Homilía Arzobispo de Yucatán – XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA
XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Zac 12, 10-11; 13, 1; Gal 3, 26-29; Lc 9, 18-24.

“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Lc 9, 20).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’iinbejsik tatatsilo’ob. Kin ts’aik ki’imak óolal ti’ tu láakal tatatsilo’ob yéetel nolo’ob wey tu lu’umil Yucatán. Ko’one’ex Payalchi’ yo’olalo’ob. Ma’ chen ch’a’abil u beetikuba juuntu’ul tatatsil, leti’obe ku wesiko’ob bix Yuumtsil Tatatsil. Beyxan ko’one’ex Payalchi’ yo’olaj le tatatsilo’ob yéetel le nolo’ob kiimeno’obo’.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre, y les deseo todo bien en el Señor. Este domingo saludo y mando un abrazo afectuoso a todos los papás en su día; nuestra oración por todos ustedes y por el eterno descanso de los que ya han sido llamados por nuestro buen Padre Dios.

Aprovechemos para celebrar a la familia según el plan de Dios, pues nos queda la última semana del año dedicado a la familia en nuestra Iglesia. Siempre ha habido familias donde el padre está ausente, pero es una bendición que el matrimonio esté constituido por un hombre y una mujer, y que los niños tengan papá y mamá.

El Hijo de Dios, siendo como es, Hijo del eterno Padre, habiendo sido engendrado en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo, quiso tener en este mundo un padre humano, que con su trabajo honrado y con su amor, le diera nombre, le diera digno sustento a él y a su madre, que también le diera la educación religiosa, porque en el pueblo de Israel, el papá era el encargado de enseñar a su hijo a orar, a conocer la historia de salvación del pueblo de Israel y la ley de Dios.

El elegido fue el señor san José, hombre de gran fe, que esperaba al Mesías, que fue capaz de creer de corazón que las profecías se habían cumplido ya en María. José supo venerar a María y al Niño que ella llevaba en su vientre. Además, José pudo adiestrar a su Hijo en su oficio de Carpintero. Después de treinta años de vida oculta en familia, Jesús se sintió siempre orgulloso de ser llamado “el Hijo del carpintero”, ya que a sí mismo se llamaba “el Hijo del hombre”.

Padre de familia, date cuenta de que tu lugar en tu familia es una vocación y una misión que el Padre de todos te ha querido encomendar. Aunque tu esposa y tus hijos sean seres ordinarios, míralos siempre como una encomienda amada, como los seres maravillosos que nuestro buen Padre Dios te quiso encargar. Contémplalos, especialmente mientras duermen, dale gracias a tu Padre Dios por cada uno de ellos. Aunque tu mujer sea muy religiosa, tú no te hagas a un lado en las cosas de Dios: sé para tu esposa y tus hijos un modelo de fe, de oración y de vida sacramental. Instrúyete en las cosas de Dios, para que puedas orientar a tu familia con la Palabra de Dios y las enseñanzas de tu Iglesia. Ellos te necesitan, no sólo desde el punto de vista económico, sino con tus consejos y ejemplos. No te avergüences de mostrarte tierno y cariñoso con todos en tu casa. Déjales, desde ahora, el mejor recuerdo que conservarán siempre de ti.

San Pablo dice en la segunda lectura del día de hoy, de la Carta a los Gálatas, que ya no existe diferencia entre varón y mujer, “porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Esto significa la igualdad en dignidad que todos tenemos, hombres y mujeres por igual. Jesús vino a traer la unidad en la Iglesia universal, así como en la Iglesia doméstica, es decir, en la familia; por eso, para un creyente, nada debe ser motivo de que unos se sientan superiores a otros, o se den un trato que no corresponde a su dignidad. Que este domingo todas las familias estén unidas en torno a papá, pero que día con día todos se esfuercen por crear la unidad, traída por Cristo.

Es en la familia donde podemos conocernos y valorarnos mutuamente. La familia de los doce apóstoles era la única capaz de conocer a Jesús porque convivían con él. Dice el evangelio de hoy, según san Lucas, que el resto de la gente tenía opiniones diversas sobre Jesús, unos decían que era Juan el Bautista, otros que Elías, otros que alguno de los profetas que había resucitado. Ellos le comunicaron a Jesús lo que la gente decía sobre él, pero luego, cuando Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, Pedro responde inmediatamente en nombre de todos: “El Mesías de Dios” (Lc 9, 20).

Fueron los tres años de convivencia familiar los que hicieron que Pedro y los demás, más que opiniones como la gente, tuvieran la certeza de quién era Jesús. Él les ordena severamente que no lo dijeran a nadie, porque cada persona debe descubrirlo, por sí misma, en un encuentro personal con Cristo. Además, faltaba respaldar la obra de Jesús con su muerte y resurrección.

Qué triste es que haya familias donde sus miembros no se conocen entre sí, porque entre ellos hay distancia física o moral, porque no conviven o no dialogan entre sí. Ordinariamente es en la familia donde somos conocidos mejor que en cualquier otra parte. Hoy en día las personas se ven demandadas a estar fuera de casa por trabajos absorbentes, así como por otras realidades que nos alejan, por eso se impone un acuerdo y un mínimo de organización para garantizar el compartir algunas comidas y momentos de calidad familiar.

Durante siglos, los profetas habían anunciado en Israel la Pasión del Mesías. Hoy en la primera lectura, tomada del Libro del profeta Zacarías, se nos presenta esta profecía que anunciaba la piedad y la compasión que produciría a la gente buena, el ver a quien traspasaron con la lanza. Pasan los siglos, y la familia eclesial se sigue conmoviendo al ver la imagen del crucificado. También en el evangelio según san Lucas, hoy Jesús anuncia su propia Pasión.

A nadie le gusta ver sufrir a un miembro de la familia por una enfermedad o un accidente. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él. La verdad es que los verdaderos males, los más graves que una persona puede padecer, son de orden moral, como la pérdida de valores, los pecados cometidos o los estados de vida que no van con la dignidad humana y cristiana de las personas. En cambio, los males físicos de enfermedad, accidente o cualquier otro tipo de sufrimiento, pueden traer cosas buenas como la unidad de la familia, así como el cambio de mentalidad y de vida de aquel que está sufriendo. “No hay mal que por bien no venga”, siempre y cuando sepamos sacar lo bueno de lo malo, como dice san Pablo: “Todo contribuye al bien en aquellos que aman a Dios” (Rom 8, 28).

Ciertamente los apóstoles y la santísima Virgen María no hubieran querido la pasión, la cruz y la muerte de Jesús, pero sin cruz no hay resurrección ni hubiera habido salvación del mundo. Jesús nos invita a seguirlo, tomando nuestra cruz de cada día. No se trata de inventarnos cruces, sino de tomar con amor las que se nos presentan día con día. Para servir a nuestra familia tenemos que cargar la cruz y las cruces que significa la vida en familia, pues vale la pena servir a Cristo en nuestra familia.

Nuestro respeto a las mujeres que han tenido o han querido llevar solas a cuestas la cruz de su familia. Nuestro respeto y afecto por las personas que han decidido realizar el proyecto de otro tipo de familia. Como Iglesia, animamos a los matrimonios integrados por un hombre y una mujer, que están abiertos a recibir la bendición de la vida de sus hijos, y van realizando en plenitud el proyecto divino de la familia.

Dios es Familia perfecta en la unidad y en el amor, por toda la eternidad. Dios nos sigue invitando a participar de la vida trinitaria.

¡Feliz Día del Padre! Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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