Mensaje Episcopal con Motivo de la Pascua 2019

MENSAJE EPISCOPAL PARA LA PASCUA 2019

“Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 14).

 

A todo el Pueblo de Dios que peregrina en Yucatán: ¡Pax!

Muy queridos hermanos y hermanas, ha llegado la Pascua, tiempo de gozo y alegría, pues recordamos el triunfo de la vida sobre la muerte, ya que por la gloriosa resurrección de Jesús, se nos han abierto a todos las puertas de la salvación.

Es por ello que la nota característica del cristiano es la alegría, una alegría que se fundamenta en saberse amado y salvado, no por sus méritos, sino por los méritos de Nuestro Señor.

 

Presupuestos
Ahora bien, el misterio pascual no es solo la Resurrección. La Resurrección está unida a la cruz, una cruz que Jesús asumió para solidarizarse de esta manera a los hombres, cargando en su propia historia, la historia del sufrimiento de la humanidad, del dolor y del pecado que lleva la muerte. Jesús asume solidariamente desde su inocencia el padecimiento por la injusticia; la afronta, la encara hasta las últimas consecuencias, a tal grado de morir en la cruz.

En eso consiste el amor, en dar la vida, y Jesús amó hasta el extremo. Es precisamente su sacrificio de amor el que vence al pecado y a su manifestación más radical, la muerte. A partir de la Resurrección, la muerte ya no tiene la última palabra, ha dejado de ser el punto final de la vida, convirtiéndose en un punto y seguido que antecede a la vida eterna.

Al Resucitado se le reconoce por las huellas de su historia. Los discípulos lo reconocen por las heridas. Gracias a éstas, ellos son capaces de identificar al Resucitado, quien se les manifiesta como Jesús de Nazaret. Las huellas de la cruz permanecen en el cuerpo glorioso de Cristo, de tal manera que la Resurrección no puede ser vista al margen de la historia concreta, no puede espiritualizarse sin tomar en cuenta lo concreto de la carne.

La Resurrección no es una simple esperanza sobre el “más allá”, sino que es una esperanza para el “más acá”, puesto que es esperanza para los crucificados en la historia, es esperanza para aquellos que asumen la realidad de la cruz.

Pero por otra parte, la cruz sin resurrección carece de sentido, no sería signo de salvación, sino de fatalidad. Con la cruz pero sin la resurrección, Jesús sería notable, pero un notable cadáver ilustre, nunca el Salvador, ya que “si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también su fe” (1 Cor 15, 14).

 

Ser testigos de Cristo
Jesús no es un cadáver ilustre. Para explicar esto, quisiera que nos lleve de la mano el relato de los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13-35). En el texto de Lucas, nos encontramos con dos discípulos que regresan a su pueblo, Emaús, dándole así la espalda a la tragedia de Jerusalén. Están tristes y desesperanzados. La cruz por sí misma no da alegría, sino dolor.

La tristeza que los abate les hace caminar con la cabeza baja, con la mirada oscurecida por lo que son incapaces de mirar más allá de los acontecimientos. No pueden reconocer a Jesús en el misterioso caminante que se acerca a ellos. Sin embargo, el peregrino mediante su palabra, empieza a mostrarles a los abatidos discípulos el sentido de la cruz.

Poco a poco la esperanza empieza a aparecer en el corazón de estos dos hombres, todo empieza a tener sentido. El caminante se queda con ellos esa noche y comparte con ellos la mesa. Compartir los alimentos es un signo de amistad y la mistad es comunión. Es precisamente en un gesto típico de Jesús donde los discípulos de Emaús por fin son capaces de reconocer al Maestro en aquél misterioso caminante: lo reconocen en la fracción del pan (cfr. Lc 24, 30-31).

Todo encuentro con el Resucitado produce un cambio de dirección en la vida. Este cambio de rumbo en el texto se representa en la vuelta a Jerusalén, de la cual estaban huyendo. Es ahí donde se encuentran con la Iglesia, la comunidad de los discípulos de Jesús; ahí dan testimonio de su encuentro con el Resucitado, un encuentro no exclusivo, sino compartido, pues Cristo también se ha hecho ver a la comunidad apostólica: “En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás que decían; es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón. Ellos, por su parte, contaban lo que les había ocurrido por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 33-35).

Es la comunidad en su conjunto un verdadero testigo del Resucitado; ese encuentro con Cristo vivo hace de ella un valiente heraldo del Evangelio. De ahí, propongo tres implicaciones:

 

1. Regresar a Jerusalén significa regresar a la Iglesia y asumir la propia misión.
Todos los discípulos de Jesús estamos perennemente invitados a volver al Jerusalén, es decir, a la comunidad de los hijos de Dios, la Iglesia. Es una invitación a todos nosotros a convertirnos de ser una Iglesia autorreferencial a ser una Iglesia en salida, en misión.

No podemos convertir a nuestra Iglesia en una especie de club de espiritualidad, sino ser la comunidad que animada por el Espíritu continúa el la misión del Resucitado. Esta misión pasa necesariamente por el servicio humilde y generoso sobre todo hacia los más pobres y desfavorecidos. Regresar a Jerusalén para nosotros como Iglesia, puede significar regresar a los pobres, hacer nuestra la opción preferencial por los más débiles, reconociendo en ellos a Jesús que camina en medio de nosotros.

De hecho, Jesucristo no solamente es solidario con los pobres, sino que se identifica con ellos, tal como se nos recuerda en el evangelio de Mateo: “En verdad les digo, que cuando lo hicieron a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25, 40). ¡Cómo deseo que cada parroquia sea un lugar donde los más pobres y desfavorecidos se sientan como en su casa!

 

2. Se reconoce a Cristo Resucitado en la fracción del pan.
Si bien es cierto que en el Resucitado se reconoce a Jesús por las huellas de la cruz, también es reconocido como tal por algunos gestos, los cuales eran habituales en él durante su vida. Alguno de estos gestos es el compartir la mesa con sus discípulos, así como también con los pecadores y demás marginados.

Compartir el pan, como ya he señalado, es un signo de comunión entre los amigos, y en Jesús es el signo de un Dios que se hace cercano con los alejados, a quienes ofrece gratuitamente su amistad. De hecho, es mediante las comidas como se suele concluir un pacto, haciendo que los comensales aliados se vuelvan amigos. El misterioso caminante comparte la mesa con los discípulos de Emaús, y estos en la fracción del pan, en ese gesto que Jesús antes de morir había hecho en la última cena, lo reconocen como su Maestro y Señor.

En cada Eucaristía nos sentamos en la mesa de los amigos de Jesús. El Resucitado se hace presente ahí, queriendo entrar en comunión de amor con nosotros, para hacerse presente en el mundo a través de su Iglesia. En la Eucaristía, como los discípulos de Emaús, oímos su Palabra y nuestro corazón empieza a arder, lo reconocemos en la fracción del pan, lo comulgamos para que su vida se manifieste en la nuestra; y así como él, nos entreguemos eucarísticamente en beneficio de nuestros hermanos, asumiendo la misión del mismo Jesús en favor del Reino.

Recordemos que del 18 al 22 de septiembre del 2019, en la Arquidiócesis de Yucatán seremos sede del VII Congreso Eucarístico Nacional, el cual será para todos nosotros una oportunidad de renovar nuestra comunión con Cristo Resucitado. Abramos nuestro corazón para poder reconocer a Jesús en la fracción del pan.

 

3. Comunión con Cristo es comunión con Dios, con los Hombres y con el Cosmos.
En Cristo, la comunión de Dios con el hombre y la creación se ha realizado en virtud de la Encarnación, ya que el Hijo ha asumido la naturaleza humana, y con ella a toda la creación. Ahora ya no hay separación entre los sagrado y lo profano, pues por la Encarnación, toda la realidad es también presencia de Dios.

El Reino anunciado y traído por Jesús, inaugurado por el perdón gratuito de los pecados, cuando es acogido por el hombre, implica reconciliación. Reconciliarse con Dios es pasar por la reconciliación con toda la realidad, implicando necesariamente una nueva relación con la humanidad y el cosmos.

Esta nueva relación reconciliada se hace patente en un renovado estilo de vida, comprometido en favor del amor y la justicia. No es una cuestión meramente interior, sino que se exterioriza asumiendo un protagonismo activo en favor del Reino, luchando contra el pecado y contra todo mal.

El amor a la naturaleza y la conciencia ecológica es algo que no pocos cristiano tienden a olvidar. Como bien nos recuerda el Apóstol: “La creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios, pues sabemos que la creación entera gime y sufre dolores de parto hasta ahora” (Rom 8, 21-22).

La manifestación de la gloria de los hijos de Dios empieza en el “más acá” de la historia, en el compromiso con el cuidado de nuestra casa común, el cosmos. Es propio de nosotros, discípulos de Jesús, cuidar la creación que Dios nos ha confiado, pues Él nos dio el mundo como un hermoso bosque para que lo humanicemos convirtiéndolo en un bello jardín, pero no pocas veces hemos hecho de éste un basurero.

Concretamente en Yucatán, no somos del todo conscientes del daño que estamos causando a una de nuestras más grandes riquezas, el agua. Tenemos que crecer en el compromiso activo para que en todas las parroquias se concientice sobre el cuidado de la misma. Habrá que crear estrategias para conseguir una conversión que implique acrecentar nuestra conciencia ecológica.

El agua tiene un carácter sagrado, mismo que aparece en distintos pasajes de la Sagrada Escritura. Particularmente recordemos el episodio de las Bodas de Caná, cuando Jesús convierte el agua en vino, su primer milagro. Evoquemos además el último milagro de Jesús en el Cenáculo, durante la Última Cena, cuando convierte el vino en su sangre. En estos pasajes encontramos la relación entre el agua y el milagro eucarístico, y tenemos también la relación entre la Eucaristía y el Bautismo.

 

Conclusión
La Resurrección de Cristo es nuestra esperanza, es la causa de nuestra alegría, la causa de nuestra entrega, la causa de nuestra misión. La Resurrección de Cristo no es una esperanza cualquiera, es esperanza para los que asumen la cruz del amor como él que nos enseñó que “no hay mayor amor que dar la vida” (Jn 15, 13).

Por lo tanto, para vivir en esa esperanza es necesario comprometer amorosamente nuestras vidas, asumiendo las luchas históricas que fomenten la comunión con Dios en Cristo Jesús; lo que implica además la reconciliación con los hombres y el cosmos. La comunión con Dios tiene una dimensión social y ecológica.

Que nuestra alegría pascual no se quede solamente en sentimientos interiores o en buenas intenciones, sino que como hijos de Dios, nos manifestemos gloriosamente como apóstoles de la comunión con Él y con toda la realidad creada; para que así, venga a nosotros el Reino y se haga su voluntad en la tierra; sí, en esta tierra, como en el cielo.

 

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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