Homilía Arzobispo de Yucatán – XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

HOMILÍA
XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Mal 1, 14-2, 2. 8-10; 1 Tes 2, 7-9. 13; Mt 23, 1-12.

“Que el mayor de entre ustedes sea su servidor” (Mt 23, 11).

 

In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Wáa juntúul sacerdote yeetel le máax ku tse’etik junpe’el kansaj, ku ka’ansik ma’alob tuukule’ yaan u’uyik u t’aan tumen leti’e táan u wáalik yo’olal Yuumtsil. Chen ba’ale’ wáa máa u bisik u kuxtal ma’ u’tse máa k’a’abet beetik ba’ax ku beetiki’i chen k’a’abet beetik ba’ax ku ya’alik yéetel u t’aan.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo trigésimo primero del Tiempo Ordinario.

Ha terminado la primera etapa del “Sínodo de la Sinodalidad”. Recordemos que la palabra “sínodo”’ significa “caminar juntos”. La Iglesia, como tal, no podría existir sin la sinodalidad, pues si cada uno camina en su dirección no hay unidad posible.

El Concilio Vaticano II vino a recordar una verdad fundamental de la Iglesia, es decir, que somos el Pueblo de Dios, un pueblo que camina en la unidad de la fe; un pueblo en el que existen los carismas y los ministerios. Todos tenemos carismas, es decir, los dones que el Señor nos ha dado a cada uno para ponerlos al servicio de los demás.

En este Pueblo de Dios tenemos igualmente los ministerios, los cuales son los servicios que se encomiendan a distintos cristianos en favor de la comunidad, entre los cuales sobresalen los ministerios encausados al gobierno, al magisterio y a la santificación de la Iglesia, como lo son el papado, el episcopado, el presbiterado y el diaconado.

Este Sínodo ha vendido a recordarnos que todos somos iguales dentro del Pueblo de Dios, aunque con distintos ministerios y carismas. Es por eso que esta asamblea contó con la participación, no sólo de obispos, sino también de presbíteros, religiosas, religiosos y laicos. Tuvo además una etapa diocesana, una nacional y una continental antes de llegar a la etapa universal, que recogió las reflexiones y propuestas de todos los niveles.

Ahora se espera una segunda vuelta de todos los niveles antes de llegar al segundo momento de Sínodo universal, con lo que queremos tomar el pulso del mundo y de la Iglesia, para dar una mejor respuesta evangelizadora y pastoral en el futuro próximo.

En el evangelio de hoy, Jesús habla de los que tenían el ministerio de la enseñanza en el pueblo de judío, cuya vida no era muy ejemplar que digamos. Por eso Jesús decía a las multitudes “hagan los que les enseñan, pero no imiten sus obras” (Mt 23, 3). Lo mismo puede decir Jesús de los ministros de la Iglesia de todos los tiempos, al igual que la de hoy.

Es cierto que ha habido, y que aún hay mucha santidad entre los ministros de la Iglesia, pero aún aquellos que no llevan una vida ejemplar, suelen conservar un magisterio ortodoxo, es decir, un magisterio apegado a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. El mal comportamiento de un evangelizador no justifica en absoluto que los cristianos imiten esa conducta, pues se vuelve a escuchar la voz de Jesús que dice “hagan lo que les dicen, pero no imiten sus obras”. Oremos por la santidad de nuestros ministros, pues, como dice el dicho “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran”.

Del mismo modo, en la primera lectura de hoy, tomada del profeta Malaquías, el Señor reprobaba la conducta de los sacerdotes de Israel y les decía: “A ustedes sacerdotes… Si no me escuchan… yo mandaré contra ustedes la maldición… Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley” (Mal 2, 2. 8). Los sacerdotes en la Iglesia no somos santos en modo automático por nuestra ordenación, sino que tenemos que observar la ley de Dios, que es más exigente para nosotros al aceptar este ministerio, pues, como le dijo Jesús a Pedro “Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá, y al que mucho se le confió se le exigirá mucho más” (Lc 12, 48).

Por tal motivo, espero que todos los ministros de la Iglesia y cada cristiano podamos hacer nuestras las palabras del salmo 130 que hoy proclamamos: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos soberbios; no pretendo grandezas que superen mis alcances… Señor, consérvame en tu paz”.

Continúa Jesús en el evangelio de hoy diciendo que, a nadie llamemos “maestro”, “padre” o “guía”. Esto debemos entenderlo desde el modo de hablar en la cultura judía de aquel tiempo, la cual era muy radical en su lenguaje, aunque que todos sabían que no había que tomar las palabras al pie de la letra. Nosotros llamamos padre al que nos engendró, y es algo justo; lo aplicamos igualmente al sacerdote que nos da la vida espiritual. El mismo apóstol san Pablo dice a los corintios: “Porque, aunque tengan diez mil maestros en Cristo, no tienen muchos padres; pues yo los engendré para Cristo Jesús por medio del evangelio” (1Cor 4, 15).

También llamamos “maestro” a los que nos enseñaron en los distintos niveles de la escuela o la universidad, del mismo modo llamamos maestros a quienes nos instruyen en la Iglesia como catequistas. El nombre de “guía” lo aplicamos especialmente a los guías turísticos, aunque este servicio se puede aplicar a muchas áreas de la vida; en nuestra Iglesia de Yucatán llamamos “guías” a los catequistas de los adolescentes también.

Jesús se refiere más bien a la humildad que debemos tener los padres, los maestros y los guías, para no creernos superiores a los demás, sino servidores de ellos, pues eso significa la palabra “ministro”: servidor. Hemos de tener siempre presente que el único Maestro de todos es Cristo, así como el único Padre de todos es nuestro Padre celestial.

Si los ministros de lo civil se han de considerar servidores del pueblo, sin derecho a buscar riqueza, ni mucho menos a ignorar o maltratar a los más pobres de la comunidad, con mucha más razón aún los ministros de la Iglesia estamos llamados a la humildad en el ejercicio de nuestro ministerio, a respetar la dignidad de todos los miembros del pueblo de Dios, especialmente de los más pobres, los más pequeños y necesitados de la comunidad.

Todos sabemos que la Iglesia es madre, pero esa maternidad eclesial se encarna sobre todo en la santísima Virgen María, madre de Jesús y madre nuestra. Solemos llamar madre a las religiosas, porque en ellas queremos ver encarnado el amor maternal de la Iglesia; sabemos incluso que algunas de ellas se han ganado ese título de una manera extraordinaria, que trasciende las fronteras de la Iglesia, como la madre Teresa de Calcuta, la cual es llamada madre por propios y extraños.

Incluso aún los varones en la Iglesia somos llamados a expresar el amor maternal de ésta, tratando con ternura a los pequeños y necesitados del Pueblo de Dios, a estar dispuestos, como hace una madre, hasta dar nuestra vida por los que nos han sido encomendados. Como dice san Pablo a los tesalonicenses en su primera carta, que hoy escuchamos: “Los tratamos con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus pequeños” (1 Tes 2, 7).

También con humildad, el predicador ha de reconocer la grandeza de su ministerio y de la palabra sagrada que predica, como lo dice también san Pablo en el mismo pasaje de hoy: “Ahora damos gracias a Dios… porque la palabra… que les hemos predicado la aceptaron, no como palabra humana, sino como lo que es: palabra de Dios que sigue actuando en ustedes los creyentes” (1 Tes 2, 13). Ojalá que en verdad la Palabra de Dios, día con día, siga actuando en todos ustedes hermanos creyentes, así como en nosotros los ministros, los servidores de esta Palabra.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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