Homilía del Arzobispo de Yucatán – Nuestra Señora de Guadalupe

“¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme?”

Muy queridos hermanos y hermanas, ha llegado la gran solemnidad de Ntra. Sra. de Guadalupe, que año con año nos ayuda a vivir con más alegría el tiempo del Adviento y, que con sus peregrinaciones, nos recuerda nuestro ser de peregrinos en este mundo. La Guadalupana se manifiesta como mujer embarazada, y se presenta a sí misma como la “Madre del verdadero Dios por quien se vive”. Es típico ver en muchos hogares, junto al nacimiento o al árbol navideño, la imagen de nuestra Señora adornada con foquitos de navidad. Por nuestras carreteras en Yucatán corren antorchistas y circulan ciclistas que cargan en sus espaldas la imagen del Tepeyac.

La grata sorpresa que se llevó Ana ante la visita de su pariente María, debe seguir siendo nuestra grata sorpresa y asombrada gratitud: ¿Quiénes somos nosotros para que la Madre de nuestro Señor haya venido a vernos? Debemos maravillarnos y vivir agradecidos, porque esta presencia de María en el Tepeyac se ha proyectado como bendición para toda América y para el mundo entero. María es nuestra, es mexicana, porque ella ha querido serlo. Pero nosotros no teníamos ningún mérito para que nos visitara.

Fue nuestro Señor quien quiso apoyar la tarea evangelizadora de los esforzados misioneros franciscanos, que conseguían pocas conversiones y que aún los convertidos sentían un vacío afectivo luego de la conquista. El Señor Jesús quiso que los mexicanos experimentáramos el amor de su propia Madre, compartiéndola con nosotros. Ya desde el monte Calvario, al discípulo lo entregó a su Madre cuando le dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). Allá fue Juan, el apóstol y evangelista, quien representó a todos los discípulos de Jesús, para recibir a su Madre y llevarla a su casa. Acá fue otro Juan, Juan Diego, quien nos representó a todos los mexicanos, que desde el monte Tepeyac nos llevamos a la Guadalupana a nuestra casa y donde quiera que vayamos. Es la madre quien da el sentido de familia en cada hogar; es María, quien nos dijo: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás por fortuna en mi regazo?”, y así nos vino a dar el sentido de ser parte de la familia de Dios.

Pero la Guadalupana fue conquistando a todos los pueblos originales de América, y ahora vemos peregrinaciones a sus santuarios a lo largo y ancho de nuestro Continente. Conquistó también las Filipinas, y poco a poco ha ido conquistando diversos pueblos y familias de cualquier rincón del mundo. Hace unos días recibimos unas fotos de los danzantes mexicanos que en la ciudad de Roma, Italia, encabezaron una tradicional peregrinación en la que participan mexicanos que allá residen, junto con italianos que veneran por igual a nuestra Madre del cielo. Al igual que lo hiciera el Papa San Juan Pablo II, el Papa Francisco celebra también en la Basílica de San Pedro la solemnidad de nuestra Señora de Guadalupe, y ha declarado que vendrá a la ciudad de México, sólo para visitar a nuestra Señora en el Tepeyac.

Y así desde México, nuestra Madre de Guadalupe ha hecho escuchar su mensaje a sus hijos en el mundo entero. Qué bien suenan en los labios de María las palabras del Eclesiástico que escuchamos en la primera lectura: “Yo soy la madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza” (Eclo 24,23). Celebramos esta fiesta en el marco del inicio del Año de la Misericordia. El pasado 8 de diciembre, en la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, el Papa Francisco abrió la puerta del Año Santo,  y nos pidió a cada obispo hacer lo mismo el día de mañana en nuestras catedrales, en el tercer domingo de Adviento. Desde aquí les invito a participar en la apertura del Año Santo en nuestra Arquidiócesis, que iniciará a las doce del día en la Iglesia de “Monjas”, con una procesión hacia la Catedral, para abrir la puerta del Año Santo, y celebrar la Santa Misa a la una de la tarde.

Santa María de Guadalupe nos presenta el rostro misericordioso de nuestro Dios, para animar a los pobres, a los enfermos, a los presos, a los migrantes y a todos los que sufren, y encontrar consuelo y esperanza en su regazo maternal. A todos los cristianos nos invita a alabar a Aquel que envió a su Hijo “nacido de una mujer, nacido bajo la ley para rescatar a los que estaban bajo la ley” (Gal 4,4). También nos invita a hacer lo mismo que ella, que fue presurosa a la montaña donde habitaba su pariente Isabel, para servirla con amor; y vino presurosa a la montaña del Tepeyac donde habitaba un pueblo naciente, para servirnos como Madre amorosa que le da sentido a nuestras penas. Nos invita a hacer lo mismo que ella: ir presurosos a atender a nuestros hermanos necesitados, a devolverles la esperanza con nuestra fraternidad.

Que nuestra devoción guadalupana no se acabe con el cansancio de las peregrinaciones de los que corren o de los que viajan en bicicleta. Ojalá que esta celebración trascienda a celebrar dignamente esta Navidad y a vivir intensamente todo este Año de la Misericordia. El Apóstol San Juan se llevó a su casa a María, y San Juan Diego cambió su casa al Tepeyac.  Llevemos también nosotros a María a nuestra casa y al interior de nuestro corazón. Llevémosla a la vida diaria, para que en nuestra casa, en nuestro trabajo, en la escuela, en nuestra diversión, en dondequiera que estemos y hagamos lo que hagamos, oigamos las palabras que ella, con dulzura y firmeza, nos dirige diciéndonos: “Hagan los que Él les diga” (Jn 2,5).

Rezar el Ave María es acercarnos al centro de la historia, al momento en el que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Es el momento en el que inicia el cumplimiento de las promesas. Es una oración cristocéntrica, es decir, que tiene a Cristo como el centro. Por eso no nos cansamos de repetir esta bellísima oración, pues estamos alabando la obra de Dios en María, a favor de todos nosotros. Y si la repetimos dentro del santo Rosario, estamos meditando los misterios de nuestra salvación. Y por supuesto, estamos dando gracias a nuestra Madre por su “Sí”, y debemos disponernos a dar nuestro propio “sí” a la voluntad de Dios.

El Ave María es una hermosísima oración que se compone de tres partes: las palabras del Arcángel, las palabras de Isabel y las palabras de la Iglesia. No nos cansemos de repetir el saludo del Arcángel Gabriel: “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1,28); el saludo de Santa Isabel inspirada por el Espíritu Santo: “Bendita tú eres entre todas la mujeres y bendito es el fruto de tu vientre (Jesús)” (Lc 1,43); y las palabras de la Iglesia, inspirada también por el Espíritu: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán