HOMILÍA
V DOMINGO DE PASCUA
Ciclo A
Hch 6, 1-7; 1 Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12.
“Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta” (Jn 14, 8).
In láake’ex ka t’aane’ex ich Maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ u kiinil Mamatsilo’ob kin ki’imak óoltik tí tuláakle’ex, Mamatsilo’ob yéetel nojoch mama’ob té tu lu’umi’ Yucatán. Te Kili’ich Misa’ yáan payalchi’ ti’olal tuláakle’ex, u ti’olal le máax yáan jun túul u paal náach, tak le máax yáan jun túul u paal ku’uch óol, jun túul u paal k’ojan, wa’ yáan jun túul u paal kíimen. Bey xan payalchi’ ti’olal le k-mamao tso’ok u kíinlo’ob.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor resucitado en este quinto domingo de Pascua, que coincide con el día de las madres.
En esta ocasión no hubo serenatas a domicilio, ni flores, ni comidas especiales, ni visitas al cementerio, pero el amor de los hijos a sus madres es el mismo, y no faltará una llamada telefónica, y no debe faltar una oración. Esta Misa la quiero ofrecer por todas nuestras madrecitas, las que viven, y las que ya nos han dejado, e igualmente por nuestras abuelitas. Muy especialmente por las madrecitas que sufren por la lejanía de un hijo, o por un hijo que anda en serios problemas, o por un hijo enfermo, o por un hijo que ha muerto. Dios fortalezca a todas las mamás.
El amor de una madre suele ser el más grande y fuerte de todos los amores en este mundo, tanto que nuestro Dios lo ha tomado como ejemplo para expresarnos qué tan grande es su amor por nosotros sus hijos. Como cuando dice a través del libro de Isaías: “¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré” (Is. 49, 15); y más adelante en el mismo libro dice: “Como un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo” (Is. 66, 13).
El Hijo de Dios pudo haber venido al mundo de cualquier manera, pero quiso venir como todos nosotros, como dice la carta a los Gálatas: “En la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer” (Gál. 4, 4). Y en medio de una multitud que acompañaba a Jesús una mujer exclamó: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc. 11, 27). Pensemos en que Jesús pasó treinta años de su vida oculta conviviendo con su Madre, la santísima Virgen María: cuántas horas pasarían conversando, y cuántas más orando juntos. Y en su vida pública, su Madre iba tras de Él como discípula, hasta llegar al pie de la cruz, donde su Hijo nos la entregó como Madre nuestra. En la familia de la Iglesia no puede faltar la Madre que Jesús nos quiso compartir: ¡María!
La primera lectura está tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, que nos presenta la elección de los primeros siete diáconos de la Iglesia. Ellos fueron elegidos para atender a las viudas en el servicio de caridad de todos los días. En aquel tiempo, la mayoría de las viudas eran mujeres totalmente desamparadas, que vivían de la caridad de la gente, y en la comunidad cristiana se atendía a las propias viudas. Pero hubo quejas de que las viudas de los hebreros eran muy bien atendidas, y en cambio las viudas de los judíos griegos no eran bien atendidas. No cabe duda que hasta en las obras de caridad mete su cuchara el diablo. Debemos estar atentos, porque aún entre la gente buena, que se dedica a hacer cosas buenas, puede haber malos entendidos y hasta injusticias.
Pero de aquella situación se valió el Espíritu Santo para provocar la institución de los siete primeros diáconos. La gente los eligió y los presentó a los apóstoles, y ellos después de hacer oración les impusieron las manos para dedicarlos a este servicio. Este ministerio ha perdurado hasta hoy en la Iglesia. Todos los seminaristas, antes de llegar al sacerdocio, deben ser ordenados diáconos y ejercer el diaconado al menos seis meses. Pero también hay hombres elegidos para ejercer el diaconado en forma permanente, y éstos pueden ser casados o solteros. En Mérida tenemos un buen número de diáconos permanentes. Pidamos al Señor que, en un día no muy lejano, podamos tener diáconos de los pueblos y ciudades del interior del Estado que apoyen el ministerio de los sacerdotes.
Todos sabemos que el nombre original de san Pedro era Simón, y que el nombre de Pedro significa piedra. Pues hoy, en la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, el apóstol toma esta palabra para explicar una realidad teológica de todos los miembros de la Iglesia. Primero recuerda que el Señor Jesús es la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa a los ojos de Dios. Pero luego aplica esta palabra a todos los cristianos pues todos, como piedras vivas vamos entrando en la edificación de un templo espiritual, para formar un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios, por medio de Jesucristo.
No nos extrañe que hombres casados puedan ejercer el diaconado, pues todo el pueblo de Dios, todos los miembros de la Iglesia, somos pueblo sacerdotal. ¿Cuáles son los sacrificios espirituales que tú puedes ofrecer? Todo lo bueno que tú hagas lo puedes espiritualizar ofreciéndolo al Señor: tus quehaceres del hogar, tus estudios, tu trabajo en el taller, en la oficina o donde sea, ofrecidos al Señor son sacrificios espirituales; pero hasta tu descanso, tu deporte, tu convivencia con los demás, tus enfermedades y tus penas, ofrecidas al Señor, son verdaderos sacrificios espirituales. En pocas palabras, toda tu vida, cumpliendo los mandamientos divinos, le vas ofreciendo al Señor la hostia de tu cuerpo, desgastándote poco a poco al servicio de Dios y de tus hermanos.
La afirmación de Pedro es contundente y es para todos los cristianos de hoy: “Ustedes… son estirpe elegida, sacerdocio real, nación consagrada a Dios, y pueblo de su propiedad”. Y los presbíteros y los obispos ejercemos un sacerdocio ministerial ofreciendo el sacrificio de Cristo en el altar, y los demás sacramentos de la salvación.
El pasaje del Evangelio de san Juan nos trae grandes enseñanzas que Jesús transmitió a sus apóstoles durante la última cena. El primer mensaje de Jesús es básico para lo que hoy vivimos. Él nos dice: “No pierdan la paz”. Cómo necesitamos en medio de esta pandemia no perder la paz, y conservar la armonía interior, para aportar a la armonía familiar. Dice Jesús: “Si creen en Dios, crean también en mí”. Ese es el verdadero y profundo motivo de nuestra esperanza más allá de lo que está pasando. Si realmente creemos en Jesús, no hay nada que nos autorice a perder la paz.
Si Jesús nos asegura que en la casa de su Padre hay muchas habitaciones y que Él va a prepararnos un lugar, deberíamos estar muy contentos siempre. Cuanta gente se pone muy contenta por tener un lugar en un tiempo compartido en alguna playa, que le ha costado mucho dinero y que ni siquiera sabe si lo va a poder aprovechar, porque nadie tiene la vida segura, o porque un huracán o una pandemia, o tantas otras cosas nos puede impedir disfrutar de ese goce. Pero nuestro lugar en el cielo Jesús nos lo asegura, y nuestros seres queridos que se nos han adelantado en el camino, una vez que lleguen al cielo, ellos también nos procurarán junto con Él nuestro lugar. La invitación ya está hecha.
Jesús les dice luego a los apóstoles que ya saben el camino para llegar a donde Él va, pero Tomás le confiesa que no saben a dónde va, y que, por lo tanto, desconocen el camino. Esta sinceridad de Tomás le da oportunidad a Jesús para hacerles una gran revelación. Seamos siempre atrevidamente sinceros con Jesús para que Él nos pueda conducir. Le responde Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí.”
Jesús es el camino porque Él nos ha salvado con su pasión muerte y resurrección. Pero también es el camino porque es nuestro modelo del ser humano. Adán no sirvió como modelo, pero el nuevo Adán es modelo perfecto por su obediencia para seguir sus pasos.
Sin embargo, estas palabras de Jesús se vuelven incomprensibles para muchos que hoy en día niegan la verdad, al afirmar que no existe una verdad objetiva, sino que cada uno tiene su verdad. Negar la existencia de la verdad es una forma muy actual de ateísmo. Y muchos que viven este relativismo dicen creer en Dios, pero en realidad creen en su Jesús y en su Dios, que ellos mismos se han fabricado a su medida.
Y también para muchos se vuelve incomprensible el tema de la vida tal como la predica Jesús, pues si la vida la referimos sólo a la experiencia mundana sobre la tierra, entonces quizá sólo se le encuentre sentido a la vida si es feliz y llena de éxito, llena de experiencias satisfactorias, de lo contrario no se le encontrará sentido a la existencia. Pero, para quien cree en verdad, la vida está en Dios, y esperará la vida en plenitud sólo hasta llegar a Él, y los gozos, éxitos y satisfacciones de este mundo serán tan sólo pequeños adelantos y estímulos para continuar adelante con fe y esperanza.
Después, Felipe contagiado por Jesús en su amor al Padre, le pide a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre y con eso nos basta”. El Padre nos será mostrado en la contemplación en la vida eterna, pero aquí en la tierra lo vemos solamente a través de Jesús pues Él es, como dice san Pablo en su carta a los Colosenses: “imagen de Dios invisible” (Col. 1, 15). Por eso Jesús le hace a Felipe este dulce reproche: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre. ¿Entonces por qué me dices: ‘Muéstranos al Padre’? ¿O no crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? …”
Continuemos adelante por el único Camino que nos lleva a la Verdad y la Vida: Jesús.
¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán