HOMILÍA
II DOMINGO DE PASCUA
DE LA DIVINA MISERICORDIA
Ciclo C
Hch 5, 12-16; Ap 1, 9-11. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-31.
“La paz esté con ustedes” (Jn 20, 19).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’alik u waxak k’iinil u púutkuxtal Cristo, le k’iino’oba k’iinbejsaj yéetel tu láakal puktsi’ik’al. Bejla’e’ xane’ k’iinbejsik u Yuumil Misericordia. K’áatik ti’ tu láakal te’exe ka’a yanak Misericordia ti’a k láak’o’ob.
Muy queridos hermanos, les saludo con el afecto de siempre, deseándoles todo bien en el Señor resucitado. Hoy cerramos el sagrado tiempo que llamamos “Octava de Pascua”, continuando con el Tiempo Pascual, hasta que al cumplir los cincuenta días celebremos la fiesta de Pentecostés, conmemorando la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Este domingo además celebramos al Señor de la Misericordia.
La devoción de la Divina Misericordia recibió un gran impulso en el pontificado de san Juan Pablo II. El Papa proclamó la “Fiesta de la Divina Misericordia” el 30 de abril del año 2000, que se celebraría todos los años el primer domingo después de Pascua.
Esta fiesta había sido impulsada por la religiosa polaca santa Faustina Kowalska. El 22 de febrero de 1931 ella tuvo una visión de Jesús, quien le encomendó tres cosas: predicar sobre la misericordia de Dios; elaborar nuevas formas de devoción; e iniciar un movimiento que renovara la vida de los cristianos en el espíritu de confianza y misericordia. Santa Faustina fue beatificada el 18 de abril de 1993 y fue canonizada el 30 de abril de 2000, en ambas ocasiones por san Juan Pablo II.
Este domingo, con el Salmo 117, cantamos en nuestra Eucaristía: “La misericordia del Señor es eterna”. En el mismo salmo se invita a la Casa de Israel y a la Casa de Aarón a proclamar la misericordia del Señor. Actualmente Israel es también la Iglesia, y si Aarón ocupaba el oficio sacerdotal, hoy en día la Iglesia y sus sacerdotes debemos proclamar que la misericordia del Señor es eterna. Así lo debe proclamar cada casa donde viven los creyentes, es decir, tu familia y todas las familias cristianas hemos de proclamar creyendo y confiando en que la misericordia del Señor es eterna, lo cual se ha manifestado en su resurrección.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles nos da cuenta de que la primera comunidad cristiana iba creciendo más y más, realizando la obra misericordiosa del Señor Jesús. La gente sacaba a sus enfermos en camillas, para que, al pasar Pedro, al menos su sombra les cayera y les trajera la salud. Desde el principio y hasta ahora, la Iglesia continúa atendiendo a los enfermos y realizando toda clase de obras de misericordia.
Según los datos más recientes los institutos de salud, de asistencia y beneficencia gestionados en el mundo por la Iglesia son en total 115, 352. En estos centros hay 5,167 hospitales, la mayoría en África y América; 17,322 dispensarios, la mayor parte en África, América y Asia; 648 leproserías distribuidas principalmente en Asia y África; 15,699 casas para ancianos, enfermos crónicos y personas con discapacidad, en su mayoría en Europa y América. Así mismo la Iglesia atiende 10,124 orfanatos, principalmente en Asia y América; 11,596 guarderías, la mayoría en América y Asia. Todo esto sin contar las obras de la Cáritas Internacional, las Cáaritas Nacionales, las Cáritas Diocesanas, las Cáritas parroquiales y muchas otras obras de misericordia en distintas instituciones.
Por supuesto que tendríamos que sumar además todas las obras de misericordia que muchísimos bautizados realizan en forma personal o asociada, animados por su fe en el Señor misericordioso. Todos hemos de sumarnos a estas obras de misericordia si está a nuestro alcance.
No cabe duda que construir la paz es también una obra de misericordia. Jesús de hecho incluyó a los que trabajan por la paz en la lista de los bienaventurados, quienes serán llamados hijos de Dios. Cristo resucitado se apareció a sus discípulos reunidos en el Cenáculo la misma noche del día de su resurrección.
Según nos narra hoy el evangelio de san Juan, Jesús se presentó en medio de ellos con un saludo por demás lleno de misericordia. Les dijo: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 19). Ellos habían perdido la paz por la enorme tristeza de la muerte de Jesús, pero también la perdieron por haber abandonado a su Maestro, compartiendo la vergüenza de Pedro por haberlo negado, así como la de Judas por haberlo entregado y haberse quitado la vida.
Ahora ya no había duda de la resurrección de Jesús, y el saludo de paz que les brindó los llenó de alegría y de salud espiritual. Luego Jesús les repite el saludo de paz, soplando sobre ellos, en señal de que les daba su Espíritu; de hecho, en hebreo, la palabra “espíritu” era equivalente a la palabra “viento” (ruah). Entonces les comunica el Espíritu para convertirlos en ministros de la paz dándoles autoridad para perdonar los pecados de los hombres.
El tribunal del confesionario es un lugar de la misericordia divina, donde los ministros tenemos una enorme responsabilidad para tratar con misericordia a cuantos se acerquen, y de esto tendremos que dar cuenta a nuestro Señor. Ese saludo de paz de Cristo resucitado, los sacerdotes lo repetimos en cada Eucaristía antes de invitar a todos a darse la paz, para luego acercarse a la Comunión.
Dice también el pasaje de hoy: “Ocho días después” (Jn 20, 26), es decir, al cumplirse la Octava de la Pascua, siempre proclamamos este evangelio, cuando Jesús resucitado vuelve misericordioso para sanar la incredulidad de Tomás, y el saludo es el mismo: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 26).
También a Tomás le ofrece su paz, para que sane y se una al gozo de los demás creyendo en su resurrección. Hasta le ofrece la oportunidad de meter su dedo en los agujeros de sus manos, y su mano en el costado que fue herido por la lanza del soldado, para que verificara que era él. Tomás respondió con palabras de verdadera fe al decirle: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28).
La de Tomás es verdadera fe, porque una cosa es ver a un resucitado, como vio a Lázaro y a otras personas que Jesús resucitó, pero ahora no sólo ve a un resucitado, sino que contempla a su Señor y a su Dios. Es por eso que muchas personas, cuando el sacerdote levanta la hostia consagrada y luego el cáliz con la sangre de Cristo, proclaman su fe diciendo: “Señor mío y Dios mío”.
Escuchando igualmente la segunda lectura de hoy, tomada del inicio del Libro del Apocalipsis, las revelaciones narradas las recibió el apóstol san Juan el primer día de la semana, al que hoy llamamos “domingo”, es decir, “Día del Señor”. Allí Jesús resucitado invita a Juan a no tener miedo, y del mismo modo hoy nos invita a nosotros para no temerle a nada ni a nadie, diciendo: “No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo, por los siglos de los siglos. Yo tengo las llaves de la muerte y del más allá” (Ap 1, 17-18).
Animados por esa confianza, continuemos adelante con esperanza y alegría dando testimonio del Resucitado, principalmente, con obras de misericordia.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán