HOMILÍA
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Ciclo C
Hch 2, 1-11; Rom 8, 8-17; 1 Cor 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23.
“Reciban al Espíritu Santo” (Jn 20, 22).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ k’iinbejsik Pentecostés, ku ts’o’okol u k’iinil Pascua. Ko’one’ex k’áatik ti’ Espíritu Santo ka taalak óok’ol yéetel u tsa’ato’on u 7 pixa’an. Ko’ox k’áatik ka éemek tu pool le jalachobo’ u ti’al u meyajo’ yóokol jets óolal, pi”Is óolal, óotsilo’ob yéetel ku kanáanto’ob le tu’ux kuxtala’ tumen najil kuxtal.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en esta solemnidad de Pentecostés, en la que celebramos la llegada del Espíritu Santo y con la que concluimos el santo tiempo de la Pascua.
La primera lectura de hoy, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos narra el acontecimiento de Pentecostés. Era un domingo, habían pasado ya cincuenta días desde la resurrección del Señor y diez días desde su ascensión a los cielos. Etimológicamente la palabra “pentecostés” viene del griego y significa “cincuenta”. Ésta ya era una fiesta religiosa en Israel, que celebraban cincuenta días después de la Pascua Judía. Precisamente por esa fiesta de Pentecostés habían venido judíos de varias naciones, así como también simpatizantes del judaísmo, hablando por lo menos, quince lenguas distintas.
Los Apóstoles, junto con María, la Madre del Señor, y con algunos de sus discípulos, habían permanecido dentro del Cenáculo, donde fue la Última Cena, haciendo oración en la espera del Espíritu que Jesús les había prometido. María ya había recibido al Espíritu treinta y tres años antes, cuando concibió en su seno al Hijo de Dios, y ahora recibe al Espíritu Santo para convertirse en Madre de la Iglesia naciente. El Papa Francisco instituyó hace pocos años la fiesta de María Madre de la Iglesia, que mañana lunes vamos a celebrar.
Eran las nueve de la mañana y los signos de la llegada del Espíritu Santo fueron el viento impetuoso que sopló sobre la casa donde se encontraban, las llamas de fuego que se posaron sobre los Apóstoles, y la salida valiente de todos para anunciar por vez primera la buena nueva del Evangelio a la multitud que se reunió al ver aquel fenómeno del viento.
Cada uno de los presentes entendía en su propia lengua lo que los Apóstoles predicaban. El mayor signo fue que, luego de la predicación de san Pedro, se bautizaron tres mil personas. Muchos siglos antes, los hombres que con soberbia construían la torre de Babel dejaron de entenderse porque el Señor confundió sus lenguas. Ahora en cambio el Señor concede a todos entender la lengua de la fe.
La soberbia y el egoísmo, personal o comunitarios, siempre llevan a la desunión, mientras que la humildad lleva a la unidad y al diálogo fraterno. Detrás de la invasión de Rusia a Ucrania hay una gran soberbia de quien se siente con derecho de apoderarse de una nación que no le pertenece. También falta mucha humildad de parte de quienes se sienten con derecho a secuestrar, causar terror y asesinar, como acontece tantas veces en México. Con humildad podemos todos tener un diálogo auténtico y superar nuestras diferencias.
El Espíritu Santo es factor de unidad para todos cuantos lo reciben de corazón, pues nos lleva con humildad a reconocer la grandeza de nuestro Redentor, y de su amor por nosotros. En torno a Cristo podemos reconstruir la unidad de las familias y de todos los grupos humanos.
El salmo de este domingo es el 103, con el cual aclamamos: “Envía, Señor, tu Espíritu, a renovar la tierra”. La renovación se logra cuando cada uno se deja transformar por el Espíritu, se deja moldear por él, porque jamás el Santo Espíritu nos va a forzar a nada, y porque además la tierra se renueva cuando cada persona se va renovando.
La segunda lectura, tomada de la Primera Carta del apóstol san Pablo a los Corintios, nos habla de la obra del Espíritu en cada uno de nosotros, porque “Nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). Y así es; nadie puede decir, pensar o hacer nada bueno, si no es con la ayuda del Espíritu. Posteriormente la lectura nos habla de la unidad que vive la Iglesia, ya que todas las actividades, carismas y ministerios se realizan por el Espíritu que se manifiesta en todo y en todos.
En el santo evangelio del día de hoy, según san Juan, se nos presenta al Resucitado manifestándose vivo en medio de sus Apóstoles, el mismo día de la resurrección, ofreciéndoles su paz y transmitiéndoles su Espíritu. Dice el texto que Jesús “sopló sobre ellos y les dijo: Reciban al Espíritu Santo…” (Jn 20, 22). La interpretación teológica de san Juan nos presenta el don del Espíritu desde la misma cruz y desde el primer día de la resurrección.
En la cruz, al momento en que muere, dice Juan que Jesús “entregó el Espíritu” (Jn 19, 30), y así nos da la vida con su exhalación. El día de la resurrección, el hecho de soplar sobre los Apóstoles, nos remonta al episodio del libro del Génesis, cuando el Creador sopla en las narices del hombre de lodo, para infundirle su Espíritu y así naciera el ser humano a su imagen y semejanza (Gen 1, 27. 2, 7). Recordemos que en hebreo la misma palabra que significa viento, al mismo tiempo significa espíritu.
El Señor Jesús, por quien todo fue hecho, y sin él no se hizo nada de cuanto existe (Cf. Jn 1, 3), es verdadero creador con el Padre, y ahora recrea al ser humano devolviéndole la imagen divina que había perdido por el pecado. Esta recreación se realiza dándole al hombre al Espíritu Santo. Aquí es importante la mediación de los Apóstoles, porque ellos son los que reciben ese soplo, y con ese soplo el Espíritu les da el poder para perdonar los pecados del mundo.
Siempre que una persona es absuelta de sus pecados, recibe el perdón por medio del Espíritu. En la fórmula de la absolución de un sacerdote a un cristiano que le ha confesado sus pecados, dice: “Dios todopoderoso que ha reconciliado al mundo consigo con la muerte y resurrección de su Hijo y envió al Espíritu Santo para el perdón de los pecados, te conceda, mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz…”.
Con el Espíritu Santo y sus siete dones tenemos todo lo que necesitamos para una buena vida cristiana: tenemos Sabiduría, para saborear el bien y distinguirlo del mal; Entendimiento, apara entender lo que acontece en el mundo y a nuestro alrededor; Consejo, para saber cómo actuar o para aconsejar a otros; Ciencia, para ir más allá de lo que los sentidos o el razonamiento humano nos manifiestan; Fortaleza, para soportar los sufrimientos y para enfrentar las tentaciones; Piedad, para doblar las rodillas ante el Altísimo y el corazón ante el hermano necesitado; y Temor de Dios, para, dimensionar quién es el que así nos ama, y darnos cuenta de que sólo Él es grande y todos los demás somos iguales.
Viviendo con la presencia del Espíritu reconoceremos sus frutos en nuestras vidas: el amor, la alegría, la paz, la generosidad, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el dominio de nosotros mismos.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán