HOMILÍA
XII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Zac 12, 10-11; 13, 1; Gal 3, 26-29; Lc 9, 18-24.
“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Lc 9, 20).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikike’ex yéetel kimak óolal. Kex le aj-bo’obato’ob u ya’almajo’ob bix le Mesías kun taalo’. Le mako’obo ma’ u yojelo’ob ba’ax u ya’alo’ob tu yo’olal Cristoi. Ba’ale Pedro yéteel u laak’obe’ ts’oka’an u natiko’ob leti u Mesías Jajal Dios. Wa ka ek bisekba’ yéetel Jesus ti le payalchi yeetel ti le kili’ich Biblia, yan ek k’ajotik ma’alo’ob.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre, y les deseo todo bien en el Señor.
San Pablo dice en la segunda lectura del día de hoy, de la Carta a los Gálatas, que ya no existe diferencia entre varón y mujer, “porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Esta enseñanza fue verdaderamente revolucionaria en aquella época y cultura, y aún hoy lo sigue siendo. Esto significa la igualdad en dignidad que todos tenemos, hombres y mujeres por igual. Jesús vino a traer la unidad en la Iglesia universal, así como en la Iglesia doméstica, es decir, en la familia; por eso, para un creyente, nada debe ser motivo de que unos se sientan superiores a otros, o se den un trato que no corresponde a su dignidad.
Nosotros debemos considerar a los que conforman el pueblo judío como nuestros hermanos mayores, pues, dice san Pablo: “Y si ustedes son de Cristo, son también descendientes de Abraham y la herencia que Dios le prometió les corresponde a ustedes” (Gal 3, 29). Así es que, cuando nos adentremos en el conocimiento del Antiguo Testamento, hemos de hacerlo, no como algo extraño a nosotros, sino como quien profundiza en la historia de su propia familia en la fe.
Es en la familia donde podemos conocernos y valorarnos mutuamente. La familia de los doce apóstoles era la única capaz de conocer a Jesús porque convivían con él. Dice el evangelio de hoy, según san Lucas, que el resto de la gente tenía opiniones diversas sobre Jesús, unos decían que era Juan el Bautista, otros que Elías, otros que alguno de los profetas que había resucitado. Ellos le comunicaron a Jesús lo que la gente decía sobre él, pero luego, cuando Jesús les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”, Pedro responde inmediatamente en nombre de todos: “El Mesías de Dios” (Lc 9, 20).
Fueron los tres años de convivencia familiar los que hicieron que Pedro y los demás, más que opiniones como la gente, tuvieran la certeza de quién era Jesús. Él les ordena severamente que no lo dijeran a nadie, porque cada persona debe descubrirlo por sí misma, en un encuentro personal con Cristo. Además, faltaba respaldar la obra de Jesús con su muerte y resurrección.
Cada bautizado ha de profundizar en el conocimiento de Jesús, no sólo por las enseñanzas de la Iglesia, sino también por la experiencia propia de adentrarse en los santos evangelios y en todos los escritos de los apóstoles. Todo esto sin descuidar nuestra oración personal y la adoración del Santísimo Sacramento.
Qué triste es que haya familias donde sus miembros no se conocen entre sí, porque entre ellos hay distancia física o moral, porque no conviven o no dialogan entre sí. Ordinariamente es en la familia donde somos conocidos mejor que en cualquier otra parte. Hoy en día las personas se ven demandadas a estar fuera de casa por trabajos absorbentes, así como por otras realidades que nos alejan, por eso se debiera imponer un acuerdo y un mínimo de organización para garantizar el compartir algunas comidas y momentos de calidad familiar.
Durante siglos, los profetas habían anunciado en Israel la Pasión del Mesías. Hoy en la primera lectura, tomada del Libro del profeta Zacarías, se nos presenta esta profecía que anunciaba la piedad y la compasión que produciría a la gente buena, el ver a quien traspasaron con la lanza. Pasan los siglos, y la familia eclesial se sigue conmoviendo al ver la imagen del crucificado. También en el evangelio según san Lucas, hoy Jesús anuncia su propia Pasión.
La compasión que podamos experimentar ante la imagen del crucificado no es sólo una experiencia emotiva accidental o un mérito nuestro, sino que es un don de lo alto. Por eso dice Zacarías: “Derramaré sobre la descendencia de David y sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de piedad y de compasión y ellos volverán sus ojos hacia mí, a quien traspasaron con la lanza” (Zac 12, 10). La compasión expresa nuestra fe y es un regalo de Dios.
El pasaje es también una profecía sobre el Bautismo que hemos recibido, cuando dice: “En aquel día brotará una fuente para la casa de David, que los purificará de sus pecados e inmundicias” (Zac 13, 1). Cada vez que acudimos al perdón de Dios, especialmente en el sacramento de la Confesión, volvemos a esa fuente que nos sigue purificando.
A nadie le gusta ver sufrir a un miembro de la familia por una enfermedad o un accidente. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él. La verdad es que los auténticos males, los más graves que una persona puede padecer, son de orden moral, como la pérdida de valores, los pecados cometidos o los estados de vida que no van con la dignidad humana y cristiana de las personas.
En cambio, los males físicos de enfermedad, accidente o cualquier otro tipo de sufrimiento, pueden traer cosas buenas como la unidad de la familia, así como el cambio de mentalidad y de vida de aquel que está sufriendo. “No hay mal que por bien no venga”, dice el dicho mexicano, siempre y cuando sepamos sacar lo bueno de lo malo, como dice san Pablo: “Todo contribuye al bien en aquellos que aman a Dios” (Rom 8, 28).
Ciertamente los apóstoles y la santísima Virgen María no hubieran querido la pasión, la cruz y la muerte de Jesús, pero sin cruz no hay resurrección ni hubiera habido salvación del mundo. Jesús nos invita a seguirlo, tomando nuestra cruz de cada día. No se trata de inventarnos cruces, sino de tomar con amor las que se nos presentan día con día. Para servir a nuestra familia tenemos que cargar la cruz y las cruces que significa la vida en familia, pues vale la pena servir a Cristo en nuestra familia.
En estos días hemos estamos recordando el asesinato de los padres Jesuitas, sucedido hace tres años, en el municipio de Cerocahui, Chihuahua. Por eso fue el repique de campanas del pasado viernes 20 de junio a las tres de la tarde. De este hecho tan doloroso brotó un fuerte movimiento en toda la Iglesia de México, por el que se han suscitado a lo largo y ancho del territorio diálogos sobre la paz, con gobernantes, candidatos, empresarios, académicos y diversos sectores de la sociedad; buscando juntos los posibles caminos que conduzcan a la construcción de la paz, y Yucatán no ha sido la excepción, pues también aquí queremos trabajar por conservar la paz, así como por fortalecer la paz al interior de nuestras familias, pues muchas sufren a causa de la violencia doméstica.
No dejemos de orar al Rey de la paz y a nuestra Madre del cielo por esta gran causa que nos une.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea Alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán