“Si conocieras el don de Dios ” (Jn 4, 10).
Ki’ olal lake’ex ka ta’ane’ex ich maya, kin tzik te’ex kimak woolal yetel in puksikal. U ox p’éel domingo Cuaresma, Jesús ku tzik já kuxtal ku luksik k’aj.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre deseándoles todo bien en el Señor.
Un saludo a todos los que llevan el nombre de “José” y las que llevan el nombre de “Josefina”, porque este tercer domingo de Cuaresma coincide con el día de san José, 19 de marzo, hombre tan maravilloso como desconocido. Él fue un gran santo cuya biografía desconocemos, aunque nos basta saber que el Padre celestial lo eligió para que fungiera como el padre de su Hijo divino en la tierra. Todos los que lleven este nombre esfuércense, no sólo por acudir a su patrocinio e intercesión, sino sobre todo, para imitar su responsabilidad, su amor al trabajo, su silencio, su oración, su castidad y su fe.
El evangelio de hoy nos presenta el episodio del encuentro de Jesús con la samaritana. No fue un encuentro casual; fue más bien un encuentro deseado y planeado por Jesús quien quería mostrar que venía a salvar a la todos los hombres y mujeres de todos los pueblos. Es por demás significativo que Jesús se encuentre con una mujer tan infravalorada en aquel tiempo y cultura, mucho más que ahora; una mujer que había tenido seis hombres en su vida; una mujer que pertenecía al pueblo samaritano, vecino, pero rival del pueblo judío. Y Jesús se presenta con humildad pidiendo a la mujer que le dé de beber. Jesús tenía sed física, pues era mediodía y venía de un camino largo, pero aprovecha su sed para calmar su sed de almas, pues deseaba la conversión del pueblo samaritano.
La mujer samaritana se sorprende de que Jesús le pida agua, siendo ella samaritana y mujer. Y más se sorprende aun cuando se da cuenta de que está delante del Mesías en persona. Primero creyó que era un profeta, al mostrarle Jesús que conocía su vida; pero cuando va a anunciarlo a los de su pueblo les dice: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Mesías?” (Jn 4, 29). Ella ya reconoce a Jesús como el Mesías prometido, pero invita a la gente que venga, vea y compruebe por sí misma. A cuántas mujeres les vendría bien ser llamadas a ver al Mesías, a encontrarse con Él, a darse la oportunidad de ser confirmadas en su dignidad y su valor como personas; pero también tantos presos, tantos migrantes, tantos enfermos, tantos pobres, tanta gente sedienta de comprensión, de amor, de respeto y de consuelo.
Jesús le habla a una mujer que no tiene una vida ejemplar, pues ha tenido cinco hombres en su vida aparte del que ahora tiene, quien no es su marido; sin embargo Jesús no la descalifica, ni la condena. La vida de aquella mujer da un vuelco luego de su encuentro con Jesús, pues se convierte en la evangelizadora de su comunidad. Si antes se avergonzaba y se escondía de la sociedad por ser ella rechazada y considerada una pecadora, ahora les da la cara con valor y alegría, porque lo que importa es cumplir con la misión que se ha impuesto de atraer a todos a Jesús.
Como buenos cristianos, ¡a cuánta gente podremos atraer a Cristo si los tratamos con amor y respeto, sin condenas y si nos mostramos con humildad, necesitados de lo que ellos o ellas podrían aportarnos! Por ejemplo, ahora Jesús a través del Papa Francisco, nos invita a recibir, respetar y amar a los divorciados vueltos a casar, sin dejar por ello de promover el matrimonio según el plan de Dios, y de invitar y acompañar a los jóvenes novios en su santo propósito de tener una sola unión, en la que se mantengan unidos hasta que la muerte los separe.
Jesús le habla a una samaritana y luego a todos los samaritanos, quedándose dos días a predicarles la buena nueva. El Señor le confirma a la mujer samaritana que la salvación viene de los judíos, no de los samaritanos; pero luego le afirma que llegará el tiempo en que los que quieran dar culto verdadero, adorarán a Dios no en este monte o en aquel sino en espíritu y en verdad.
Sin dudar de nuestra fe cristiana y católica todos nosotros podemos convivir fraternalmente con hermanos y hermanas de otras iglesias cristianas, e incluso hacer equipo para realizar obras buenas de orden social. Llega la hora en que hemos de unirnos más y más con todos los cristianos y también con gente de otras religiones en un tiempo en que muchos han hecho a Dios a un lado del mundo postmoderno. También llega el momento de articularnos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, los cuales aunque no tengan una religión, comparten con nosotros valores e ideales de una humanidad que quiere vivir en paz, en solidaridad, en justicia… en una palabra: en amor.
En la primera lectura tomada del libro del Éxodo, encontramos la rebelión del pueblo de Israel luego de salir de Egipto, acontecida mil doscientos años antes del episodio de la samaritana. El pueblo inició su marcha por el desierto y pronto comenzó a sentir sed protestando contra Moisés. El Señor Dios respondió a esta necesidad mandando a Moisés que delante del pueblo reunido, golpeara la roca con el mismo cayado que había golpeado el Mar Rojo para que les abriera paso; y como el Mar Rojo se abrió ante ellos para darles paso, ahora la roca comenzó a manar agua que calmó la sed del pueblo.
Ese episodio tan antiguo nos enseña que Dios es quien nos da todo lo que necesitamos para subsistir; siendo además un anuncio profético del agua bautismal, por la cual tenemos vida nueva en Cristo. El agua representa la gracia de Dios, representa al Espíritu Santo, vida de Dios en nuestro espíritu. En un pasaje del profeta Ezequiel, el Señor anunciaba: “Los rociaré con agua pura y los purificaré… Infundiré mi espíritu en ustedes” (Ez 36, 25. 27). El desierto cuaresmal nos debe llevar a experimentar nuestra sed de Dios, y a acercarnos a Él para ser saciados y clamar como dice el Salmo: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo” (cfr. Sal 42, 2).
Y tú ¿de qué estás sediento?, ¿qué es lo que deseas con sed ardiente?, ¿cuál es tu proyecto de vida? Podríamos tristemente andar por la vida sin un proyecto, sin un propósito. También tristemente podríamos, sí tener un proyecto, pero un proyecto meramente de orden material. Podríamos en cambio, tener sed de realidades superiores, como puede ser la perseverancia matrimonial y la fortaleza de una familia que se mantiene unida en el amor. Podríamos tener una sed de calidad superior, deseando un encuentro más y más cercano con Dios nuestro Señor, y por lo tanto, un encuentro positivo y fraterno con todas las personas que nos rodean a quienes reconocemos como hijos de Dios y hermanos nuestros.
Dios nuestro Padre sacia nuestra sed de amor al darnos a su Hijo. los amores humanos suelen dejarnos muchas insatisfacciones; el amor de Dios no defrauda nunca. Nos dice san Pablo en la segunda lectura de hoy tomada de su Carta a los Romanos: “La prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros…”, y antes dice: “La esperanza no defrauda, porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado” (Rom 5, 5-8). Entonces, el agua viva que Jesús ofrece a la samaritana es ese amor de Dios, es el mismo Espíritu Santo que viniendo a nosotros calma nuestra sed más ardiente y colma nuestras más auténticas y profundas necesidades.
Hermanos y hermanas, metidos en este desierto cuaresmal pidamos al Señor que sacie nuestra sed con la gracia del Espíritu Santo; y que nos enseñe a saciar la sed de los demás llevándolos a Jesús, comenzando por mostrárselo en nuestra propia vida.
Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!.
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán