Homilía Arzobispo de Yucatán – II Domingo del Tiempo de Cuaresma, Ciclo B

HOMILÍA
II DOMINGO DE CUARESMA
Ciclo B
Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10.

“Este es mi Hijo amado: ¡Escúchenlo!” (Mc 9, 7).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Te’ ka’a p’éel domingo ti’ Cuaresma táank úuyik u Ma’alo’ob Péektsil le u súutkuba’ je’el bix Yuumtsil Pedro, Santiago yéetel Juan t’saka’abo’ob, yéetel lela’ u líisuba’o’ u ti’al le cruzo’, le ken u yíilo’ob ti Jesús jach loloxán u yich. K-oksaj ólale’ je’el u páajtal k-ilik le óotsililo’ob, máako’ob ku bino’ob tanxel kaajo’ob, k’oja’ano’obo’ yéetel tuláakal le máaxo’ob ku múukyajo’ob je’el bix u láak Cristo.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este segundo domingo de Cuaresma.

Todos coincidimos en que no hay dolor más grande en esta vida que el de una madre por la pérdida de un hijo. Hay que considerar que el padre comparte el enorme dolor de su esposa cuando un hijo muere. Si se trata de una mujer y un hombre de fe, de todos modos, el dolor es enorme, aunque les fortalece la esperanza de reencontrar a su hijo en la vida eterna junto a Dios. La fe puede llevar a esos padres a ofrecer a nuestro Señor el sacrificio de su dolor y la ofrenda de su hijo. Yo he atestiguado la increíble fortaleza de algunos padres creyentes al entregar a sus hijos.

En los pueblos de la antigüedad existía la costumbre de que los padres ofrecían a su primer hijo en sacrificio a la divinidad. Esto sucedía en tiempo de Abraham, nuestro padre en la fe, en los pueblos que él habitaba. Hoy en día, nos puede parecer que aquella práctica de ofrecer a sus primogénitos en sacrificio era un tremendo salvajismo, pero si tratamos de ver aquella costumbre con la lógica de aquellas gentes, tal vez podamos captar el lugar que ocupaba su dios para ellos, pues reconocían que su dios merecía el mejor de los sacrificios. La verdad que no hay nada más sagrado en este mundo que la vida humana, pero si se trata de la vida del hijo primogénito, se trata de lo más sagrado de lo sagrado, lo mejor para ofrecerle a su dios. ¡Qué gente tan religiosa!

En ese contexto situamos el sacrificio que Dios le pidió a nuestro padre Abraham, al solicitarle que le entregara en sacrificio a su hijo Isaac. Este relato lo escuchamos en la primera lectura de hoy, tomada del Libro del Génesis. ¿Cómo podía Dios pedirle algo semejante? Más aún, tratándose de un hijo tan especial, tenido milagrosamente en la ancianidad y de una mujer estéril; un hijo primogénito del que estaba prometido por Dios que luego vendría una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo o como las arenas del mar. Yo pienso que, si Dios no se lo pidió literalmente, al menos permitió que Abraham se sintiera en ese deber, y así el Señor pudo probar su capacidad de obediencia. Abraham no se negó a entregar la vida de su hijo Isaac a nuestro Señor.

Mientras caminaban hacia el lugar del sacrificio, Isaac cargaba la leña con la que iba a ser sacrificado, sin que él lo supiera aún. Cargando su leña, Isaac se convirtió en una figura remota de Cristo subiendo al monte Calvario con la cruz a cuestas. Cuando Isaac le preguntó a su padre dónde estaba la víctima para el sacrificio, Abraham le contestó: “Dios proveerá la víctima para el sacrificio” (Gn 22, 7). Esta frase de Abraham era una profecía doble, primero en sentido inmediato, porque luego encontraron una víctima para ofrecer; y después en sentido remoto, porque unos dieciocho siglos después, vendría la Víctima que en la cruz borró el pecado del mundo.

En verdad el ángel del Señor detuvo a Abraham en el último momento para que no sacrificara a su hijo Isaac, pero proveyó un carnero para que lo sacrificara en lugar de su hijo Isaac. Miles de animales fueron sacrificados en honor de Dios en diversos lugares y luego en el templo de Jerusalén, pero sólo una Víctima podría traer el perdón de los pecados: la ofrenda del Unigénito de Dios, el Primogénito de María, de quien el Bautista dijo: “Este es el Cordero de Dios” (Jn 1, 29).

Cuánto dolor habrá llevado Abraham en su corazón mientras se dirigía con su hijo Isaac, víctima inocente hacia el lugar del sacrificio. Durante esta pandemia, cuánta gente buena ha llevado en el silencio de su corazón la angustia por sus enfermos o el dolor por sus difuntos. El dolor de un creyente se puede expresar muy bien con el Salmo 115, que hoy recitamos y decimos: “Aún abrumado de desgracias, siempre confié en Dios”. Cuando pase la pandemia seguiremos diciendo: “Todavía para siempre confiaré en el Señor”.

Abraham no sacrificó a su hijo, pero Dios nuestro Padre sí sacrificó a su Hijo Jesucristo, como dice la segunda lectura del día de hoy: “No nos escatimó a su propio Hijo” (Rm 8, 32). Eso nos debe generar absoluta confianza en todo lo que el Señor nos puede dar, si ya nos dio a su propio Hijo. Por eso, desde el sacrificio de Cristo en el Calvario, la Iglesia termina siempre sus oraciones diciendo: “Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo…”

En el versículo anterior al evangelio de hoy (cfr. Mc 9, 1), según san Marcos, Jesús anunció: “Les aseguro que algunos de los que están aquí no morirán hasta que vean que el Reino de Dios ha venido con poder”. Posteriormente, el versículo siguiente (Mc 9, 2a) inicia con estas palabras: “Seis días después…” Así es que el relato de hoy es el cumplimiento de esto que Jesús anunció.

La narración de hoy (cfr. Mc 9, 2b-10) nos trae la historia de la Transfiguración del Señor Jesús ante tres de sus apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, quienes fueron testigos de momentos muy significativos del ministerio de Jesús. Él acababa de revelar a todos sus discípulos que tendría que padecer a manos de las autoridades judías, ser crucificado y resucitar al tercer día. Por eso la Transfiguración hay que situarla en el marco del anuncio de su pasión, como una preparación para ella: quienes verán al Nazareno desfigurado, antes lo ven transfigurado, mostrando toda su gloria.

Ya había mostrado parte de su gloria en cada milagro, curando a los enfermos, multiplicando los panes, caminando sobre las aguas, mandando sobre el viento y las olas, resucitando a los muertos, pero nunca la mostró tan intensa como en aquel monte, donde Moisés, quien representaba a la Ley, y Elías que representaba a los profetas, atestiguaban que Jesús era el Mesías, el que tenía que probar el sufrimiento y la muerte para entrar en su gloria.

A veces Jesús nos es tan familiar y lo sentimos tan cercano que podemos olvidar la grandeza y omnipotencia del Hijo de Dios eterno y todopoderoso que se ha encarnado. Si él aceptó el sacrificio, ¿por qué nosotros nos resistimos tanto a las pequeñas pruebas que da la vida?, ¿por qué nos aferramos a que todo sea éxito?, sin contemplar al gran “fracasado” de la cruz, que acaba como derrotado, cuando en realidad triunfa en el amor, con el mayor triunfo de toda la historia, que él mismo nos invita a compartir.

Las apariencias de nuestro físico, de nuestra ropa, de todas nuestras posesiones, pueden desfigurar nuestra realidad, escondiendo lo que realmente nos hace valiosos ante Dios. Transfigurémonos ante Él y ante nosotros mismos, para apreciar lo que realmente vale en nosotros. De igual modo hagamos con nuestro prójimo, no dejemos que sus apariencias lo desfiguren: transfiguremos a nuestros hermanos, especialmente a los pobres, a los enfermos y a todos los que son menos a los ojos del mundo.

Dios les dice a los tres apóstoles en el monte Tabor: “Este es mi Hijo amado: ¡Escúchenlo!” (Mc 9, 7). También nosotros tomemos este mandato de escuchar atentamente al Hijo amado del Padre, especialmente durante esta Cuaresma.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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