“No está aquí; ha resucitado” (Mt 28, 6).
Ki’ olal lake’ex ka t’ane’ex ich maya, jum p’éel ki’mak olal te Pascua ti’ Resurrección. U Ta’an jajal Dios ku yalik to’on u kimak olalil u kuxtal Yuumtsil.
¡Aleluya! ¡El Señor Jesús ha resucitado de entre los muertos! ¡Aleluya! Muy queridos hermanos y hermanas, ¡felices Pascuas de Resurrección! Les saludo con el afecto de siempre deseándoles toda clase de bendición en esta Pascua.
Hoy la liturgia de esta solemne fiesta de Pascua nos ofrece la narración del hecho de la resurrección en los cuatro evangelios: el de san Mateo para la Vigilia Pascual, el de san Juan y el de san Marcos para las misas matutinas, y el de san Lucas para las misas vespertinas. Las cuatro narraciones coinciden en que las mujeres, Magdalena, María, la madre de Santiago y Salomé, fueron las primeras en recibir la noticia de la resurrección de Jesús. Ellas se ganaron esta revelación porque tuvieron el valor de ir al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús. Seguramente tenían mucho miedo, pero podía más el amor que el temor. En la vida ordinaria es así, las mujeres suelen ser las que superan los temores y son capaces hasta de actos heroicos en favor de sus hijos, porque su amor es grande.
Pero también se ganaron la encomienda de ser las primeras en llevar la buena nueva de la resurrección de Jesús a Pedro y a los demás discípulos. El Papa, nosotros los obispos y todos los sacerdotes, al igual que todos los fieles, también recibimos el primer anuncio de la fe de parte de buenas y santas mujeres, como lo son nuestras madres, abuelas, tías, hermanas y catequistas. De nuestras madres recibimos la vida del cuerpo pero también la del espíritu, y toda la vida; si queremos perseverar en el camino de la santidad, hemos de recordar la sencillez de sus enseñanzas y de sus oraciones.
Los discípulos recibieron el anuncio de las mujeres con cierta incredulidad, sólo Pedro y Juan salieron corriendo a verificar lo que las ellas atestiguaban. Cuando los niños crecen y entran en la adolescencia, buscan su autoafirmación e independencia y ponen en duda todo lo recibido de parte de sus padres, pero especialmente de su madre, pues cuando ella les sugiere algo les hace sentirse como niños. Muchos sólo hasta que crecen y tienen sus propios hijos, es cuando comienzan a comprender que su madre y su padre tenían razón, y los hijos de ellos son el medio para que muchos vuelvan a la fe de la que se habían apartado.
Miles de jóvenes en Yucatán han vivido en estos días alguna Pascua Juvenil que les ha dejado una experiencia inolvidable, al compartir con los de su edad su misma fe en el Resucitado. Y más de dos mil jóvenes de esta Arquidiócesis salieron a todos los pueblos del Estado a compartir su Semana Santa en una misión juvenil. También otros miles de jóvenes en sus propias parroquias, han fortalecido su fe participando en los viacrucis, cantando en los coros o ayudando en las liturgias propias. Pero soy consciente igualmente de que para la mayoría de los jóvenes, la Semana Santa pasó para ellos desapercibida, como si fuera cualquier otra: unos tuvieron que trabajar, otros vacacionaron de sus escuelas perdiendo el tiempo, otros con más dinero salieron de vacaciones ¡y cuántos vivieron estos días santos como días de perdición!
Volviendo a las mujeres, aun socialmente fuera de las familias, no se cree en ellas lo suficiente y no se les ofrece la confianza que merecen, sino que se topan con actitudes misóginas. Son muchas las que sufren violencia doméstica y tristemente, tenemos el horror de la mutilación genital de más de tres millones de niñas cada año, sobre todos en algunos países de África y Asia. Pero existen muchos casos también en los Estados Unidos, aunque ahí esté prohibido por las leyes.
Grandes y sencillos ministerios de la Iglesia son realizados por mujeres, especialmente como ministras extraordinarias de la Comunión que visitan a los enfermos, como catequistas que dejan inolvidables enseñanzas a los niños, como servidoras de la sagrada liturgia o tantos otros servicios. Una gran cantidad de religiosas de distintas congregaciones, sirven en nuestra Iglesia de Yucatán, pero lamentablemente les van faltando vocaciones. Ojalá que en esta Semana Santa muchas niñas y jóvenes escuchen el llamado de Dios para consagrarse en la vida religiosa.
Esta es nuestra fiesta, la única fiesta podríamos decir, porque sin la resurrección de Cristo ninguna fiesta cristiana tendría sentido; y cuando celebramos a María o a cualquiera de los santos, celebramos el triunfo de la Pascua de Cristo en la vida de cada uno de ellos y ellas. Todas las fiestas sobre Cristo son camino hacia la Pascua o consecuencia de ella. Cada celebración Eucarística es la Pascua de Cristo tal como responden los fieles, luego de la consagración: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.
Durante cuarenta días nos preparamos para celebrar la Pascua, y ahora prolongaremos esta fiesta durante cincuenta días: los primeros ocho como la octava de Pascua; luego tendremos cuarenta y dos días de tiempo Pascual; al completar cuarenta partiendo desde hoy, celebraremos la solemnidad de la Ascensión del Señor en cuerpo y alma a los cielos; y al completar los cincuenta días celebraremos la solemnidad de Pentecostés, día en que el Espíritu Santo bajó sobre los Apóstoles y nació la Iglesia.
En la primera lectura de hoy tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, tenemos uno de los primeros anuncios de la fe cristiana por parte del apóstol san Pedro, quien resume en pocas palabras el ministerio de Jesús iniciado el día de su Bautismo en el Jordán y llevado hasta su pasión, muerte y resurrección; él comparte su experiencia y la de los demás discípulos, de haber convivido con Jesús luego de su resurrección. La Iglesia a través de los siglos ha continuado cumpliendo con el encargo de Cristo como dijo Pedro: “Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos” (Hch 10, 42). Continuamos hoy con este mandato, con una reflexión enriquecida y con la comprensión cada vez más profundizada del misterio de Cristo y de su Iglesia, pero sin dejar de poner a los fieles en contacto directo con la Palabra escrita en los evangelios y en toda la Sagrada Escritura.
El salmo 117 es nuestra respuesta de alegría, de ¡Aleluya! por la buena noticia de la resurrección de Jesús: “Este es el día del triunfo del Señor”. Nuestra aclamación antes del Evangelio vuelve a ser un cántico de aleluya: “Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado; celebremos, pues, la Pascua” (1 Cor 5, 7-8).
En la segunda lectura tomada de la Carta de San Pablo a los Colosenses se nos habla de las consecuencias de que nosotros hayamos resucitado con Cristo en el Bautismo: “Puesto que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios” (Col 3, 1). Y tú ¿buscas los bienes de arriba o te absorbe totalmente la búsqueda de los bienes de abajo? Ojalá que tu búsqueda de los bienes de abajo sea siempre en orden a conseguir los bienes de arriba. En otra opción de segunda lectura, tomada de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, se nos invita a tirar la levadura vieja y a convertirnos en pan sin levadura, es decir, sin esas cosas del mundo que inflan nuestra imagen, cosas de vicio y maldad: ser pan sin levadura significa la sinceridad y la verdad (cfr. 1 Cor 5, 6-8).
Jesús resucitado se aparece en aquella mañana a María Magdalena y a las otras mujeres; luego a Pedro; luego a los discípulos de Emaús que tristes se retiraban a su pueblo; luego se aparece en el cenáculo a los demás Apóstoles la noche del mismo domingo de resurrección; y se vuelve a aparecer el siguiente domingo a la misma hora a los Apóstoles, ya que Tomás no estaba el domingo de resurrección y no acababa de creer. El Resucitado comprende la incredulidad de los Apóstoles y discípulos, abrumados como estaban por el hecho de su pasión y muerte.
Nosotros también podemos vivir abrumados por la cotidianeidad de nuestros trabajos, apuros, problemas, etc. Pero participemos en cada Eucaristía dominical, sin alejarnos como Tomás. Alimentémonos del Sacramento de su muerte y resurrección. Y hagamos de la alegría, no un estado de ánimo casual, sino un apostolado de fe para nosotros mismos y para cuantos nos rodean. Ofrece a todos una sonrisa, pero no una sonrisa fingida o hipócrita para sacar provecho de los demás, sino una sonrisa auténtica que viene de lo profundo de tu corazón creyente. Una sonrisa que te sana a ti mismo y a cuantos te rodean, sin brincar claro está, a tu cónyuge, a tu familia y a todos los que te encuentres.
Las noticias de todos los medios de comunicación en los últimos días nos hablan de “la madre de todas las bombas”, de armas químicas derramadas por seres humanos, de atentados en diversos lugares del mundo, de muertos y heridos, de las naciones que se disponen a la guerra; hasta un Sheriff recomienda usar “la madre de todas las bombas” contra el crimen organizado en México; todo esto sin que dejen de cometerse asesinatos a lo largo y ancho de nuestro País.
A nosotros nos toca cuidar y defender la vida: la de todos los niños concebidos, la de los enfermos y ancianos, la de los pobres y hasta nuestra propia vida, dando prioridad a la vida del espíritu. ¡Proclamemos pues la Vida nueva en Cristo!
¡Feliz Pascua de Resurrección! Sea alabado Jesucristo.
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán