Homilía Arzobispo de Yucatán – XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA
XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
2 Mac 7, 1-2. 9-14; 2 Tes 2, 16 – 3, 5; Lc 20, 27-38.

“Serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado” (Lc 20, 36).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le oksa’ olal K ti’ Cristo ka’apúutkuxtal ti’ xan ka’apúut kuxtako’on jach k’a’abet u ti’al p’áajtal bin pach Cristo. Le máax ku ya’alik devoto ti’ le baax ku yaalaj santa muerte ma’ cristiano; beyxan le ku kéexko’ob yo’olaj reencarnación’, letiobe’ tu p’aajto’ob le fe cristiana-católica. To’on páajtik ka’apúutkuxtale’ t’aanaj u ti’al k náajaltik le kuxtal mina’an u xuulo’ yéetel yaabilaj ti’ Yuumtsil beyxan éet láak’o’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este trigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario.

Leyendo el Antiguo Testamento, podemos encontrar múltiples pasajes que anunciaban la resurrección de los muertos, sin embargo, el pueblo de Israel no entendió esos mensajes proféticos, creyendo más bien en un Dios justo y justiciero, que en esta vida premiaba o castigaba la conducta humana. Cuando veían a una persona buena sufrir, suponían que su pobreza, su enfermedad o cualquier sufrimiento se debían a un castigo heredado de sus padres o abuelos, y así explicaban la justicia divina. Al parecer, muchos bautizados viven todavía en el Antiguo Testamento, creyendo en un Dios que castiga o premia en esta vida. Es de notar este dicho mexicano: “En esta vida todo se paga”. Este pensamiento no es cristiano, sino pagano.

Por otra parte, para los israelitas, tener hijos significaba la oportunidad de prolongarse en la vida a través de los descendientes. Era inconcebible pensar que una persona no contrajera matrimonio; y si un matrimonio no podía procrear familia, lo veían como uno de los peores castigos de Dios, como una terrible desgracia. Esa gran valoración de la procreación fue la causa, en tiempo de Moisés, de la institución de la Ley del Levirato, que consistía en que, si un hombre casado moría sin dejar descendencia, un hermano del difunto debía tomar por mujer a su cuñada para darle descendencia a su hermano. Esta ley fue el argumento de la historia absurda que un grupo de saduceos le presenta a Jesús en el santo evangelio de hoy, para negar la resurrección de los muertos.

Ojalá hoy recuperáramos la fe y el aprecio por la vida matrimonial, pues mientras crece el número de los divorcios, disminuye el número de los matrimonios. Por otra parte, por las condiciones del estilo de vida actual, las parejas tienen muy pocos hijos, incluso en algunos casos están totalmente cerrados a generar la vida. También es sintomático el descenso en el número de las vocaciones sacerdotales y religiosas, cosa que en gran medida puede deberse a no comprender ni valorar la vida celibataria, en medio de un ambiente en el que todo habla de sexo, en el que los adolescentes son promovidos a experimentar a corta edad, situaciones que luego les cierran el camino a una posible consagración, esto aún en promocionales televisivos y redes sociales.

Al regresar del destierro en Babilonia, poco a poco se fue desarrollando en muchos judíos una fuerte espiritualidad que los llevó a creer y esperar la resurrección de los muertos, aunque algunos de ellos permanecieron sin creer en la resurrección. Fue entonces cuando un emperador griego quiso abolir los cultos locales e imponer las costumbres y los dioses griegos a todos los habitantes de su imperio. Eso fue lo que en Judea desató el levantamiento en armas de Judas Macabeo y sus seguidores.

Esto último se narra en los dos Libros de los Macabeos. Este domingo en la primera lectura de la Eucaristía escuchamos un pasaje del Segundo Libro de los Macabeos, en el que se relata el martirio que sufrieron siete hermanos judíos y su madre. Les recomiendo leer en la Escritura este pasaje completo, que expresa de modo vibrante el testimonio valiente de cada uno de los miembros de aquella familia, que creía y esperaba la resurrección de los muertos.

En realidad, fueron muchos los que murieron mártires en aquella persecución precristiana, y a todos ellos los celebra la Iglesia el primero de agosto. Es muy triste, pero hoy en día muchos bautizados viven como si no creyeran ni esperaran la resurrección, por eso tratan de gozar lo más que pueden esta vida; otros más tienen cultos paganos, como el de la Santa Muerte, tan contradictorio a la fe cristiana.

Pasando al santo evangelio de hoy, un grupo de la secta de los saduceos se acerca a Jesús para argumentar contra la resurrección. Le cuentan la historia ficticia de un hombre que se casó con su mujer, pero murió sin dejar descendencia, por lo que su hermano, cumpliendo la Ley del Levirato, la tomó por esposa, falleciendo sin dejar tampoco descendencia. Entonces uno a uno, los cinco hermanos restantes fueron tomando a la mujer con el mismo resultado, por lo que concluían, según ellos, con un problema sin solución: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?” (Lc 20, 33).

La respuesta de Jesús es clara y contundente: para los resucitados ya no habrá vida matrimonial “porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado” (Lc 20, 36). Debemos concluir que, cuando resucitemos, nuestra gran necesidad de amar y de ser amados será saciada totalmente por el amor de Dios. Todos los resucitados nos amaremos, pero ya no habrá dependencias o codependencias del amor hacia determinada persona, ya que todos nos amaremos en el Señor.

Jesús les recuerda además que Moisés, en el pasaje de la zarza que ardía sin consumirse, llama al Señor “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, lo cual indica que Él no es Dios de muertos, sino de vivos. Nuestro Dios es el mismo Dios de nuestros padres, abuelos, bisabuelos y de todos nuestros antepasados, pues es el único desde siempre y para siempre.

El Dios de la vida debe ser el único que decide sobre el momento y el modo de la muerte, sea por enfermedad o por accidente, a causa de nuestra naturaleza finita, no infinita. Nadie tiene derecho de atentar contra la vida de los demás. Es insostenible el afirmar que el aborto es un derecho de la mujer, cuando esto significa matar la vida dentro de vientre materno. Qué triste es que hoy tantas clínicas abortistas se enriquezcan con la venta o manipulación de los miembros del niño asesinado. Les recomiendo, si no la han visto, que vean o busquen en las redes la película llamada “Inesperado” (“Unplanned”, 2019).

La cultura de muerte en la que estamos inmersos, no sólo promueve el aborto como un derecho, sino también la eutanasia, así como las formas de violencia que conducen a la muerte. Todos deberíamos sumarnos a la indignación ante los crímenes que suceden cada día por todo el territorio nacional. De nada le servirá a nadie tener o traer tantas imágenes de nuestro Señor o de los santos, si no respeta, cuida y promueve la vida de sus hermanos.

Quien cree en la resurrección de Cristo y en la resurrección de los muertos, cree en el Dios de los vivos, respeta su propia vida y la de los demás como el primero de los derechos humanos, escapando de esta cultura de muerte en la que estamos inmersos. Esta fe comprometida nos ha de llevar a cuidar y proteger la vida de las plantas, animales, de todo lo que genera vida en la tierra, pero poniendo siempre por encima de todo en la naturaleza, al ser humano creado por Dios a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26).

Si realmente creemos en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y esperamos nuestra propia resurrección, no tengamos tanto miedo a la muerte, pues como dice la aclamación del aleluya el día de hoy: “Jesucristo es el primogénito de entre los muertos; a él sea dada la gloria y el poder por siempre” (Apoc 1, 5. 6). Expresemos nuestra convicción repitiendo el estribillo del Salmo 16 que hoy recitamos: “Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro”, a lo que añadimos: “Por serte fiel, contemplaré tu rostro”.

Que tengan una muy feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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