Homilía Arzobispo de Yucatán – II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

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HOMILÍA

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ciclo A  

Muy queridos hermanos y hermanas les saludo con el afecto de siempre, deseándoles todo bien en el Señor. Desde el pasado martes luego de la fiesta del Bautismo del Señor, terminó el tiempo de la Navidad y hemos iniciado el así llamado Tiempo Ordinario en la liturgia. El color característico durante este tiempo es el verde. Ya sabemos que el verde representa la vida, pero además, también la esperanza. En la vida ordinaria y durante todo el año estamos llamados a vivir en la esperanza con el optimismo cristiano, aún en medio de las nubes negras que se ciernen sobre nosotros en el panorama económico; una esperanza puesta en el Señor que nos motiva y mueve a tomar parte activa en la solución de los problemas que debemos enfrentar.

Juan el Bautista presentó a Jesús como el “Cordero de Dios” que quita el pecado del mundo (cfr. Jn 1, 29).  “Cordero de Dios” porque los corderos de los hombres habían sido sacrificados por miles y miles en el templo de Jerusalén durante siglos. Las víctimas eran sacrificadas para implorar el perdón de Dios y para pedir las gracias que se necesitaban, pero aquellas víctimas no tenían ningún poder salvífico o de intercesión. Si algún valor tenían, era en cuanto a que representaban a un corazón sinceramente arrepentido, y más aún porque sin saberlo, eran anuncio de la única Víctima que vendría después con su poder redentor. Alrededor de mil ochocientos años antes, nuestro padre Abraham profetizó sin darse cuenta cuando su hijo Isaac le preguntó: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?” y Abraham le contestó: “Hijo mío, Dios proveerá el cordero para el holocausto” (Gn 22, 7-8).

Tú también y cada uno de nosotros tiene víctimas que puede sacrificar para Dios y para su prójimo. Podemos sacrificar nuestro dinero, nuestras cosas, nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestros conocimientos, etc., etc. Aunque la verdad, todas esas víctimas no tienen ningún valor en sí mismas a menos que representen a un corazón que ama, que se arrepiente, que se entrega. El mundo te sacrifica, te exige y te impone sacrificios de muchas maneras, pero estos sacrificios pierden todo su valor si tú no los aceptas y los ofreces a Dios y a los demás de buena gana. Un corazón que ama se arrepiente y se entrega, acepta y ofrece de buena gana los sacrificios que el mundo le impone, se convierte también en “Cordero de Dios” que unido al sacrificio de Cristo redime junto con Él a la humanidad. Si no nos sacrificamos o si aceptamos los sacrificios con amargura, de mala gana y hasta con resentimiento, ¡infelices de nosotros! que ni encontramos paz y gozo en este mundo, ni vamos mereciendo el gozo eterno junto a Dios.

Juan reconoció con humildad la sencillez de su ministerio diciendo: “He venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer” (Jn 1, 31); y reconoció la precedencia que Jesús tiene sobre él por su preexistencia eterna. Juan se sabe poner en su lugar y darle su lugar a Cristo. Si todos tomamos la actitud humilde de Juan, podremos convivir fraternalmente. Más urgente aún es que todos los sacerdotes, ministros y consagrados de la Iglesia adoptemos esa actitud, pues existe la tentación de sentirnos superiores a los demás y tomar actitudes de prepotencia ¡Dios nos libre de esas actitudes! Juan no se sintió protagonista, sino el “amigo del novio”. Los protagonismos en la Iglesia y en todas partes hacen mucho daño a las relaciones interpersonales, pues son causa de división. Ojalá que un servidor y cada sacerdote, diácono, ministro,  religiosa o religioso sepamos promover más bien el protagonismo de los laicos y dejar siempre el primer lugar a Jesús el Señor.

En el segundo párrafo del Evangelio de hoy, el Bautista da testimonio de que vio bajar al Espíritu Santo sobre Jesús. El Padre celestial ya le había dado a Juan esa señal: “Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ese es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo” (Jn 1, 33). Por eso Jesús es “el Cristo”, es decir, “el Ungido”; pero no con un aceite material sino con el Espíritu Santo. Cuando tú y yo fuimos bautizados, los signos sacramentales fueron el agua derramada sobre nuestra cabeza y la unción con el santo crisma en la frente; sin embargo la realidad es que fuimos bautizados con el Espíritu Santo que está siempre dispuesto para actuar en nuestras vidas, si le permitimos hacerlo. Por eso es que llevamos el nombre de cristianos, el mismo que luego hay que testimoniar con toda nuestra existencia dedicada a Dios y a los demás.

La primera lectura de este domingo tomada del profeta Isaías, nos presenta una hermosa profecía sobre Cristo, que vendría no sólo para el pueblo de Israel sino para el mundo entero, pues lo dice con siglos de anticipación: “Te voy a convertir en luz de las naciones, para que mi salvación llegue hasta los últimos rincones de la tierra” (Is 49, 6). ¡Cómo le hace falta a los pueblos de hoy la luz de Jesucristo! Si actuáramos bajo esa luz se acabarían las guerras y vendría la paz; se acabaría toda corrupción y vendría la honestidad; se acabarían las injusticias y cada uno sería colocado en el lugar que le corresponde; se acabaría la miseria y vendría un reparto más equitativo de los bienes de este mundo; se acabaría la mentira y todo sería trasparente y sincero; se acabarían los abortos y todos los asesinatos y prevalecería siempre el respeto a la vida; se acabarían los odios y todo sería auténtico amor y sana convivencia. Donde está la luz de Cristo, es decir, donde hay un corazón iluminado por la luz del Señor, hay una persona de paz, de honestidad, de justicia, de misericordia, de veracidad y sinceridad, que respeta y promueve la vida, y ante todo, que ama con el amor de Cristo.

En la eucaristía de este domingo le decimos a Dios nuestro Padre con las palabras del salmo 39: “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad”. En la Carta a los Hebreos, este salmo y estas palabras en especial, son atribuidas a Jesús quien tomó carne humana, en obediencia al Padre, para enseñarnos a los humanos cómo se obedece a Dios y para redimirnos con su sacrificio de Cordero inmaculado. Ojalá que en todo y sobre todo, nuestra vida adquiera su sentido en la obediencia al Padre; cada pensamiento, cada palabra, cada acción y cada intención.

La segunda lectura de este domingo nos presenta el inicio de la primera Carta del apóstol san Pablo a los Corintios, en la cual Pablo afirma que Dios nos santificó en Cristo Jesús y que somos su pueblo santo (cfr. 1 Cor 1, 2). Esa es nuestra realidad; ya hemos sido santificados por obra de Cristo Jesús y formamos parte de este pueblo, a quien el Apóstol también llama “santo”. Ojalá que no te dejes cegar por cualquier cosa negativa que veas o te cuenten de la Iglesia, porque pase lo que pase, prevalece la obra de Cristo que continuamente santifica a su pueblo y lo convierte en instrumento de salvación. Y si se trata de tus propios pecados, arrójalos al abismo inmenso de la misericordia de Dios y continúa siendo lo que eres, un santo dentro del pueblo santo de Dios.

Los problemas en México continúan, pero enfrentémoslos con la inocencia de la paloma y con la astucia de la serpiente (cfr. Mt 10, 16). ¡México necesita de los cristianos realmente comprometidos con su fe! ¡México necesita del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!

¡Que tengan todos una feliz semana! ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán