HOMILÍA
VI DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A
Hch 8, 5-8. 14-17; 1 Pe 3, 15-18; Jn 14, 15-21.
“Yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito” (Jn 14, 16).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le yáax xookilo’ ku ya’alik to’on bix úuchik le Apóstoles tu yáax confirmar junp’éel múuch’ máako’ob okjanajo’ob je’e bix ku beetiko’ob bejla’e’ le obispos. U ka’apel xookile’ kiili’ich Pedro, ku ya’alik to’on ka’aj a dsa’e ma’alo’ob kuxtaal utial u yanak to’on esperanza. Yéetel Ma’alob Péektsil Jesús ku ya’alik to’on, máax u yaabiltik ku bisik u kuxtal áalmaj ta’an.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en Jesucristo resucitado.
Lo que san Pedro nos dice en la segunda lectura de hoy, tomado de su Primera Carta, es muy iluminador para el caso de cualquiera de nosotros que sufra a causa de hacer el bien. Dice Pedro: “Pues mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal” (1 Pe 3, 17).
Hay otra enseñanza importante y siempre oportuna, que nos da san Pedro en este texto. Nos dice que estemos “dispuestos a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes” (1 Pe 3, 15). Se dice, y es un consejo prudente, que hay que evitar hablar de política o de religión en ambientes que pueden resultar adversos, donde se pueda generar polémica. Pero si alguien de buena manera nos pregunta, hemos de tener valor y claridad mental para explicar las razones de nuestra esperanza; porque, aunque superan la inteligencia, estas razones no son contrarias a la misma. San Pedro dice algo más: “Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su conciencia” (1 Pe 3, 16).
Estamos a una semana de celebrar la Ascensión del Señor, y a dos semanas de celebrar la solemnidad de Pentecostés. Por eso es oportuno el texto del Libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos presenta el relato de la excelente obra evangelizadora que Dios iba realizando con el ministerio del diácono Felipe en Samaria, cuya predicación venía acompañada de grandes milagros, como la curación de paralíticos y de otros enfermos, todo lo cual despertó una gran alegría en aquella ciudad.
Luego vinieron los apóstoles Pedro y Juan para completar la misión de Felipe, e impusieron las manos a los que ya habían sido bautizados, para que recibieran al Espíritu Santo. Este es el primer testimonio del sacramento de la Confirmación, conferido por separado del Bautismo. Hasta el presente, sucede del mismo modo, los sucesores de los apóstoles, que somos los obispos, acudimos a cada parroquia para imponer las manos a los bautizados y así reciban al Santo Espíritu. En algunos casos, además, hay jóvenes y adultos que acuden a la Santa Iglesia Catedral para ser confirmados.
En el santo evangelio, según san Juan, continuamos en el ambiente de la Última Cena, en la cual Jesús abunda en enseñanzas para sus discípulos, y en despedidas que ellos no entienden. En este contexto, Jesús les promete lo siguiente: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito, para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 15-17). Esta palabra “paráclito”, se refiere al Espíritu Santo, y proviene del griego. Ha sido variadamente traducida como “abogado”, “intercesor”, “maestro”, “ayudante”, “consolador”, y ciertamente es un concepto muy rico que incluye todas esas atribuciones.
Hay muchos que en lugar del “Espíritu de la verdad” prefieren el espíritu de la apariencia, es decir, todo lo que los haga quedar bien, o peor aún, prefieren el espíritu de la mentira, cuyo expositor es el diablo, quien desde el paraíso engañó a nuestros primeros padres. Lamentablemente hoy sigue engañándonos e invitándonos a engañar, y así hay muchos que están convencidos de que se vale mentir, con tal de salir bien librado. Un buen cristiano se deja conducir siempre por el Espíritu de la verdad. No confundamos las mentiras piadosas con las mentiras mañosas: las mentiras piadosas se las decimos a un enfermo, a un anciano, a un niño, para que no sufra; mientras que las mentiras mañosas son las que se dicen para quedar bien o para sacar provecho del prójimo.
Jesús se va despidiendo y prometiendo que volverá. Además, les declara una verdad que es valiosísima también para cada uno de nosotros. Él dice: “Yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” (Jn 14, 20). Para que esta permanencia sea una realidad es necesario amar de verdad, no sólo de palabras, de ideas o de sentimientos, sino cumpliendo los mandamientos de Jesús.
Promete, además, Jesús: “Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21). Esa es la razón por la cual en la oración del “Gloria” de la misa dominical decimos: “Y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”. En el “Gloria” se habla del amor correspondido entre Dios y el ser humano. Dios ama a todos, pero no todos se dejan amar por Él. Y porque Dios nos ama, nos deja en libertad, y no nos obliga a amarlo, porque eso no sería amor.
Ojalá que con toda libertad dejemos actuar al Espíritu de la verdad en nosotros, y que así amemos a Dios y al prójimo, amor que hace tanta falta en estas circunstancias. Que María, la Mujer llena del Espíritu, interceda por nosotros y nos acompañe.
Al término de esta homilía, felicito a los maestros y maestras, que este 15 de mayo celebran su día. El Señor les conceda realizar con fortaleza y sabiduría la misión de educar a los pequeños y a los jóvenes, que él mismo les encomienda.
¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán