Homilía Arzobispo de Yucatán – XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

HOMILÍA
XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Gn 2, 18-24; Heb 2, 8-11; Mc 10, 2-16.

 

“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne” (Mc 10, 7-8).

 

In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le ts’o’okobel ichil juntúul xiib yéetel juntúul ko’olel, leti’ u tsaamaj Yuumtsil. Le ku p’aatikuba’ob je’e u páajtal a’alik ti’obej ma’ u p’aatikuba’ob. Káat óoltik ka’a áantak le mejen paalal ka’a u natsuba’o ti’ Jesús.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo XXVII del Tiempo Ordinario.

Es un hecho actual, conocido por todos, el que muchos jóvenes se están alejando del matrimonio, no sólo del sacramento, sino incluso de la forma del compromiso civil. El antiguo pensamiento individualista pagano se ha puesto de nuevo de moda, para desasociar la vida sexual del compromiso matrimonial. Todo esto lo digo sin negar que, aún en la actualidad, en este mundo pansexualizado existen jóvenes, hombres y mujeres, aunque sean pocos, que creen en el celibato, así como en la posibilidad de llegar al matrimonio en estado virginal, porque valoran en verdad el matrimonio. Otros hay que retardan o evitan el matrimonio por temor al fracaso que ven por todos lados.

Hoy precisamente de eso habla la Palabra de Dios. Cuestionado Jesús sobre la licitud del divorcio, nos afirma que, aunque Moisés haya permitido el divorcio por la dureza del corazón de la gente, ese no era el plan original de Dios. Jesús recuerda que el Creador los hizo hombre y mujer, y aquí aparece plenamente la realidad de la complementariedad de las personas. Los varones y las mujeres, de ninguna manera debemos de ser antagónicos, mucho menos en la vida matrimonial.

En la primera lectura, tomada del Libro del Génesis, el hombre busca alguien semejante a él entre todos animales que el Creador le presenta y no encuentra ninguno (cfr. Gn 2, 18-24). Hoy en día hay muchos que creen en la igualdad entre el hombre y los animales, hay quienes se refugian en la relación con uno o más animales hasta llegar a poner a sus mascotas por encima de las condiciones y la dignidad propias de un ser humano.

La Palabra de Dios en el Génesis nos dice que el Creador hizo dormir al hombre para formar a la mujer extrayéndole una costilla. Sin que tomemos necesariamente este relato al pie de la letra, la enseñanza que nos deja es la de la semejanza entre el hombre y la mujer, la igualdad en dignidad y su complementariedad recíproca, que hasta físicamente es evidente. También nos enseña que, por más que se ame a los animales como creaturas del Señor, ellos no están, ni estarán nunc, a la altura de la dignidad humana, porque las personas somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.

No existen dos personas iguales en el mundo. Suele suceder que los novios y los esposos tienen características que parecen más bien opuestas: si una es friolenta, el otro es caluroso; si uno es bromista, la otra es seria; si uno tiene carácter fuerte, la otra lo tiene apacible. La verdad es que más que oposición existe complementariedad. Cuando vemos a las parejas que han pasado muchos años juntos, nos damos cuenta que ninguno de los dos ha cambiado su carácter particular, y sin embargo, viven en armonía.

Cuando los jóvenes que se van a casar, se concentran demasiado en preparar una ceremonia bonita, original y “emotiva”; cuando se concentran demasiado en las cosas materiales de la casa y los muebles que quieren tener; cuando los jóvenes tienen miedo del compromiso matrimonial; cuando han aprendido a darle importancia exagerada o a tenerle miedo al tema del sexo en el matrimonio; cuando han vivido noviazgos que les han dejado malas experiencias; se distraen del verdadero sentido.

¿Cómo ayudar a los jóvenes de hoy a reconocer en la institución matrimonial una vocación de Dios?, ¿cómo ayudarles a entender la vida matrimonial como un camino de santidad?, ¿cómo cambiarles la idea de que el éxito matrimonial no se ha de buscar en la felicidad individual?, ¿cómo ayudarles a confiar en que sí se puede perseverar hasta que la muerte los separe, a confiar en la gracia de Dios que no les ha de faltar si la buscan?

La clave para los jóvenes está en descubrir su capacidad de amar como el más grande don que han recibido de Dios, y que ese regalo lo han de vivir pensando que un día rendirán cuentas al Creador, de lo que hicieron en la vida con ese don.

El índice de divorcios lamentablemente sigue en aumento, ante lo cual, como Iglesia, hemos de seguir pregonando el plan de Dios para la vida matrimonial. Ya vendrá la ley del péndulo en la historia que nos hará regresar a las prácticas más humanas y cristianas en lo que se refiere al matrimonio, a la familia y a la vida.

Que el evangelio de hoy no sea pretexto para querer condenar a los divorciados, ni siquiera a los que se han vuelto a casar, pues no olvidemos que Dios es el único juez. Muchos que conocieron el plan de Dios para el matrimonio y que se propusieron vivirlo no lo lograron, y entre estos hay un gran número de personas que viven en total inocencia su situación, con gran fe y esperanza en el Señor.

Por otra parte, el evangelio de hoy nos trae de nuevo el testimonio de la relación entre Jesús y los niños. La gente los acercaba a Jesús y los discípulos pensaban que esto le molestaría y que él preferiría descansar. Y no fue así, pues Jesús les llamó la atención, con unas palabras que debemos tener en cuenta siempre, en particular los padres de familia. Dice Jesús: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan” (Mc 10, 14).

Hoy, como siempre, la inmensa mayoría de los padres de familia, porque aman a sus hijos, se esfuerzan y fatigan por darles lo mejor: la mejor escuela, ropa de marca, buena diversión, etc., etc. Pero lamentablemente, hoy algunos olvidan darles una formación integral y no se interesan por acercar a sus hijos a Jesús.

El mejor centro de catecismo se encuentra en la ‘Iglesia doméstica’, es decir, en el hogar, donde los buenos padres cristianos les enseñan a sus hijos el amor a Dios y el amor al prójimo. También los guían en la oración, para que ésta no falte al acostarse y al levantarse, lo mismo que antes y después de tomar los alimentos, teniendo así presente al Señor en cada momento y en cada lugar. Los irán formando en el conocimiento y el amor a la Sagrada Escritura, comenzando, por supuesto, con la Historia Sagrada y los textos debidamente ilustrados. Los irán acercando a la Iglesia, a la catequesis y a la vida sacramental.

La instrucción del catecismo en la parroquia puede ser muy buena, pero siempre tiene que estar antecedida y complementada por la catequesis familiar. ¡Y qué decir de la educación escolar! Es necesario estar muy atentos a lo que enseñan algunos maestros y algunos textos, pues se pueden sorprender encontrando elementos opuestos a los valores que, como padres, ustedes les quieren transmitir.

Dejen que los niños se acerquen a Jesús en cuanto nazcan; no esperen tanto tiempo para bautizarlos, no le demos tanta importancia a una fiesta en la que haya muchos gastos, pues lo que importa es el gozo interior. No le demos tanta importancia a un padrino, que a lo mejor ni siquiera está tan cerca de Jesús, como para acercar a su ahijado.

Pongamos nuestra confianza, no en nosotros mismos y en nuestra trayectoria moral y ética, sino más bien en el hecho de tener por hermano al mismo Hijo de Dios. Como dice la Carta a los Hebreos en la segunda lectura de hoy: “El santificador y los santificados tienen la misma condición humana. Por eso no se avergüenza de llamar hermanos a los hombres” (Heb 2, 11). En vez de gloriarnos en nosotros mismos, digamos con el Salmo 127 de este domingo: “Dichoso el que teme al Señor”.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

Descargar (PDF, 164KB)