HOMILÍA
IV DOMINGO DE CUARESMA
“LAETARE”
Ciclo C
Jos 5, 9. 10-12; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32.
“Me levantaré, volveré a mi padre” (Lc 15, 18).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Ti u kaanp’eel domingoil le Cuaresma, le evangelio ku t’aaniko’on utial ek- ki’imaktal ool, tu yo’olal u misericordia Yuum jajal Dios. Ma chen to’oní tak le “hijos pródigos” tumen ti’ le k’iino’oba’ táan u suutik u yiicho’ob ti’ Ki’ichkelem Yuum. Te’ ka’ano’ yaan ya’ab ki’imak óolal yo’olaj juntúul máak ka u tojkinsik u kuxtal ti Yuumtsil.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre en este cuarto domingo del tiempo de Cuaresma, domingo llamado “Laetare”, que significa “alégrate”, el cual nos viene a recordar que, por más austeridad y sacrificios que se hagan durante este tiempo, nuestro espíritu debe permanecer alegre, pues nos preparamos a la gran fiesta de la Pascua, que se va acercando.
El santo evangelio de hoy, según san Lucas, nos cuenta la historia de dos jóvenes hermanos y de su padre. Se trata de la parábola del “Hijo Pródigo”, que es considerada por muchos como la página más bella de la Sagrada Escritura, e incluso algunos la llaman la página más bella de toda la literatura universal.
El contexto en el que contó Jesús esta narración fue la crítica que le hacían los fariseos y escribas porque lo veían convivir y comer con los pecadores. En realidad, hubo otras dos parábolas sobre la misericordia de Dios, previas en este mismo pasaje, siendo la tercera la del “Hijo Pródigo”.
Esta parábola es muy apropiada para escucharla y reflexionarla en este tiempo de Cuaresma, porque si somos ahora llamados a la conversión, nuestra respuesta a este llamado es a partir de la confianza de encontrarnos con un Dios misericordioso. Jesús trata a Dios como a su Padre, y ésta será una de las acusaciones que lo llevarán a la muerte.
Además, también nos reveló que Dios es nuestro Padre, enseñándonos a llamarlo así, en la oración del “Padre nuestro”. Es cierto que hay muchos padres desnaturalizados y otros que están aún muy lejos de reflejar el amor del Padre Celestial, sin embargo el amor de los buenos padres por sus hijos es el mejor reflejo del amor de nuestro buen Padre Dios aquí en la tierra.
Dios nos creó libres, y ese es el mayor regalo que nos dio, pues ser buenos a la fuerza no tendría ningún mérito, ni es propio de una persona. La libertad nos define como seres humanos, en cambio, la privación de la libertad es el mayor castigo, el mayor atentado contra la dignidad humana, como en el caso del secuestro.
A petición del hijo menor, el padre de esta parábola distribuye la herencia entre sus dos hijos; luego el menor se va de la casa a malgastar su fortuna, sin que el padre lo detenga. Cada uno de nosotros, con la gran herencia de nuestra vida, la salud, la inteligencia, nuestras cualidades, todo eso recibido de Dios, podemos alejarnos de Él negando su existencia o simplemente comportándonos como si no existiera. Ante esto, Dios respetará nuestra libertad como la más grande muestra de su amor.
El hijo menor malgasta su fortuna con mujeres y toda clase de vicios. Cuando pierde todo, no le queda otra cosa qué hacer más que aceptar el trabajo de cuidar cerdos. Es tan grave su situación que hasta tiene envidia de la comida de estos animales. Estando en esa situación, recapacita pensando en la buena suerte que tienen los trabajadores de su padre y decide volver a él, reconociendo su pecado y sintiéndose indigno de ser considerado como hijo. De modo indirecto se da a entender que el padre es un buen patrón, que trata con justicia a sus trabajadores.
Quien toca fondo en el pecado tiene cierta facilidad para reconocerse pecador, para quererse acercarse a Dios, y lo hará con sentimientos de indignidad. Al igual que el padre de la parábola, Dios no nos espera para castigarnos ni para rechazarnos; por el contrario, nos aguarda con los brazos abiertos, pues como dice Jesús en otro versículo: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse” (Lc 15, 7).
Es muy viva la descripción de la alegría del padre que Jesús menciona en la parábola: “Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos” (Lc 15, 20). ¡Imaginémonos cada uno de nosotros recibiendo semejantes caricias de nuestro Padre Dios!
Luego de que el muchacho dio su humilde discurso confesando su pecado e indignidad de ser tratado como un hijo de su padre, éste parece no escucharle, pues más bien se dirige a los criados diciendo: “¡Pronto! Traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 22-24).
Así como Dios vistió en el paraíso a Adán y Eva cubriendo la desnudez en la que los dejó su pecado, así también a nosotros, después de arrepentirnos de las faltas cometidas, Dios manda a sus ángeles para que nos vistan con su gracia; tal como el padre de la parábola mandó vestir a su hijo con la túnica más rica. También manda que nos pongan un anillo en el dedo, que significa nuestra dignidad de hijos; manda que nos pongan sandalias; las sandalias separan nuestros pies de la suciedad que existe en la tierra y nos fortalecen para andar. Las sandalias puestas en los pies del hijo indican que la salvación nos separa del mundo y nos aparta para Dios, a fin de que sigamos su camino como “peregrinos de esperanza”.
El hijo mayor de la parábola representa muy bien a los escribas y fariseos, que no viven entre vicios y pecados, pero que por sentirse perfectos y gozarse en su autocomplacencia, se creen con derecho a juzgar sin reconocerse hermanos de los demás. Lo peor del caso es que no disfrutan del bien, pues sólo evitan el mal; y no viven amando a Dios sino cumpliendo con el deber.
Quien conoce el amor de Dios no busca recompensa alguna, pues ya la tiene junto a Él; tampoco se dedica a juzgar a los demás, pues sólo tiene ojos para Dios, a quien reconoce plasmado en la semejanza de cada uno de sus hijos, que a la vez son nuestros hermanos.
La primera lectura, tomada del Libro de Josué, nos presenta un ambiente festivo del pueblo que ha llegado a la tierra prometida y celebra la Pascua, por vez primera, fuera del camino del desierto, comiendo al día siguiente de los frutos de aquella tierra, pues ya ha cesado el maná. También nosotros, durante el desierto de esta vida, comemos el maná del cuerpo de Cristo sacramentado, y este pan se terminará cuando lleguemos a alimentarnos de Dios en la contemplación eterna.
Ojalá que los jóvenes y todos nosotros, como dice el salmo 33, hagamos la prueba y veamos qué bueno es el Señor. Para esto, la prueba es confiar en el Señor.
Vivamos día a día la experiencia del hijo pródigo, volviendo una y otra vez a los brazos amorosos de nuestro buen Padre Dios; entonces podremos entender lo que san Pablo dice en la segunda lectura de hoy, tomada de la Segunda Carta a los Corintios: “El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo” (2 Cor 5, 17).
Que tengan todos un buen inicio de mes y una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán