HOMILÍA
XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo C
Sab 18, 6-9; Heb 11, 1-2. 8-19; Lc 12, 32-48.
“No temas rebañito mío” (Lc 12, 32).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. U T’aanil Yuumtsil té domingo ku ya’alik to’on ka’a k líiksaba’ ken ta’alak Yuumtsil u ti’al u ta’ankex juicio. Le máax ku ts’aaba’ ya’ab, ya’ab yaan u k’áatati’obi’. Le óolale’ le juicio jach ya’ab yaan u ka’atato’one, obispos, sacerdotes yéetel religiosos. Le beetike’ ka’abet to’on éejsik fe. Jumpe’el e’esaj fe ka’abet Payalchi’ yéetel u meyajil jéets’ óolal, le meyaja’ mix bik’iin u xu’ulo’.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este domingo décimo noveno del Tiempo Ordinario.
De acuerdo a lo que el Señor dice hoy en el Evangelio, a los obispos y sacerdotes nos espera un juicio más severo delante de Dios, pues “Al que mucho se le da, se le exigirá mucho más” (Lc 12, 48). Es por eso que los ministros de Dios necesitamos de mucho apoyo en la oración, no sólo para ejercer santamente nuestro ministerio, sino para que el Señor tenga misericordia de nosotros en su juicio.
Por eso es que el santo obispo Agustín de Hipona decía: “Me asusta lo que soy para ustedes; pero me consuela lo que soy con ustedes. Para ustedes soy obispo, con ustedes soy cristiano. Lo primero implica un peligro, lo segundo una salvación”. Así es que el ministerio mucho más que un honor, es una enorme responsabilidad ante Dios. Nadie piense que el sacerdocio es una carrera para ascender, pues es más bien una forma de vida para servir. Ojalá que cada cristiano entienda también así su vida y vocación. Cada uno piense cuánto le ha dado el Señor, y cuánto le habrá de exigir.
La primera lectura de hoy, tomada del Libro de la Sabiduría, habla de los beneficios de la Pascua la cual liberó al pueblo de Israel de la esclavitud, cuando Dios castigó a sus enemigos y a sus elegidos los cubrió de gloria. Dice el texto que el pueblo de Dios, al celebrar aquella primera Pascua en sus casas, “de común acuerdo se impusieron esta ley sagrada, de que todos los santos participaran por igual de los bienes y de los peligros” (Sap 18, 9). Así fue para Israel y así es para todos los bautizados de hoy, pues todos participamos de los bienes de la gracia de Dios y al mismo tiempo, todos participamos de los peligros que el mundo nos presenta de modo tan atractivo.
En una forma muy tierna Jesús se dirigía a sus discípulos y se dirige hoy a nosotros sus discípulos del siglo XXI, diciéndonos: “No temas, rebañito mío” (Lc 12, 32). El motivo para no temer es que el Padre ha tenido a bien darnos el Reino, un reino que comienza ahora, que ahora vamos construyendo en la tierra sembrando amor, justicia, paz, reconciliación y verdad, mismo que en la medida que lo hacemos tenemos ya el gozo de pertenecer a él; aunque sabemos que el Reino en su plenitud sólo lo tendremos después de este mundo que pasa.
Por eso, el Señor Jesús nos exhorta a dar limosnas y a acumular un tesoro en el cielo, tesoro que no se acaba, allá donde no llega el ladrón, ni carcome la polilla. Dice Jesús: “donde está su tesoro, ahí estará su corazón” (Lc 12, 34). Entonces, ¿en dónde está tu tesoro? Si está aquí en la tierra pasarás muchas angustias para protegerlo y para aumentarlo; pero si lo tienes en el cielo, vivirás en paz y sin sobresaltos, aumentándolo más y más.
Luego el Señor presenta dos parábolas para hacernos entender que hemos de estar preparados para el momento en que llegue él a nuestro encuentro. La primera parábola trata de los criados que esperan, con la túnica puesta y las lámparas encendidas, a que regrese su amo de la boda, para abrirle en cuanto llegue; al llegar, el mismo amo se recoge la túnica para sentarlos a la mesa y servirles.
Es maravilloso imaginar que el mismo Señor nos sirva en el banquete eterno, cuando lleguemos junto a él; aunque ya es maravilloso que ahora desde este mundo, él nos sirva en la persona de sus sacerdotes, su propio Cuerpo como alimento para el camino en cada Eucaristía. Es cierto que hay muchos desperdiciando este banquete sagrado al no acercarse a comulgar, pero aun así, el Señor nos sigue invitando a todos.
La segunda parábola nos habla del cuidado que tendría un padre de familia, si supiera a qué hora va a llegar el ladrón para intentar meterse a su casa, pues estaría vigilando para evitar que ese ladrón entrara. Entonces, así como un buen marido y padre protege a los suyos, vigilando para evitarles cualquier peligro, así cada uno debe estar atento, pues no sabemos a qué hora vendrá el Hijo del Hombre, sea en su segunda venida o sea en nuestra muerte.
Es entonces que Pedro le preguntó si esa parábola la decía por ellos o por todos, explicándole Jesús que lo dice por todos, pero que sus apóstoles y discípulos más cercanos tenemos más urgencia de fidelidad a él, así como de estar atentos a su regreso. Dice Jesús: “El servidor que, conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos” (Lc 12, 47-48).
Los humanos solemos ser muy estrictos y objetivos a la hora de juzgar, sin mirar atenuantes o la situación de las personas, simplemente los juzgamos condenando a todos por igual. Gracias a Dios que Él no es así; porque Él conoce la realidad de cada persona, conoce a cada uno mucho mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos y nos juzgará en proporción a la situación concreta de cada uno.
Muchas veces nosotros vivimos condenándonos y sin podernos perdonar algo que hicimos, en cambio el hombre y la mujer de fe ponen su juicio en las manos de Dios. San Pablo nos enseña cómo el juicio humano es equivocado, cuando dice: “En cuanto a mi conducta, me tiene sin cuidado el juicio que me puedan emitir ustedes o cualquier otro tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo. Es cierto que, aunque no tengo conciencia de nada malo, no por eso considero que soy justo, porque el Señor es quien me juzga” (1Cor 4, 3-4). Quitémonos de encima la piedra pesada de la culpabilidad y pongamos nuestra conciencia en la presencia del Señor.
La segunda lectura de hoy está tomada de la Carta a los Hebreos, en el pasaje donde exalta la fe de los patriarcas, particularmente la fe de Abraham y la de Sara, que esperaron al hijo que Dios les prometió en su ancianidad, siendo Sara estéril. Por su fe, Abraham fue capaz de disponerse a ofrecer a su joven hijo Isaac en sacrificio a Dios, como lo hacían los pueblos vecinos ofreciendo sus primogénitos a sus dioses, aunque el Señor lo detuvo en el último momento. Tú y yo, ¿qué hemos hecho por la fe?; ¿qué tan fuerte es nuestra fe como para traducirse en expresiones concretas de generosidad con Dios y con nuestro prójimo?
Durante el mes de julio estuvimos orando en cada parroquia de México por el don de la paz. En muchos lugares, incluyendo algunos pueblos de Yucatán, se hicieron marchas en favor de la paz, lo cual en lo personal me llenó de alegría. Ojalá que todos nosotros continuemos orando por la paz en México y en el mundo; que todos sigamos trabajando por la paz, sobre todo en el área de la educación de los niños y jóvenes formándolos en el valor de la paz.
Algo muy concreto por lo que hemos de luchar es contra las adicciones, que suelen ser la causa de muchas manifestaciones de violencia, intrafamiliar o social. Otro tema de construcción de paz se encuentra en fortalecer el tejido social, buscando las buenas relaciones en los ambientes escolares, laborales y vecinales.
La verdad es que la construcción de la paz es una tarea de nunca acabar, pero cristianamente, es la lucha por construir el Reino de Dios entre nosotros. Recordemos lo que el Señor nos dice en el pasaje del Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Pues yo quisiera llamar a cada yucateco: “Hijo de Dios”.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán