HOMILÍA EN LA
JORNADA NACIONAL DEL DIACONADO PERMANENTE
XVIII JUEVES DEL TIEMPO ORDINARIO
FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
Ciclo A
2 Pe 1, 16-19; Mt 17, 1-9.
“Este es mi Hijo muy amado… Escúchenlo” (Mt 17, 5).
Sr. Obispo Auxiliar, Mons. Pedro Sergio de Jesús Mena Díaz, Presidente de la Comisión Episcopal de Vocaciones y Ministerios, Pbro. Rodrigo Santos Sánchez Coordinador Diocesano del Diaconado Permanente, Diác. Omar Efraín Buenfil Guillermo, Coordinador de la Oficina de Pastoral, diáconos de todo México, hermanas Religiosas, hermanos y hermanas todos muy queridos en Jesucristo nuestro Señor.
Hoy que celebramos la fiesta de la Transfiguración del Señor, es un honor y una gran alegría poder participar en estas Jornadas Nacionales de los Diáconos Permanentes en México, Organizadas por el Excmo. Sr. Don Luis Felipe Gallardo Martín del Campo, Obispo Emérito de Veracruz y Responsable de la Dimensión Episcopal del Diaconado Permanente, y por el Pbro. Martín Montalvo Gutiérrez, Secretario Ejecutivo de esta Dimensión.
En esta Jornada nos ha tocado a Yucatán el tema de la “Familia, Principio de Humanidad Nueva”. El Diácono está llamado a servir a la gran Familia de la Iglesia Universal, que vive en cada Iglesia Diocesana, y que se concretiza en cada parroquia. Ojalá que cada diácono, ahí donde ha sido enviado, se sienta responsable ante Dios, de crear un ambiente de familia, ya que eso debe de ser toda comunidad cristiana. No importa cuántos quehaceres te haya encomendado el párroco o el obispo, ojalá que lleves en tu corazón la tarea de la caridad que une los corazones, para superar cualquier posible rivalidad.
La inmensa mayoría de los diáconos permanentes son casados, y ya saben que al recibir el orden del diaconado no te casaste para olvidarte de tu matrimonio o descuidarlo, y muchos menos de la responsabilidad de tus hijos, sobre todo si son menores de edad. Busca con creatividad la posibilidad de darle a tu esposa y tus hijos tiempo de calidad, y sin descuidar a tus padres, si aún tienes la dicha de conservarlos, lo mismo que a tus hermanos.
Cuando fui obispo de Nuevo Laredo, del 2008 al 2015, pedí que las esposas de los diáconos recibieran también una conveniente formación, y que ambos tuvieran formación matrimonial, quizá con el apoyo de algún movimiento católico que tuviera este carisma; y antes de ser ordenados diáconos, y habiendo recibido el Ministerio de Lectores, les pedía que juntos como matrimonio tuvieran una experiencia de apostolado en una parroquia. Una vez ordenados diáconos ya no les obligaba acompañarlos. Algunos fueron en familia con sus hijos a esta experiencia, y algunas esposas y algunos hijos después de ordenados quisieron seguir acompañándolos, para un apostolado en familia.
Hubieran visto ustedes qué contentas se pusieron las esposas de los candidatos al diaconado, cuando les pedí a ellos que no usaran camisa clerical, ni antes ni después de su ordenación. Definitivamente, por más tiempo que le dediquemos al trabajo o al ministerio, el matrimonio y la familia deben continuar conservando el primer lugar para el diácono permanente. No olvidemos el tiempo de calidad.
Por otra parte, la fiesta que hoy celebramos, de la Transfiguración del Señor, nos habla de la experiencia más fuerte de intimidad en la amistad entre Jesús y Pedro, Santiago y Juan. Sólo ellos tres acompañaron a Jesús en la resurrección de la hija de Jairo, y en el huerto de Getsemaní. Pero en el monte Tabor a estos mismos tres Jesús les reveló la gloria de la divinidad de su persona, cuando se transfiguró, y aparecieron junto a él, Moisés y Elías.
Cuando tenemos un amigo, le permitimos que nos vaya conociendo poco a poco; pero hay realidades de nuestra vida que reservamos sin revelar a nuestros amigos, hasta que esa amistad ha sido suficientemente probada y madurada; y al revelar algo más íntimo y personal de nosotros mismos fortalecemos los lazos de amistad.
Así pues, Jesús quiso revelarse a sus mejores amigos, Pedro, Santiago y Juan, y a través de ellos a todos nosotros. Así debe ser en todas las verdaderas amistades, que de la riqueza que comparten los amigos, todos a su alrededor salgan favorecidos. La amistad de Jesús con estos tres y con los demás apóstoles no es cerrada, sino que se ha convertido en una fuente de amistad para los hombres y mujeres de todas las generaciones, que descubrimos que también nosotros podemos gozar de la amistad de Jesús.
Los apóstoles son un instrumento de bendición, tal como le dijo el Señor a nuestro padre Abraham: “En tu descendencia serán bendecidas todas las naciones de la tierra” (Gén 22, 18). Por su naturaleza humana, Jesús tuvo unos cuantos amigos; pero por su naturaleza divina, el Hijo de Dios ofrece su amistad a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Los sacerdotes, los diáconos, y todos los buenos cristianos, hemos de significar una bendición para cuantos nos traten.
Luego de anunciar a sus discípulos su pasión, Jesús les había dicho: “Yo les aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no probarán la muerte antes de que vean al Hijo del Hombre venir en su Reino” (Mt 16, 28). Y la frase inmediata anterior al Evangelio de hoy dice: “Seis días después…”, y así ubica el episodio de la Transfiguración del Señor, donde aparece “su rostro resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”, como el cumplimiento de la profecía dicha por Jesús seis días antes. Muestra la gloria de su Reino, la gloria de su divinidad, atestiguada por la presencia de Moisés y Elías.
Los apóstoles se habían quedado dormidos mientras Jesús estaba en oración, y se despertaron contemplando aquel maravilloso espectáculo que los dejó extasiados, pero Pedro le pudo decir a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Cuando un cristiano vive una experiencia religiosa extraordinaria, un encuentro especial con el Señor en algún retiro espiritual, o en un tiempo de oración, siente el deseo de continuar ahí gozando la experiencia. Mas recordemos lo que el ángel les dijo a los discípulos el día de la Ascensión del Señor, cuando se quedaron parados mirando el cielo, y les preguntó: “¿Qué hacen ahí parados mirando al cielo?” (Hech 1, 11). Quien vive una fe de muchas prácticas de piedad, pero no se preocupa de lo que sucede a su alrededor, cae en un divorcio entre su fe y la vida. En cambio, los creyentes debemos ser los ciudadanos más comprometidos con el bien común.
“Mientras Pedro aún hablaba, los cubrió una nube luminosa, y de ella salió una voz que decía, “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias; escúchenlo”. El mandato que aquel día dio la voz del Padre de escuchar a su Hijo, tiene una vigencia inextinguible. Para escuchar a Jesús es necesario leer el Evangelio, que contiene sus palabras, escucharlo en la comunidad y escuchar la explicación que nos dan los ministros del Evangelio, y meditar sus palabras en todas las circunstancias de la vida. Sólo así daremos vida a nuestro Bautismo.
Los apóstoles se llenaron de temor al escuchar aquella voz, y cayeron rostro a tierra, lo cual es totalmente natural, y comprensible si nos ponemos en su lugar, pero luego son tocados por Jesús que les dice: “Levántense y no teman”. Estas palabras tan reconfortantes de Jesús, debemos tenerlas siempre presentes en nuestro corazón, especialmente cuando estamos caídos por el pecado, por la tristeza o por cualquier otro dolor, para levantarnos una y mil veces y retomar el valor de nuestra fe. Pero también es necesario que nos hagamos propagadores de este mensaje para repetirlo a quien lo necesite: ¡Levántate y no temas! Y durante esta pandemia hay muchos que necesitan estas palabras. Hermanos diáconos, levántense y no teman, y repitan esto a cuantos los rodean.
En la memoria y el corazón de aquellos tres apóstoles, quedó grabada esta maravillosa experiencia, que tuvieron que guardar en secreto hasta después de la resurrección del Señor. Pero luego la contaron llenos de gozo, y la Iglesia no terminará jamás de compartir este testimonio. Pedro da testimonio de esta experiencia vivida en la primera lectura del día de hoy, tomada de su segunda carta, cuando dice: “Y nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con él en el monte santo”.
Muchos de nosotros quizá hemos tenido experiencias de monte Tabor, experiencias de Transfiguración, en diversos momentos de nuestro caminar en la fe. Es bueno procurar una experiencia así, para reimpulsar nuestra vida cristiana. Pero todos, si perseveramos en la fe, escuchando la Palabra y esforzándonos por llevarla a la práctica, vamos teniendo paulatinamente una experiencia de Transfiguración, a lo largo de nuestra vida, contemplando más y más la divinidad de nuestro Redentor.
¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán