HOMILÍA POR LA MISA DE CLAUSURA DIOCESANA DEL AÑO DE LA MISERICORDIA

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HOMILÍA POR LA MISA DE CLAUSURA DIOCESANA

DEL AÑO DE LA MISERICORDIA

Is 55,1-3. 6 – 9; 2 Cor 17- 6, 2; Lc 7, 36-50.

“Sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47)

Hermanos presbíteros y diáconos, hermanos y hermanas de la Vida Consagrada, seminaristas y hermanos y hermanas laicos, todos muy queridos en Cristo nuestro Señor.

Hoy clausuramos en Yucatán el año del “Jubileo Extraordinario de la Misericordia”, como lo hicieron en cada diócesis la mayoría de los obispos del mundo el domingo pasado. De igual modo, el próximo domingo 20 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el Papa Francisco hará la clausura universal de este año jubilar en el Vaticano.

Se acaba el Año Jubilar de la Misericordia, durante el cual miles y millones de personas se han acercado a Dios nuestro Señor arrepentidas de sus pecados, pero confiando en su misericordia infinita. ¡Cuántos serán los que se habrán convertido abrazando la fe o reencontrándose con Cristo!, sólo Dios lo sabe, pero seguramente la lluvia abundante de su misericordia ha hecho germinar nueva vida en los corazones de muchos a lo largo y ancho del planeta. A todos seguramente nos deja más fortalecidos en la confianza en la misericordia divina y en el compromiso de ser misericordiosos como el Padre.

Además, ¡cuántas obras de misericordia se habrán creado durante este año, y cuántas otras se habrán fortalecido! En cada una de las diócesis de nuestra Provincia Eclesiástica, hubo una semana de misión sacerdotal, durante la cual cinco sacerdotes de cada una de ellas se hicieron presentes visitando a los enfermos, a los presos y a los pobres, y predicaron y ofrecieron el sacramento de la reconciliación, trayendo a muchos el amor misericordioso de Dios nuestro Señor.

 

Sí, hoy acaba el Año Jubilar pero la misericordia del Señor es eterna, nunca puede terminar, porque Dios es esencialmente misericordia, es decir, que la misericordia es un atributo inseparable en interminable de Dios nuestro Señor. Y si el hombre fue creado a imagen y semejanza de su Creador, la misericordia está presente también en la naturaleza humana y podemos afirmar que el hombre se humaniza al ejercer la misericordia y; por el contrario, se deshumaniza cuando no actúa en él la misericordia.

Hoy hay múltiples formas de deshumanización en el mundo: la guerra, la violencia del crimen organizado, el secuestro, la trata de personas, el tráfico de órganos, el maltrato a los migrantes, el maltrato a los presos en el interior de las cárceles, la pornografía y la prostitución (más aún cuando se trata de los infantes), el aborto, la violencia intrafamiliar, el bullying escolar, las injusticias laborales, la corrupción, etc., son acciones inhumanas en las que brilla por su ausencia la misericordia del hombre. Pero aún en esas terribles situaciones, las víctimas, si tienen fe y esperanza, pueden fortalecerse en la misericordia divina.

La Iglesia fue fundada por nuestro Señor Jesucristo para anunciar la Buena Nueva de la salvación, pero no sólo de palabra sino con los hechos, pues él nos mandó darle de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, curar a los enfermos, recibir a los forasteros, vestir al desnudo y visitar a los presos (cfr. Mt 25, 31-46; Mt 10, 7-8; Mt 14, 16). Todas las injusticias que los pobres sufren a causa de los que son inhumanos, y todos los sufrimientos de la gente causados por la implacable naturaleza como son los tornados, los huracanes, los terremotos, la lluvia, el frío o el calor… dejan una gran tarea a los miembros de la Iglesia y a todas las personas de buena voluntad para manifestar a los que sufren una misericordia extraordinaria que repare un poco el daño que se les ha causado.

Así pues este Año Jubilar nos ha hecho acercarnos nuevamente a la misericordia divina y nos ha revitalizado para continuar con la gran tarea de la Iglesia: dar a conocer a la humanidad, de palabra y de obra, la misericordia divina; y nos ha ayudado a unirnos a todos los que quieren obrar la misericordia, aunque no sean parte de nuestra Iglesia, o aunque ni siquiera sean creyentes, sino simplemente personas de buena voluntad. Gran ejemplo de este ecumenismo misericordioso lo dio el Papa Francisco el lunes 31 de octubre asistiendo a la celebración del quinto centenario de la Reforma Protestante, donde además se firmó un acuerdo de disponibilidad a la cooperación entre la “Obra Caritativa Luterana” y la “Caritas Católica”.

Alguien no informado podría pensar que el Papa Francisco ha traído la misericordia a la vida de la Iglesia y del mundo, pero no es así. El hizo un fuerte llamado a todos para que fuésemos misericordiosos como el Padre y así revitalizar lo que es más importante para la Iglesia. Pero la Iglesia ha tenido esta esencia y esta misión desde que Cristo ascendió a los cielos y la tendrá hasta que Él vuelva a la tierra. Además este llamado del Papa Francisco se pone en continuidad con el llamado que viene desde el Concilio Vaticano II para una conversión de la Iglesia ante las exigencias del mundo actual.

El Papa san Juan XXIII, conocido como “el Papa bueno”, decía que el mejor nombre de Dios es “misericordia” y que nuestras miserias son el trono de la Divina Misericordia. En la inauguración del Concilio Vaticano II decía que el Concilio no debería servir para repetir la doctrina de la Iglesia o para condenar los errores del mundo, y dijo: “A menudo también (la Iglesia) los ha condenado con gran severidad. Hoy, en cambio, la esposa de Jesucristo prefiere emplear la medicina de la misericordia antes que levantar el arma de la severidad (Cardenal Walter Kasper, “La Misericordia Clave del Evangelio y de la Vida Cristiana, pp. 15-16). Y esta es la clave para seguirnos esforzando por actualizar el Concilio en la vida de nuestra Iglesia: vivir el Concilio es vivir la misericordia.

Es por eso que san Juan Pablo II dedicó su segunda encíclica a la misericordia, dándole el título de “Dives in Misericordia” (Rico en Misericordia) donde nos recuerda que en el mundo no basta la sola justicia, porque una gran justicia puede tornarse en una gran injusticia. Recordemos además que la primera canonización del tercer milenio, el 30 de abril del año del gran Jubileo del 2000, fue la de Santa Faustina, que fue testigo de los horrores de la segunda Guerra Mundial, y precursora de la devoción al Señor de la Misericordia. Luego, el 17 de agosto del 2002, estando en Polonia, consagró el mundo a la Divina Misericordia y declaró el segundo domingo de Pascua como domingo de la Divina Misericordia (cfr. Ibid, pág. 17).

El Papa Benedicto XVI continuó este camino de la misericordia dándonos su primera encíclica “Deus Caritas Est” (Dios es Amor), donde nos habla del amor como esencia divina y donde presenta las distintas dimensiones del amor, al que está llamado a vivir el ser humano. Luego nos dio su encíclica social “Caritas in veritate” (La Caridad en la Verdad), donde ya no parte de la justicia sino del amor como principio fundamental de la Doctrina Social de la Iglesia. Antes, en el 2005, el Cardenal Ratzinger nos recordaba la enseñanza de Juan Pablo II, de que la misericordia divina pone un límite al mal, y que Jesucristo es la misericordia en persona (cfr. Ibid. pág. 18).

No nos cansemos de ser misericordiosos, porque abandonar la misericordia es abandonar a Dios, abandonar a la Iglesia y abandonarnos a nosotros mismos. Sigamos adelante como Iglesia Diocesana, renovando nuestro Plan de Pastoral, mucho más que en sus estructuras, en su espíritu, para que nos ayude a ser misericordiosos como el Padre. El Concilio Vaticano II fue un abrirnos a las mociones del Espíritu, a la misericordia divina: vivir el Concilio hoy es vivir como Iglesia y Madre Misericordiosa.

¡Hoy  cerramos la puerta del Año Jubilar de la Misericordia! Que María, Madre de Misericordia nos ayude a mantener abierta la puerta de nuestro corazón, para que entre en él la abundancia de la misericordia divina, y salga para los hermanos el amor misericordioso que nos haga construir un mundo más justo y solidario. Amén. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega

Arzobispo de Yucatán