HOMILÍA
IV DOMINGO DE CUARESMA
“LAETARE”
Ciclo A
1 Sam 16, 1. 6-7. 10-13; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41.
“Yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 5).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le lúuk tu beetaj Jesús yéetel u túuj u ti’al u dzaik tu yich le máak minan u sáasil yéetel tu tsa’aka, lela ku betik in túukul le coronavirus je’el u pájtal u tsa’akik u x-ma’ sáasil tuláakal yóokolkab, yano’ob náach ti’ Ki’ichkelem Yúum, yéetel u x-ma’ sáasil tuláakal máaxo’ob táan u tukliko’ob ku páakato’ob tu bel.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este cuarto domingo del Tiempo de Cuaresma, que desde antiguo se ha llamado “Laetare”, es decir, “alégrense”. Digamos que es el domingo de Cuaresma de la nota alegre, en el cual los sacerdotes podrían vestir una casulla color de rosa, para atenuar el rigor de la vivencia de la Cuaresma.
La verdad, yo pienso que son muy pocos los cristianos que viven con rigor la Cuaresma, como se vivía en otros tiempos, haciendo más sacrificios y mortificaciones aún de los que la Iglesia recomendaba. Sepamos que en otro tiempo ni siquiera se permitían las fiestas, ni bodas, ni quince años durante la Cuaresma, así como otras fiestas que no se hacían, y en caso de que se realizaran, no eran bien vistas. Hoy en cambio, pareciera no terminar durante todo el año.
Sin embargo, si no nos hemos puesto serios con la Cuaresma, la pandemia del COVID-19 (coronavirus) sí se está poniendo cada vez más grave, y nos está poniendo serios. Aunque, hoy se dan los dos extremos: Los que han entrado en un estado de pánico vaciando las tiendas de autoservicio; y por el contrario, los que se han dedicado a no tomar en serio las medidas de precaución e higiene ordenadas por nuestras autoridades, ni tampoco aprueban las medidas que hemos tomado como Iglesia.
A propósito de esto, hoy es el primer domingo en Yucatán y en otras diócesis de México en el que no se están celebrando misas con la presencia del pueblo, para evitar los contagios, sin saber cuándo podremos retornar a la normalidad en la vida litúrgica y sacramental.
En esta contingencia de salud, hemos de poner toda nuestra confianza en la misericordia de nuestro buen Padre Dios, pidiéndole que se haga su santa voluntad. Recordemos que para una persona de fe la enfermedad, el dolor o la muerte, es al mismo tiempo lo peor y lo mejor; porque la enfermedad y el dolor nos dan la oportunidad de acercarnos a Dios purificándonos de pecado; mientras que la muerte nos da la oportunidad de partir para estar ya con el Señor.
Hemos solicitado a nuestras autoridades no interrumpir las celebraciones eucarísticas, sino hasta luego de celebrar la fiesta del señor san José, para pedir su intercesión ante lo que estamos viviendo, teniendo en cuenta lo que cuenta la historia de Yucatán, de que en el siglo XVIII se vio libre de la peste, gracias a la intervención de san José. Hoy podemos pedir la intercesión de María y de todos los santos, pero sin descuidar las reglas de higiene y prevención. Tengamos en cuenta el dicho: “A Dios rogando y con el mazo dando”.
Hoy en el santo evangelio según san Juan, Jesús cura a un ciego de nacimiento haciendo lodo con su saliva, untándoselo luego en los ojos. Para un no creyente, este método puede parecer absurdo y hasta asqueroso, pero para un creyente viene el recuerdo del acto creador de Dios en el libro del Génesis, quien para formar al hombre modela una figura de lodo, soplando luego en su nariz y dándole vida humana, con la imagen divina (cfr. Gn 2, 7).
Definitivamente creo que esta pandemia no es de ningún modo un castigo de Dios, pero sí una gran oportunidad para que la humanidad se acerque a Él. Yo comparo la pandemia del coronavirus con el polvo de la tierra, y la saliva de Dios con su gracia que logra poner ese lodo en los ojos de la humanidad, para iluminarlos y así volver a ver la realidad según Dios.
Dice el Señor en la primera lectura de hoy, tomada del Primer Libro de Samuel, que la mirada de Dios nos es como la mirada del hombre, pues “el hombre se fija en las apariencias, pero el Señor se fija en los corazones” (1 Sam 16, 7). Si nos lo proponemos en esta Cuaresma, con la gracia de Dios, podemos arreglar nuestra mirada sin necesidad de acudir a una óptica, para recibir el don de llegar a mirar en el corazón de las personas descubriendo su dignidad, y la grandeza de las verdaderas cualidades humanas que con frecuencia son escondidas, quedando detrás de la apariencia física, del estatus social, de la ropa que se lleva, del dinero, del conocimiento, del poder que se tiene o del que no se tiene.
En el evangelio según san Juan, cada milagro respalda una enseñanza sobre la realidad divina de Jesús. En este pasaje, al darle la vista al ciego, Jesús define su misión diciendo: “Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo” (Jn 9, 5). La luz que Cristo ha traído al mundo es “para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos” (Jn 9, 39). Y es que los que creen ver por sí mismos, sin recurrir a la luz del Señor, no tienen criterio suficiente para juzgar, aunque fueran eminentes científicos, ¡y vaya que hay científicos e intelectuales de mucha fe, que viven bajo la luz de Dios!
Quien pretender ver y juzgar ignorando la mirada de Dios y su luz, continúa en su pecado. Como los fariseos que no valoraron ni agradecieron que Jesús le haya devuelto la vista al ciego, sino que sólo les importaba desacreditarlo con el argumento de que realizó la curación en sábado, violando la ley del descanso sabático. En el fondo no querían que hubiera alguien de más prestigio ante el pueblo sobre ellos.
La verdadera luz que Cristo le dio al ciego, el verdadero gran milagro, se lo concedió después, cuando lo encontró y se le manifestó como el Hijo del hombre, es decir, como el Mesías de Dios; entonces el antes ciego contestó: “¡Creo, Señor! Y postrándose, lo adoró” (Jn 9, 38). Los milagros que Jesús hizo entonces, así como los que hace ahora, tienen el fin de llevar al ser humano a la fe, y también a fortalecer la que ya tiene. El mayor milagro que Jesús puede hacer ahora no es acabar con el coronavirus, sino llevar a muchos a la fe, a que tengan una nueva mirada en la vida, bajo la luz que da la fe en Cristo.
Cuando Jesús dijo: “Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo”, se refería a los tres años que duró su ministerio, y quizá también a los treinta y tres años que vivió como si fuera un simple hombre, pues él es eterno, es “luz de luz”, “Dios verdadero de Dios verdadero”, y así continúa siempre iluminándonos. Aquella temporalidad de treinta y tres años marca después la tarea que tenemos todos los que hemos sido iluminados por él, de difundir su luz por el mundo, donde quiera que estemos.
Por eso san Pablo, en la segunda lectura, tomada de su Carta a los Efesios, nos dice: “En otro tiempo ustedes fueron tinieblas, pero ahora, unidos al Señor, son luz” (Ef 5, 8). Ahí está nuestra principal misión como cristianos, tanto para laicos, para consagrados, como para clérigos; más que hablar, vivir dando testimonio. Continúa san Pablo: “Vivan, por lo tanto, como hijos de la luz. Los frutos de la luz son la bondad, la santidad, la verdad” (Ef 5, 8-9).
Las obras del pecado son las obras de las tinieblas, y nosotros, aún sin juzgar ni condenar a nadie, con nuestra buena conducta, podemos reprobar a las tinieblas. Dice el Apóstol: “Todo queda tan claro, porque todo lo que es iluminado por la luz se convierte en luz” (Ef 5, 14) y esto contrasta con las obras del mal. Al final san Pablo concluye este pasaje con unas palabras que parecieran ser de un himno o un cántico de los primeros cristianos, que dicen: “Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz” (Ef 5, 14). Esta Cuaresma, ahora reforzada con la pandemia del COVID-19, parece gritarnos a cada uno: “¡Despierta, tú que duermes!”.
Sin quererlo, sin desearlo, todos los católicos hemos entrado hoy en un ayuno y abstinencia de sacramentos. Desde luego que todos quedan dispensados del deber de la asistencia a la misa dominical, pero les recomendamos seguirla por televisión o en la página de Facebook “Arquidiócesis de Yucatán”, donde la encontrarán de lunes a sábado a partir de las 12:00 del día, transmitida desde la capilla del Seminario Mayor; y los domingos desde las 8:00 de la mañana, transmitida desde la Santa Iglesia Catedral.
Recordemos que, para nosotros los católicos, los sacramentos son la forma ordinaria y más maravillosa de recibir la gracia de Dios, pero que cuando éstos nos faltan, los caminos de Dios son infinitos. La Comunión Espiritual y el deseo de los sacramentos serán las vías de este tiempo para encontrarnos con el Señor. Que el hambre y la sed de los sacramentos nos haga valorarlos y desearlos más y más.
Finalmente, como les decía en mi mensaje (del pasado lunes 16 de marzo), que este tiempo de estar en el hogar sea la oportunidad de aprender o de reaprender a convivir en familia. La Iglesia no se cierra, se cierran los templos, recordando que las iglesias domésticas, que son sus hogares, ahora son su espacio de santificación. No duden en que los sacerdotes ofreceremos diariamente en privado la Eucaristía por sus intenciones.
Serán tiempos difíciles para la economía de todos. Vivamos con humildad suficiente para saber tocar puertas oportunamente, y tengamos la generosidad de saber abrir nuestras puertas a quien las toque.
Nuestra oración por todos los enfermos. Nuestra oración por todos los familiares y amigos que los cuidan. Nuestra oración por todos los médicos y por el personal que, en forma heroica, sirve a Cristo en la persona de cada enfermo.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán