, le enseñó la Ley de Israel y a rezar con los salmos. Le enseñó el trabajo en la carpintería y tantas otras cosas, aún sin darse cuenta. Así pasa en cada familia; aún sin darse cuenta, los papás son modelos a los que los hijos imitan inconscientemente.
La huella que dejan los papás, la descubrimos casi siempre cuando ya no están, cuando los recordamos: “Así decía papá”, “así se portaba papá”. Es de vital importancia que cada padre asuma su papel de educador, junto con su esposa; los profesores de la escuela y los catequistas de la Iglesia son sólo sus colaboradores. Pero ellos, papá y mamá, deben ponerse de acuerdo para educar a sus hijos, apoyando su estudio escolar, colaborando con su catequesis, y sobre todo, transmitiendo los valores correctos.
Cuántos hay que se pasan la vida culpando a sus papás de sus errores, de su carácter y de sus vicios, sin nunca asumir la propia responsabilidad. Hay cadenas del mal y cadenas del bien; de nosotros depende el romper con una cadena de mal, así como iniciar o continuar con una cadena o herencia del bien. Nosotros somos siempre responsables de nosotros mismos. Hoy, la segunda lectura, tomada de la Carta de san Pablo a los romanos, nos habla de la cadena de Adán, es decir, de su herencia, y también nos refiere la cadena de Jesús, el nuevo Adán.
San Pablo nos indica la gran superioridad que hay de la herencia de Jesús sobre la herencia de Adán. Dice: “Con el don no sucede como con el delito, porque si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos!” (Rom 5, 15).
La primera lectura, tomada del profeta Jeremías, nos prepara muy bien como siempre, para escuchar luego el pasaje del santo evangelio de hoy. Jeremías fue injustamente perseguido por su oficio de profeta. Su vida y su mensaje incomodaban a muchos. La persecución no sólo era física contra su cuerpo, sino también moral, contra su fama. Esto se entiende en las siguientes palabras del pasaje: “Todos los que eran mis amigos espiaban mis pasos, esperaban que tropezara y me cayera, diciendo: ‘Si se tropieza y se cae, lo venceremos y podremos vengarnos de él’” (Jer 20, 10).
Hoy en día también hay muchos que gozan morbosamente cuando oyen decir que un sacerdote ha fallado en cualquier forma a su ministerio, sin esforzarse por comprobar si es cierto, e incluso generalizan afirmando: “Así son todos”. Pero, ¿por qué esta actitud tan adversa contra los sacerdotes? Es que equivocadamente suponen que la falla de moral en los sacerdotes es un argumento para declarar la libertad absoluta de todos, acabando con las condenas éticas o morales, de modo que ya nadie puede acusar a nadie. Sin embargo, la conciencia siempre estará ahí para acusarnos cuando algo no sea correcto.
El Salmo 68 que hoy proclamamos, recoge muy bien la oración del justo perseguido e incomprendido hasta por su propia familia. Dice el Salmo: “Escúchame, Señor, porque eres bueno. Por ti he sufrido oprobios y la vergüenza cubre mi semblante. Extraño soy y advenedizo, aun para aquellos de mi propia sangre”. Es dolorosa la incomprensión de los propios seres queridos, pero eso debe llevar a los hombres y mujeres de Dios a refugiarse sólo en Él.
La lectura de Jeremías termina de una forma muy positiva, porque refleja la fe y la confianza del hombre de Dios perseguido injustamente, pues la confianza del justo permanece hasta la muerte y más allá de ésta. Dice el texto: “Canten y alaben al Señor, porque él ha salvado la vida de su pobre de la mano de los malvados” (Jer 20, 13).
En el santo evangelio de hoy, según san Mateo, Jesús invita a sus discípulos a no tener miedo a los que matan el cuerpo. Los discípulos están a punto de salir a su primera misión, y por eso Jesús los prepara invitándolos a no temer. Nada les pasó en su primera misión, pues fue totalmente exitosa. En cambio, después de Pentecostés, desde el inicio de la evangelización, comenzarían las persecuciones donde muchos morirían, siguiendo muchos hasta hoy muriendo mártires.
Dice Jesús que a quien debemos temer es a los que pueden matar el alma. Dice: “Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo” (Mt 10, 28). No nos confundamos. Alguien que puede matar nuestra alma, es alguien que nos puede pervertir y conducir a obrar mal; aunque esa persona nos pueda caer muy bien y resultarnos agradable. Ahora que estamos todavía encerrados y aislados por la pandemia, es una buena oportunidad para evaluar a todas nuestras amistades; tal vez después de la pandemia no nos convenga volver a tratar con ciertas personas, que son nocivas para nuestro espíritu.
Un abrazo a todos los papás. ¡Feliz día del Padre!
¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán