Homilía Arzobispo de Yucatán – I Domingo de Navidad, La Sagrada Familia, Ciclo B

HOMILÍA
DOMINGO DENTRO DE LA OCTAVA DE NAVIDAD
LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
Ciclo B
Gn 15, 1-6; 21, 1-3; Heb 11, 8. 11-12. 17-19; Lc 2, 22-40.

“Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor” (Lc 2, 22).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ táank k’íinbensik le Kili’ich Familia letiobe Jesús, María yéetel José. Bejla’e’ ti’ano’on te’ tú ja’abil Kili’ich José. Dso’ok u máan 150 ja’abo’ob ka yáalalti’ u Yuumil Iglesia’. Le noj k’íin kíinbensik jéel u páajtal yáalik Kili’ich Familia, tumen u Paal Kue’, kuxlaji’ u ti’al u béetik Kili’ich u láakal familia.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, ahora que estamos celebrando la Octava de Navidad, y en particular hoy, en la fiesta de la Sagrada Familia.

En primer lugar, quiero felicitar a todas las familias, no sólo las de Yucatán, sino todas las que lean o escuchen esta homilía, porque hoy es su fiesta. La sociedad civil hace pocos años comenzó a celebrar a las familias en otra fecha, pero como Iglesia tenemos mucho tiempo, siglos de estar celebrando en este día a la Sagrada familia, y en esta fiesta hay un mensaje particular para todas las familias cristianas. Sea como sea tu familia, pues ninguna familia es perfecta, merece tu cariño, y tu esfuerzo para no apartarte de ella.

Durante este tiempo de pandemia hemos tenido la oportunidad de convivir como nunca en familia. Es cierto que, lamentablemente, se incrementó la violencia intrafamiliar durante estos meses, pero la mayoría de las familias, aunque renegaran un poco, supieron volver a aquel tiempo donde todos estaban en casa y pudieron crecer en la paciencia. Que nadie se queje de eso, más bien, ofrezcamos al Señor todo lo que batallaron o estén todavía batallando. Es natural que el choque entre diversos caracteres resulte molesto y hasta incómodo, pero la familia nos da todos los días la oportunidad de reconciliarnos unos con otros pidiéndonos perdón, y tal vez dando una muestra extra de nuestro gran cariño.

Vivir en familia nos hace recordar que fuimos creados a imagen y semejanza de nuestro Creador, el cual, al crear al ser humano dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn 1, 26). No se molesten las mujeres porque el texto sólo diga “al hombre”, porque se trata de un término genérico, y el pasaje continúa diciendo que los creó varón y mujer. Fijémonos en el acto especial en el que Dios se detiene y habla en plural, porque Dios en esencia es Familia, tal como Cristo lo vino a revelar, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios es amor perfecto, relación perfecta y eterna.

Esa es nuestra naturaleza: vivir en la unidad y en el amor; hemos nacido de una mujer conviviendo con ella durante nueve meses en su vientre y toda la vida hemos tenido una relación única muy fuerte con ella; hemos nacido de la relación de un hombre y una mujer. También para todos es muy importante la relación con un papá que, velando por nosotros, corrigiéndonos y aconsejándonos, nos traiga la hermosa imagen de nuestro Padre Dios. Es por eso que sufrimos cuando uno de ellos nos falta. Nuestra admiración y respeto para todas las madres que por sí solas sacan adelante a sus hijos, aunque también hay algunos cuantos padres que, faltando su mujer, sacan adelante a sus hijos. El ideal para el niño, y luego durante toda su vida, es ser acompañados por papá y mamá.

El Hijo de Dios se encarnó y nació para ser parte de la familia humana, pero lo hizo dentro de una familia en particular, como dice san Pablo en su Carta a los Gálatas: “En la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer…” (Gál 4, 4). Aunque fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo en el vientre de María, el Hijo de Dios e Hijo de María quiso tener también una familia completa, incluyendo al señor san José como su padre adoptivo, aceptando que lo conocieran como el “Hijo del carpintero”, y llamándose a sí mismo: “el Hijo del hombre”.

José supo aceptar su misión para proteger a María y al Niño, viviendo el resto de su vida con corazón de padre, amando a su Hijo divino, seguramente mejor de lo que cualquier otro padre ama a sus hijos. Si José es el padre en la Sagrada Familia de Nazaret, y si Jesús lo llamó “padre” o “papá”, cómo no lo vamos a considerar nosotros nuestro padre. De hecho, hace 150 años san José fue declarado Patrono de la Iglesia Universal; por este motivo, el Papa Francisco declaró este año como “Año de San José”, decretándolo mediante una carta apostólica que lleva por título: “Patris Corde” (Con Corazón de Padre).

Sólo he hablado de la relación de los padres con sus hijos, pero aún nos falta considerar la relación entre los esposos. En la actualidad existe un movimiento feminista bueno que, pugna por hacer valer los derechos de la mujer. Pero hay un feminismo extremo y perverso que pretende enfrentar a la mujer contra el hombre, exaltando la condición de las mujeres que, en razón de este enfrentamiento, eligen vivir solas, incluso sin hijos.

Atacar al matrimonio y atacar la maternidad es buscar el suicidio de la humanidad. El ideal será siempre conforme al Plan de Dios, que la inmensa mayoría de las mujeres tenga un marido, los hombres su mujer, y que su relación entre ellos sea permanente, hasta que la muerte los separe. El matrimonio debe ser la forma ordinaria para llevar a plenitud la semejanza con Dios, que es Familia.

Nadie debería rechazar el matrimonio, pero siempre habrá hombres y mujeres que, sin rechazarlo ni temerlo, sienten el llamado de Dios para no formar una familia particular, y así poder dedicarse a servir a la familia humana, a la familia de la Iglesia, así como al resto de su familia de procedencia, a sus papás, sus hermanos y sus sobrinos. Una vida de soltería que no es vivida en forma egoísta, sino sirviendo a los demás, es una vida que vale la pena vivirse. Para nosotros los creyentes, la soltería consagrada en la vida religiosa o en la vida sacerdotal, es un gran regalo de Dios para su Iglesia.

También las otras relaciones humanas como la amistad o el compañerismo, deben ser expresión de nuestra semejanza con Dios. Los amigos no pueden faltar en una buena vida humana, mucho menos si ésta es cristiana, pues el trato amistoso con todos también nos hace semejantes a nuestro Creador, más aún si se trata de ayudar fraternalmente a los necesitados, aunque sean totalmente desconocidos y físicamente distantes.

Sigamos profundizando en la reciente encíclica de Su Santidad Francisco, llamada “Fratelli Tutti” (hermanos todos), en la que el Sumo Pontífice se dirige a la Iglesia y a todos los hombres de buena voluntad, mostrándonos los caminos aptos para lograr la fraternidad universal, manteniendo todos hacia todos, un auténtico diálogo de amistad.

No hay nada más doloroso que la guerra que enfrenta a hermanos contra hermanos; así como el divorcio, que acaba con un matrimonio y deja tanta tristeza para las familias; o también la pérdida de amigos que hemos querido. A la vez, nada hay tan humano y tan gozoso, que vivir en paz todos con todos, entre los pueblos, entre las familias, entre los amigos y compañeros. El amor, no la pasión desbordada, ni los puros sentimientos pasajeros, sino el verdadero amor, es divino y además nos diviniza, acercándonos más y más a nuestra propia naturaleza.

Hoy la Palabra de Dios nos propone en la primera lectura, tomada del Libro del Génesis, el testimonio de una familia, la primera en el pueblo de Israel, a través del testimonio de fe y esperanza, de Abraham y su esposa Sara, que perseveraron juntos a pesar de la contrariedad de no tener hijos.

Finalmente, Dios cumple su promesa, concediéndoles el hijo deseado y prometido. Dice el texto: “El Señor tuvo compasión de Sara, como lo había dicho y le cumplió lo que le había prometido. Ella concibió y le dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios había predicho. Abraham le puso por nombre Isaac” (Gn 21, 1-3).

Como sabemos, Abraham es considerado hasta hoy padre por tres pueblos: por los judíos, que descienden de Isaac; por los árabes, que descienden de Ismael, el hijo de la esclava de Sara; y por los cristianos que descendemos de Cristo, por la predicación de los Apóstoles. Si a Abraham lo consideramos nuestro padre en la fe, cómo no considerar nuestro padre a san José, a quien Jesús consideró su padre.

El texto del Libro de los Hechos de los Apóstoles que escuchamos en la segunda lectura, nos trae el recuento sobre la familia de Abraham, Sara e Isaac, a la luz del misterio de Cristo.

El santo evangelio nos trae el pasaje en el que María y José llevan al Niño al Templo, como era ley para todos los primogénitos, a los cuarenta días de nacidos, ofreciendo por ellos un rescate, recordando así el rescate de todos los primogénitos israelitas en Egipto. El anciano Simeón, luego de bendecir al Señor con el himno que nos enseñó la Virgen María, profetizó que el Niño sería un signo de contradicción en el pueblo, y que a María una espada le atravesaría el alma. La santa anciana Ana a su vez, gritaba a todos quién era aquel Niño, aunque nadie le hiciera caso.

María y José regresaron con el Niño a Nazaret dejándonos un hermoso testimonio de obediencia a las leyes de su pueblo. Posteriormente nos dice el texto que: “El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2, 40). Seguramente a María y José les parecía que el Niño crecía demasiado rápido, como les pasa a todos los papás, pues, aunque sus hijos hayan crecido y estén bigotones, casados y con hijos, les gusta imaginarlos y soñarlos todavía como niños.

Aprendamos del Niño Dios a valorar y a amar a nuestra sagrada familia.

¡Feliz Navidad! ¡Que sea alabado Jesucristo, nacido por nuestra salvación!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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