Homilía Arzobispo de Yucatán – XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

HOMILÍA
XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Ez 17, 22-24; 2 Cor 5, 6-10; Mc 4, 26-34.

“¿Con qué compararemos el Reino de Dios?
¿Con qué parábola lo podremos representar?” (Mc 4, 30).

 

Ki’ óolal lake’ex ka t’ane’ex ich maya, kin tsik te’ex ki’imak óolal yéetel in puksi’ikal, bejla’e’ te’ tu kiinil tuláakal tatatsilo’ob: Yuumtsil ku dsa’ak toj óolal tio’ob.

 

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor. Un abrazo afectuoso a todos los papás, a quienes hoy celebramos en su día.

Ser papá es una vocación maravillosa, ordinariamente unida a la vocación matrimonial. Ojalá que este domingo todas las familias tengan la oportunidad de reunirse en torno al padre de familia para festejarlo. El amor de Dios en la Sagrada Escritura ha encontrado en los amores humanos, una forma de dar a entender cuán grande es su amor por nosotros. Su amor se compara con el de un enamorado, con el de una madre, con el de un amigo, pero la figura que prevalece es la del Padre. De hecho Jesús se refiere a Dios como a su Padre celestial y nos invita a sentirnos, a comportarnos como hijos de su mismo Padre; incluso la única oración que nos enseñó es la del “Padre Nuestro”, invitándonos a una relación filial ante Él.

No olvidemos que al venir a este mundo, el Hijo de Dios no se conformó con tener una madre virgen, sino que quiso además tener un papá, casto igualmente, que hiciera las veces de su padre ante el mundo; que lo cuidara con la ternura que un papá sabe dar a su hijo, que le enseñara a ser hombre y buen miembro del pueblo judío: éste fue el señor san José.

Jesús nunca se avergonzó de ser llamado “el Hijo del Carpintero”; yo no me avergüenzo de que me conozcan como el hijo del obrero, como seguramente tú no te avergüenzas de que te conozcan como el hijo del agricultor, del jornalero, del pescador o de cualquier otro tipo de trabajo honrado, con el que tu padre te dio el pan de cada día y se sacrificó, hasta donde sólo Dios sabe, por darnos estudio, ropa y todo lo necesario para una subsistencia digna.

Por eso papás, siéntanse orgullosos del mejor de los títulos que pueden tener; ni el de abogado, ni el de ingeniero, ni el de doctor, sino el de “padre”. Encomiéndense al señor san José para cumplir digna y cabalmente con su misión de padres, tarea que no acabará mientras tengan vida, aunque sus hijos hayan crecido y ya tengan a sus propios hijos. Aún en la eternidad, cuando estén junto a Dios nuestro Padre, seguirán intercediendo por sus hijos en la tierra.

El común de la gente acostumbra llamarnos “padre” a nosotros los sacerdotes; cuando la gente con fe nos llama así, es correcto, porque nos toca proveer al Pueblo de Dios con el alimento de su Palabra, así como de los sacramentos, además de que nos corresponde igualmente esforzarnos por reflejar la paternidad de Dios. Nuestra psicología masculina esta inclinada a hacernos proveedores y protectores, por lo que todos los hombres solteros hacen bien en desarrollar esta personalidad; considerando que a los que por llamado de Dios hemos elegido el celibato por amor al Reino de los cielos, con mayor razón hemos de desarrollar esa personalidad paternal.

Frecuentemente hay gente que a mí me dice “padre” y luego se disculpa, queriendo cambiar a otra manera de llamarme por ser obispo, a lo que yo respondo en broma y en serio a la vez, diciéndoles: “pues más padre”; ya que en verdad estoy totalmente convencido de que mucho mayor que el título de “excelencia” u otros apelativos eclesiásticos, el nombre de “padre” es más evangélico y espiritual.

Tenemos muchas ocasiones para festejar a los sacerdotes, como en nuestro aniversario de ordenación, el Jueves Santo o el día de Jesucristo sumo y eterno Sacerdote, así es que no se detengan ni pierdan tiempo con nosotros; en cambio, este día concentrémonos en los padres de familia para festejarlos como se debe, para encomendarlos en nuestra oración dominical y para pedir por nuestros padres y abuelos difuntos.

Con cuánto amor ustedes papás han sembrado en sus hijos tantas bellas enseñanzas. El fruto de sus esfuerzos no se ve inmediatamente y en ocasiones pasarán años para que se den cuenta de que sus hijos en verdad han asimilado lo que ustedes sembraron en ellos. En verdad la educación es una siembra. Me ha tocado estar en alguna de las frecuentes reuniones de mis hermanos y primos Vega, y un factor que no puede faltar en cada reunión es recordar alguna enseñanza o anécdota de nuestro abuelo, don Pancho Vega, citándolo así: “Como decía mi abuelo”. Si nosotros somos sembradores, también Dios nuestro Padre y Jesucristo su Hijo irán sembrando en nuestras vidas por medio de su Espíritu, aguardando la buena cosecha.

En el santo evangelio de hoy según san Marcos, Jesús quiere explicar a las multitudes lo que es el Reino de Dios; para ello toma algunas parábolas, comparaciones venidas de la vida cotidiana que para aquellas personas fuera fácil de captar. En este caso elige ejemplos del campo, pues había muchos agricultores entre la multitud.

En la primera parábola (cfr. Mc 4, 26-29), Jesús llama la atención de lo que sucede después de haber sembrado la semilla, pues para el sembrador es un misterio lo que sucede durante la germinación de esa semilla; a lo que Jesús dice que del mismo modo va creciendo el Reino de Dios en el mundo, así como en cada uno de nosotros. Tal vez tú no lo adviertas y nadie más lo haga, pero sólo Dios es testigo de las cosas buenas que van ocurriendo en tu interior, porque el Reino de Dios, ante todo, está creciendo dentro de ti.

En la segunda parábola (cfr. Mc 4, 30-32), Jesús compara el Reino de Dios con la semilla de mostaza, que es muy pequeña y sin embrago de ella nace y se desarrolla el mayor de los arbustos. En la historia de la Iglesia, de las personas más insignificantes y hasta adversas a la fe, han surgido grandes personajes que continúan alimentando a todo el Pueblo de Dios.

De esto tenemos varios ejemplos, como el de san Pablo, quien de ser perseguidor de los cristianos se transformó en un gran apóstol; como san Agustín, el cual de ser un incrédulo filósofo de inmoral comportamiento llegó a ser el gran padre de la Iglesia que tanto nos ilumina hoy con sus enseñanzas; o también como san Francisco de Asís, que de una juventud frívola se convirtió en el gran santo que nos sigue llamando con su testimonio a no poner nuestro corazón en los bienes materiales.

Sin duda otro gran ejemplo es el de doña Concepción Cabrera de Armida, nacida en 1862 en San Luis Potosí y fallecida en 1937 en la ciudad de México, a quien el domingo pasado se le reconoció el primer milagro por el que pronto será beatificada, la cual siendo esposa y madre de nueve hijos, bajo la dirección espiritual del padre Félix de Jesús Rougier, hizo nacer la gran familia de las “Obras de la Cruz”, misma que hoy abarca dieciocho familias religiosas.

Dice Dios por medio del profeta Ezequiel en la primera lectura de hoy: “Yo tomaré un renuevo de la copa de un gran cedro… lo plantaré en la cima de un monte excelso y sublime” (Ez 17, 22). Con esto y lo que sigue, el Señor quiere expresar que Él eleva a los pequeños por encima de los grandes de este mundo, haciendo reverdecer y florecer hasta los árboles más secos. Así es que, si te sientes un árbol seco que no está dando frutos, no te mortifiques, sólo ponte en las manos del buen Agricultor celestial y Él te hará fructificar, hará que tus ramas crezcan hasta dar cobijo a quien lo necesite; en cambio, si te ves a ti mismo como un árbol frondoso, lleno de frutos, recuerda que es Él quien te hace florecer y fructificar.

Por eso, con el salmo 91 del día de hoy podemos proclamar: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor!”. Alégrate con humildad de pertenecer al número de los justos, pues “los justos florecerán como las palmas, como los cedros en los altos montes.” Aún en la vejez el justo seguirá lozano y frondoso, dando fruto; pues no importa la edad que tengas ni cuándo te hayas acercado al Señor, en todo tiempo podemos fructificar y así el Señor renueva nuestra juventud.

En la segunda lectura de hoy san Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios, nos invita a considerar esta vida, este mundo, como un destierro, y que con el Señor estaremos en nuestra verdadera patria. Tener una visión así de la realidad nos motiva a esforzarnos por agradar al Señor en el destierro o en la patria. La devoción mariana nos lleva a invocar a María en favor de todos “los desterrados hijos de Eva”.

Sigamos orando para que las próximas elecciones se lleven a cabo en paz; que se acabe ya la violencia que ha dado muerte a más de cien personas, que haya participación de todos y no triunfe el abstencionismo ni la anulación del voto, para que los elegidos sean hombres y mujeres de corazón sensible dispuestos a servir a los más necesitados y a superar el gravísimo pecado de la corrupción.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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