HOMILÍA
IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Ciclo A
Mal 3, 1-4; Heb 2, 14-18; Lc 2, 22-40.
“Luz que alumbra a las naciones” (Lc 2, 32).
In láake’ex ka t’aane’ex ich Maaya, kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Bejla’e’ kiinbensik u bisaj chan paal Jesús te’ Kulnajo’, jun p’éel kiinbensaj k’aj óolan Candelaria. Ko’one’ex kanik u chimpolal yéetel u úuy t’aan María yéetel José, je’el bix u páajbe’en oksaj óolal yéetel alab óolal Simeón yéetel Ana.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este que sería el cuarto domingo del Tiempo Ordinario, pero que coincide felizmente con la fiesta de la “Presentación del Señor”, popularmente conocida como la fiesta de “La Candelaria”, porque la candela es una vela que encendida, ilumina, y al llevar los fieles sus velas o candelas encendidas en el templo el día de hoy, manifiestan un signo del Niño Dios nacido cuarenta días antes. Él es nuestra luz, pues al tomarlo en brazos el anciano Simeón lo proclamó como la “Luz que alumbra a las naciones” (Lc 2, 32).
María y José llegaron al Templo de Jerusalén, cuando ya el Niño tenía cuarenta días de nacido, para ahí presentarlo, porque la ley mandaba que “Todo varón será consagrado al Señor y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones” (Lc 2, 24). Esta ley se estableció en Israel siglos atrás para recordar la última plaga que hubo en Egipto, cuando la noche anterior al Éxodo de los israelitas, amanecieron muertos todos los varones primogénitos en cada hogar egipcio, lo mismo que los primogénitos de los animales. Fue así como los primogénitos israelitas fueron salvados de morir, gracias a que los israelitas comieron el cordero de su Pascua la noche anterior, y con su sangre pusieron un signo en las puertas de sus hogares.
Por supuesto, aquel cordero pascual era figura del Cordero de Dios que quitaría el pecado del mundo, el Hijo único de Dios y también primogénito de María, que no fue salvado de la muerte, sino que libremente la asumió para redimirnos. ¡Qué gran ejemplo de María y de José, que religiosamente cumplen con la ley sin cuestionarla! No cabe duda de que el Hijo de Dios escogió a los mejores padres que ha habido en la historia de la humanidad.
Nadie en medio de aquella multitud que había en el templo sospechaba que estuviese entrando en persona, en carne y hueso, el mismo Hijo de Dios, a su Templo Santo. Sólo lo reconocieron un par de ancianos sabios, Simeón y Ana, sabios no por su edad, sino porque toda su vida habían perseverado con su fe y esperanza en la llegada del Mesías. Sin fe y sin esperanza sucede lo que cantaba Alberto Cortés: “A veces por ignorancia, andar se vuelve rutina. No por gastar los zapatos se sabe más de la vida”.
Gracias a su perseverancia en la fe y en la esperanza, Simeón es recompensado por el Espíritu Santo, quien lo conduce al templo aquella mañana, haciéndolo reconocer en aquel Niño que iba en los brazos de María, al Mesías de Dios. Luego el mismo Espíritu lo hace exclamar con el Niño en los brazos: “Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; LUZ QUE ALUMBRA A LAS NACIONES y gloria de tu pueblo, Israel” (Lc 2, 29-32). No cabe duda de que la esperanza en Dios no defrauda. Tú y yo ¿en qué o en quién hemos puesto nuestra esperanza? El mérito es perseverar, pues cualquiera cree y espera por un poco de tiempo, pero no cualquiera persevera.
María y José estaban admirados de las palabras de Simeón, pero todavía el Espíritu le inspiró un par de profecías más referidas al Niño y a María, diciendo: “Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción” (Lc 2, 34). En verdad, todavía hoy Jesucristo es motivo de contradicción entre la gente, pues mientras unos lo aman y serían capaces de dar su vida por él, muchos otros lo odian tanto como odian a sus fieles seguidores, mientras que por otro lado, muchos más simplemente lo ignoran.
En cuanto a María, a ella le profetiza también diciendo: “Y a ti, una espada te atravesará el alma” (Lc 2, 35). Cuánto recordaría María esa frase durante toda su vida, para sólo comprenderla plenamente al pie de la cruz. Cuántas mujeres con la mentalidad actual se hubieran deshecho del niño durante su embarazo o aún después de nacido, y con semejante profecía mejor se lo hubieran dejado a José o incluso a cualquier otra persona, para irse por otro camino en busca de una pseudo realización y libertad. Sin embargo María perseveró en su misión hasta la cruz y más allá, acompañando al cuerpo de Cristo en la tierra, que es su Iglesia. Incluso después de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma, ella continúa con su misión de Madre de Jesús, junto a él en el cielo, así como también siendo Madre de la Iglesia, caminando con nosotros aquí en la tierra.
Por su parte, Ana fue aquella mujer que vivió siete años casada y que al enviudar “no se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones” (Lc 2, 36-37). Habiendo perseverado así con esa misión de servir al Señor hasta los ochenta y cuatro años de edad, se ve recompensada con este encuentro, reconociendo al Salvador en la persona de aquel Niño. Ana se pone a dar gracias a Dios y a hablarle a la gente del niño que ha visto, aunque tanto ella como Simeón son ignorados por la multitud. Miremos la religiosidad de Ana y cómo contrasta con aquellos que no le quieren dedicar al Señor ni siquiera una hora a la semana.
La primera lectura, tomada del profeta Malaquías, contiene palabras proféticas que se aplican perfectamente al acontecimiento que hoy celebramos, cuando dice: “De improviso entrará en el santuario del Señor, a quien ustedes buscan, el mensajero de la alianza a quien ustedes desean. Miren: Ya va entrando, dice el Señor de los ejércitos” (Mal 3, 1). La verdad es que el Señor entró para quedarse, ya no en un solo templo, sino en todos los templos del mundo, y si somos creyentes, estos recintos merecen todo nuestro respeto por la presencia del Señor en ellos. Este respeto se expresa, por ejemplo, al no masticar chicle ni comer ninguna otra cosa que no sea el Cuerpo del Señor sacramentado; al no vestir de manera que queramos atraer las miradas de los demás hacia nosotros; al no platicar más que con el Señor, y si fuera necesario, algún comentario breve, en voz baja a alguna persona; al apagar al celular; al participar orando o cantando lo que corresponda a la liturgia; etc. Gracias a Dios todavía hay personas que, al igual que Ana, buscan el contacto con el Señor en el templo, aún fuera del momento de la misa.
También el salmo 23 que hoy proclamamos, contiene una profecía que se cumplió con la entrada del Niño Dios en el templo, al decir: “¡Puertas, ábranse de par en par; agrándense, portones eternos, porque va a entrar el rey de la gloria!”.
La lectura continua de la Primera Carta a los Corintios se aplaza, para dar lugar hoy a la Carta a los Hebreos que nos habla del misterio de la encarnación del Señor, recordando que Él se hizo igual a nosotros, es decir, que se hizo nuestro hermano, se posibilitó a sí mismo el ser sacerdote misericordioso que comprende a sus hermanos, que puede ser mediador entre Dios y los hombres, es decir, pontífice o puente de comunicación, y que encuentra en su propio cuerpo la víctima que ha de ofrecer para el perdón de los pecados.
¡Felicidades a todos los fieles de las distintas comunidades dedicadas en nuestra Arquidiócesis a la Candelaria! Y de nuevo ¡felicidades a todos los catequistas al concluir la semana de la catequesis!
Que tengan todos una muy feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán