Homilía del Arzobispo de Yucatán – Tercer Domingo de Adviento

“¿Qué tenemos que hacer?”

Muy queridos hermanos y hermanas, hemos llegado al tercer domingo del santo tiempo del Adviento, domingo llamado desde antiguo “gaudete”, es decir, “alégrense”. Cuando esperamos el cumplimiento de una promesa de algo que nos traerá felicidad, como el hijo que espera una mujer embarazada, la graduación de una carrera, o alguna otra meta dichosa, nos puede cansar esa espera, nos puede implicar angustias, cansancio y sacrificios, pero al mismo tiempo nos alegramos de ir alcanzando metas parciales en nuestro proceso de espera, o simplemente el pensar y acariciar, aunque sea en el pensamiento, lo que queremos alcanzar. Nosotros esperamos la Navidad y esperamos la segunda venida de Cristo, ¡qué mayor alegría podríamos tener que recibirlo! Si nos alegra pensar que el Papa Francisco visitará nuestra Patria, es precisamente porque en su persona tenemos un adelanto de la presencia del Señor entre nosotros, pues el Sumo Pontífice es el Vicario de Cristo en la Tierra.

Es probable que el sacerdote hoy salga a celebrar la Santa Misa revestido de una casulla color de rosa, y lo mismo en la corona de Adviento, la vela que se encenderá es la de color rosa, para indicar la alegría de nuestra esperanza. La vida cristiana vivida sin alegría no es auténtica, pues todo el que ama y es amado experimenta una gran alegría. Y eso significa realmente ser cristiano: saber que Dios nos ama; y corresponderle amándolo con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y amando al próximo como a nosotros mismos.

Por eso hoy la Palabra de Dios nos invita a la alegría en la primera lectura, tomada del profeta Sofonías, que nos dice: “Canta, hija de Sión, da gritos de júbilo, Israel, gózate y regocíjate de todo corazón, Jerusalén” (Sof 3, 14). San Pablo también nos hace una invitación semejante en la segunda lectura, tomada de la carta a los Filipenses: “Hermanos míos, alégrense siempre en el Señor; se lo repito: ¡Alégrense!” (Flp 4,4). En otro pasaje del Evangelio, Jesús llama dichosos a quienes viven sirviendo al Reino de Dios, y les dice a sus discípulos: “Alégrense y salten de contento, porque su recompensa será grande en el cielo” (Mt 5,12). Y también le dijo Jesús a sus discípulos cuando regresaron de la primera misión a la que fueron enviados: “Alégrense de que sus nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20).

Una característica que no puede faltar en un santo es la alegría según Dios, y el primerísimo ejemplo lo tenemos en la santísima Virgen María, que en su cántico dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46-47). Santa Isabel, atestigua que su hijo Juan, saltó de gozo en su vientre ante la presencia de María que llevaba en su seno al Verbo encarnado, y llama a María diciéndole: “Feliz la que ha creído” (Lc 1,39-45). Basta leer las vidas de los santos para darnos cuenta cómo fueron felices gozando al experimentar el amor de Dios, y al poder mostrar a sus hermanos el rostro amoroso del Señor.

Para alcanzar este gozo tan pleno, no necesitamos dinero, ni éxitos humanos, ni siquiera la misma salud. Doy testimonio de que la persona más feliz que he conocido, siendo yo un joven seminarista, fue una mujer de sesenta y siete años, soltera, ciega, amputada de una pierna, con siete años de estar en cama, con grandes dolores a causa de la llagas, pero que siempre tenía una sonrisa hermosa para todos y siempre se mostraba dispuesta a escuchar los problemas que la gente le iba a contar hasta su lecho, dándoles luego un buen consejo. Por supuesto que fue una mujer llena de Dios.

¡Cuánta alegría nos viene de creer en Dios, de esperar en Él, de gozar de su amor misericordioso! Hoy el santo Evangelio según san Lucas nos presenta al precursor de Jesús, Juan el Bautista, predicando y logrando mover a la conversión a cuántos lo escuchaban. Cada grupo le preguntaba: “¿Qué hemos de hacer?”, y él respondía a la gente: “el que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna, y quien tiene comida haga lo mismo” (Lc 3,10-11). Los buenos sentimientos de la Navidad llevan a la gente a regalar ropa, comida, juguetes y otras cosas a los pobres, a los ancianos en los asilos, a los presos. Ojalá que las actitudes solidarias permanecieran durante el todo el año. A los publicanos, que eran los cobradores de impuestos, que le preguntaban a Juan: “Maestro, ¿qué tenemos que hacer nosotros?”, él les respondía “no cobren más de lo establecido”. Tal vez la Navidad remueva las conciencias hacia la justicia, pero ojalá que durante todo el año observemos la justicia en el comercio, en el trato con todos, y que evitemos todo tipo de corrupción. Y a los soldados que le preguntaban “Y nosotros ¿qué tenemos que hacer?”, Juan les respondía “No extorsionen a nadie, ni denuncien a nadie falsamente, sino conténtense con su salario”. Lamentablemente sabemos que en México y en todo el mundo abundan las extorsiones, las denuncias falsas, y otro tipo de abusos de aquellos que no se conforman con lo que se puede ganar limpiamente.

Pero si tú y yo nos queremos llamar cristianos, tenemos que esforzarnos por ser solidarios, justos y éticos en todos nuestros comportamientos. ¿Cómo podríamos acercarnos a adorar al Niño en el nacimiento en esta Navidad, con nuestra conciencia llena de estos pecados, y si no nos hemos acercado a los necesitados, y si nos hemos sólo preocupado de ganar a como dé lugar? También hemos de prepararnos a recibir al Niño Dios en la autenticidad. Cuánta energía y dinero gastamos en aparentar que somos lo que pretendemos ser, o tener o saber; cuando la humildad nos da el gozo de la libertad. Juan el Bautista confesó y no negó su realidad, y confesó que él no era el Mesías, como la gente estaba creyendo. Él afirmó la diferencia entre el que viene, que es la Palabra, y él que simplemente es la voz. El obispo san Agustín, en el siglo cuarto, decía refiriéndose a la humildad de Juan reflejada en este pasaje del Evangelio: “Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia” (Sermón 293, 3: PL 38).

Otro motivo para alegrarnos en este tercer domingo de Adviento es el inicio del Año Jubilar, el Año de la Misericordia al que nos invitó el Papa Francisco. Ganemos hoy mismo la indulgencia que nos ofrece este jubileo arrepintiéndonos sinceramente de nuestros pecados, confesándolos al sacerdote, haciendo un propósito sincero de no volver a pecar, comulgando y ofreciendo nuestra oración por las intenciones del Sumo Pontífice. Cada fiel, en su propia parroquia puede ganar hoy la indulgencia, y después durante el resto del año, acudiendo a los templos señalados en cada uno de los catorce decanatos de nuestra Arquidiócesis con las mismas actitudes arriba mencionadas. Los enfermos, los presos y los ancianos, imposibilitados de acudir a estos santuarios de la misericordia, desde su propio espacio podrán obtenerla con la intención de hacerlo.

Dios bendiga a cada uno de ustedes en su esfuerzo sincero por vivir a plenitud el resto del tiempo del Adviento, y todo este Año Jubilar de la Misericordia, disfrutando la misericordia divina y manifestando a los demás en nuestras vidas el rostro misericordioso de nuestro Señor.

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán