HOMILÍA
XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
SOLEMNIDAD SANTOS PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES
Ciclo C
Hech 12, 1-11; 13, 1; 2 Tim 4, 6-8. 17-18; Mt 16, 13-19.
“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia?” (Mt 16, 18).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel ya’abach ki’imak óolal. Ti le domingo jela’ taan k’imbesik u noj k’iinil yuun kili’ich Pedro yeetel Pablo, letiobe kimsabo’ob tu kajil Roma ichil u noj jalachi Nerón.
Muy queridos hermanos y hermanas les saludo con afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en esta solemnidad de san Pedro y san Pablo. Le doy gracias a Dios porque un día como hoy, hace diez años, el Papa Francisco, de feliz memoria, me entregó el palio arzobispal para venir a esta amada Arquidiócesis de Yucatán.
A san Pedro y san Pablo les llamamos “príncipes de la Iglesia”, a pesar de su sencillez y de que no fueron de noble cuna, porque son los principales señalados por Cristo para que confiemos en su enseñanza y su legado.
Quizá alguien se confunda en cuanto al número de los Apóstoles que es el de doce, pues si ya los once habían elegido a Matías para que ocupara el lugar de Judas Iscariote, contando a Pablo serían trece. No nos equivoquemos, el número es más simbólico que matemático, pues representa a los doce patriarcas, y significa que la Iglesia es el Pueblo de Dios en el Nuevo Testamento. Además, los apóstoles Pedro y Pablo tuvieron algunos colaboradores, a quienes también se les reconocía la autoridad apostólica por representar la autoridad misma de estos dos grandes santos.
Algunos en la actualidad critican las enseñanzas morales de la Iglesia, diciendo que eran solamente las ideas de san Pablo debidas a su carácter y a su cultura. Pero tengamos en cuenta que si sus cartas fueron leías y aceptadas como sana doctrina desde el principio y hasta nuestros días, es porque todos los cristianos de los primeros tiempos hasta hoy, hemos reconocido la autoridad de Cristo en el mensaje paulino. La Segunda Carta de Pedro compara las cartas de Pablo con el resto de las Escrituras (cfr. 2 Pe 3, 15-16), reconociéndolas como Palabra de Dios.
Otros quieren encontrar en los evangelios apócrifos las verdades en las que quieren creer. Ante esto tengamos en cuenta que los Evangelio Canónicos y las Cartas Canónicas fueron escritas por los Apóstoles o por sus colaboradores, durante el primer siglo del cristianismo, las cuales eran ya leídas en la comunidad cristiana como Palabra de Dios. Mientras que los evangelios y cartas apócrifas fueron escritos no se sabe por quién y son del siglo segundo en adelante, además de que nunca fueron leídos en las comunidades cristianas como si fueran palabra inspirada.
Pedro y Pablo murieron mártires en Roma entre el año 64 y el 67 de nuestra era, y sus restos se encuentran allá en sus respectivas Basílicas. Pedro murió siendo obispo de Roma, siendo crucificado con la cabeza hacia abajo. Es por eso que todos los obispos de Roma, después de él, son sus sucesores, a los cuales la Iglesia siempre les ha reconocido la misma autoridad que Cristo le dejó a Pedro. Pablo murió a espada, aunque ya antes había sufrido cárceles, flagelaciones, ser apedreado y muchas otras penas por su fidelidad a Cristo. Por el martirio de ambos, usamos el color rojo en las vestiduras litúrgicas, el cual nos recuerda la sangre que ellos derramaron por Cristo y por su Iglesia.
En la primera lectura, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, tenemos el segundo juicio hecho a Pedro, ahora por parte de Herodes y con la intención de llevarlo a la muerte, como ya antes lo había hecho con el apóstol Santiago, hermano de Juan. Metió a Pedro en la cárcel muy bien custodiado, mientras la Iglesia oraba intensamente por su salvación.
Un ángel del Señor liberó a Pedro de la cárcel, en lo que a él le parecía que era un sueño, por lo que al final pudo darse cuenta y exclamar: “Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran” (Hech 12, 11). La misión de Pedro aún no terminaba, por eso el Señor lo salvó.
Seguramente, cuando Pedro fue ejecutado en Roma, la Iglesia también oraba por su salvación, pero el Señor ya lo estaba llamando al martirio, que el mismo Jesús le había profetizado cuando le dijo: “Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te atará y te llevará a donde tú no quieras” (cfr. Jn 21, 18-19).
Dios siempre escucha la oración de la Iglesia por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por todos y cada uno de sus miembros, pero cuando Dios nos llama, tenemos que ir a su presencia. Toda la Iglesia oraba por la salud del Papa Francisco, pero cuando Dios lo llamó, él nos dejó para ir a su presencia.
Pablo, por su parte, cuando presentía que ya se acercaba su hora, se lo compartió a Timoteo, a quien consideraba su querido hijo y colaborador como obispo; y sin falsas humildades, esperando ya la recompensa del encuentro con el Señor, le dijo: “Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida” (2 Tim 4, 6). También aquí hace memoria de las veces en las que el Señor lo había librado de morir, sin embargo, se acerca el momento de llegar al Reino de Dios.
No podemos forzar a Dios a hacer algo contrario a sus planes, ni siquiera con la oración más devota, ni con el mayor número de personas rezando, pero es nuestro deber el orar unos por otros y estar atentos a que se cumpla la voluntad del Señor. La oración fortalece y santifica a quien la hace, independientemente de que se cumpla o no lo que pedía; como Jesús que oraba, si era posible, para que le fuera apartado el cáliz de la cruz.
En el santo evangelio según san Mateo, tenemos el vibrante pasaje donde Simón, en nombre de todos, reconoce y confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, por lo que Jesús designa a Simón como la piedra sobre la cual edificará su Iglesia. Primero Jesús interroga a sus discípulos sobre lo que la gente opina de él, puesto que los discípulos al ir de misión, tuvieron oportunidad de enterarse de lo que la gente opinaba sobre su persona. Los comentarios de la gente son vagos y equivocados, pues mencionan que Jesús es Juan el Bautista, Elías, jeremías o alguno de los profetas.
Pero cuando Jesús interroga a los Apóstoles sobre lo que piensan de él, es Simón quien se atreve a declarar lo que seguramente ya venía pensando. Le dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Entonces Jesús declara dichoso a Simón porque esa afirmación no la recibió de ninguna persona, sino que le fue inspirada por el Padre celestial. La respuesta de Jesús es maravillosa porque le impone el nombre de Pedro, que significa “piedra” y por primera vez habla Jesús de que edificará su Iglesia sobre esta roca.
Las características de esta Iglesia son extraordinarias, porque dice Jesús que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Los poderes del infierno han atentado durante ya más de dos mil años y no han acabado con la Iglesia. Estas puertas son todos los poderes humanos que han querido desparecer a la Iglesia persiguiendo y aniquilando a los cristianos, sin darse cuenta de que la sangre de los mártires es semilla de cristianos.
Otros, desde dentro de la Iglesia, se han convertido en esas puertas del infierno por los graves pecados cometidos diariamente por tantos bautizados, pero, sobre todo, por los gravísimos pecados cometidos por ministros de la Iglesia, especialmente durante la Edad Media y en nuestra época. Sin embargo, en todo tiempo ha habido muchos y grandes testimonios de santidad de los mártires, como Pedro y Pablo, así como de los confesores, de las vírgenes y de tantos santos, que se cuentan por miles y miles.
Colaboremos todos personalmente, para que se siga cumpliendo la profecía de Jesús hecha a Pedro: “Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18) sabiendo que, de todos modos, contigo o sin ti, conmigo o sin mí, la profecía se seguirá cumpliendo.
Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán