Homilía Arzobispo de Yucatán – XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA
XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Conmemoración de todos los Fieles Difuntos
Ciclo C
Dn 12, 1-3; 2 Cor 5, 1. 6-10; Jn 12, 23-38.

“Si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo” (Jn 12, 24).

 

In la’ak’e’ex ka t’ane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel kimak ólal. Jolje’ake’ tek k’imbesaj tulakal le santoso’obo’. Bejlaje’ taan k’imbesik tulakal ek laak’o’ob kimeno’ob, ti yano’ob te purgatorio. To’one’ex le Iglesia taank muuch xíimbal tak te kanlo’, le kili’icho’obo’ ku ye’esik ti to’on le bejo’, le kimeno’obo’ k’aabet tio’ob ek payalchio’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo primero del Tiempo Ordinario.

El día de ayer, primero de noviembre, celebrábamos a todos los santos del cielo, canonizados y no canonizados. Desde el nacimiento de la Iglesia, de inmediato se comenzó a celebrar a sus mártires recordando su “dies natalis”, es decir, el día en que habían muerto a manos de los perseguidores de la Iglesia, y así habían nacido para la vida eterna. De hecho, las primeras eucaristías en Roma se celebraban sobre la tumba de los mártires; cuando ya la Iglesia salió de las catacumbas, quedó la costumbre de celebrar la misa poniendo en el centro del altar un ara que contenía la reliquia de algún santo, costumbre que hasta antes del Concilio Vaticano era obligatoria.

Para el siglo IV de nuestra era, la lista o canon de los santos era tan larga, que el Papa estableció la celebración de una fiesta de todos los santos, encabezados por la santísima Virgen María. El año 610 se estableció el día 13 de mayo como la fecha para esta celebración. Luego en el año 835, el Papa Gregorio IV trasladó esta celebración para el día primero de noviembre, con el fin de contrarrestar la celebración celta de su año nuevo, fiesta que ha continuado hasta hoy en el llamado Halloween.

Entonces, el día de ayer celebramos a todos los santos del cielo, es decir, a la Iglesia Triunfante, mientras que hoy celebramos a la Iglesia Purgante, es decir, a todos nuestros hermanos que fueron salvados de la condenación eterna en el infierno, pero que tienen que pasar un tiempo de purificación en el purgatorio antes de pasar al cielo.

Los santos del cielo están dedicados a alabar a Dios por toda la eternidad y, aunque para todos sea difícil de comprender, ellos viven en una dicha inigualable, sin las fatigas y preocupaciones de este mundo. Ellos entienden plenamente lo que decía santa Teresa: “Sólo Dios basta”. Pero quienes han sido canonizados son modelos e intercesores para todos nosotros, mientras que los demás difuntos necesitan de nuestra oración para salir del purgatorio.

Nosotros debemos orar también unos por otros aquí en la tierra. Todo esto es lo que se llama la comunión de los santos. El Papa Francisco, cuando iniciaba la pandemia, nos dijo a nosotros los católicos, pero también a todos los hombres de buena voluntad, que estamos todos en la misma barca. Creer en la comunión de los santos significa aceptar que todos estamos en la barca de la Iglesia y que necesitamos unos de otros para salvarnos.

Hoy nos toca recordar a nuestros hermanos difuntos. Muchos están acostumbrados en este día a visitar los panteones. Aunque no asistamos a los cementerios, nuestra fe y nuestros corazones están abiertos para celebrar esta Eucaristía, pidiendo al Señor por todos nuestros seres queridos difuntos, para que pronto dejen el purgatorio y pasen a la gloria eterna del cielo. Nuestra mayor muestra de amor por ellos es la santa Misa y toda nuestra oración.

El altar de muertos es una costumbre de nuestra cultura. Quien haya colocado un altar de muertos en su casa o en su trabajo, no se le olvide añadirle los elementos más importantes que deben llevar: nuestro amor por ellos y nuestra fe en Jesucristo resucitado, que nos hace esperar la resurrección de aquellos que nos han dejado, y por supuesto, la oración.

En la primera lectura de hoy, tomada del Libro de Daniel, se encuentra contenida la esencia de nuestra fe cristiana, la cual se centra en la resurrección de Cristo y la de todos los muertos. Dice el pasaje: “Muchos de los que duermen en el polvo se levantarán: unos para la vida eterna, otros para el castigo eterno” (Da 12, 2). Esta es nuestra fe.

Creer en la reencarnación es algo totalmente contrario a nuestra fe cristiana. Quien cree en ella, ha dejado de ser cristiano. Igualmente, todos aquellos que creen que el ser humano es sólo materia y que con la muerte termina todo, ellos han dejado de ser cristianos; y los devotos de la llamada “Santa Muerte” también han dejado de ser cristianos, porque nuestro Dios es el Dios de la vida.

El salmo responsorial está tomado del salmo 121. Éste expresa la alegría de los judíos que así cantaban con esta letra el júbilo de estar llegando a la ciudad santa de Jerusalén, por eso dice: “Y hoy estamos aquí, Jerusalén, jubilosos delante de tus puertas”. Por eso con frecuencia entonamos: “Qué alegría cuando me dijeron” al llegar al templo para iniciar la santa Eucaristía. Un buen creyente podrá experimentar el mismo jubilo cuando, en la cercanía de su muerte, se está aproximando a la Jerusalén celestial.

En el evangelio de hoy según san Juan, durante la última cena, Jesús anuncia a sus discípulos: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado” (Jn 12, 23). Para él, la muerte es gloria, aunque vaya a ser tan dolorosa y tan vergonzosa, con el martirio más terrible y humillante inventado por los romanos: la cruz. Pero para Jesús es gloriosa esa muerte porque es su máxima prueba de obediencia al Padre y a la vez, su máxima prueba de amor por nosotros.

Si estuviéramos plenamente convencidos de lo que viene después de la muerte, la aceptaríamos de buena gana, para llegar a gozar de la presencia del Padre. Jesús quiere que lo sigamos, y dice: “Para que donde yo esté también esté mi servidor”. Y además promete: “El que me sirve será honrado por mi Padre” (Jn 12, 26). Como verdadero hombre, Jesús siente miedo de la muerte que le espera, pero se sobrepone por amor al Padre, por amor a cada uno de nosotros. Por ti y por mí, por todos nosotros, el Salvador entregó su cuerpo en el Calvario, aprovechemos esta redención.

En la segunda lectura, tomada de la Segunda Carta del apóstol san Pablo a los Corintios, nos dice: “Mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor”. Ojalá que hagamos realidad lo que dice luego el apóstol: “Estamos llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor (2 Cor, 5, 8)”. De aquí las hermosas y aleccionadoras palabras de santa Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.

Dios tiene un juicio personal para cada uno, pues Él conoce los corazones de todos. Algunos católicos de mente farisaica, es decir, muy estrecha, quisieran condenar a todos los demás que no observan como ellos sus prácticas piadosas, pero el juicio sólo le pertenece a Dios y nadie puede apropiarse la salvación, ni tiene el derecho de condenar a nadie. Todos los demás, creyentes o no creyentes, son también hijos de Dios, y si vivieron en el amor conforme a su conciencia bien formada, pueden obtener la salvación eterna por la misericordia de Dios, porque los caminos del Señor son infinitos.

Todas las misas que se celebran continuamente en el mundo se ofrecen por el descanso eterno de los santos difuntos. En este Año Santo, año jubilar, podemos ofrecer una indulgencia plenaria por alguno de nuestros difuntos y ese será nuestro mejor regalo en este día.

Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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